"Jinete", M.C. Escher - Digital Commonwealth
Viven espiando la vida de los otros. Detrás de la actitud
displicente, debajo de la mirada eternamente encapotada, ocultan la atención
insidiosa. No hay actitud, inflexión de la voz o gesto imperceptible que se les
escape. La mueca de la boca simula una sonrisa, pero es nada más que el rictus
de la evaluación cínica. Viven vidas vampíricas, sorbiendo de sus víctimas
informaciones nimias cuyo cúmulo les sirve para listar las miserias ajenas con
minuciosidad, para obtener quién sabe qué beneficios. Se saben temidos,
odiados, pero no les importa porque eso les vuelca adrenalina en las venas. Se
sienten tan poderosos que se olvidan que sirven a alguien más y que ese alguien
es más temible que ellos. No piensan que sus propias vidas son observadas, tan
cínicamente como ellos lo hacen con otros. Ni siquiera consideran la
posibilidad de convertirse en prescindibles, tanta importancia le dan a la
información que viciosamente recogen para otros. Es entonces cuando se vuelven
descuidados. Y eso puede ser mortal.
Los
"amigos" de Saguie estaban atrincherados en el interior de un auto
importado con cristales polarizados. Junto a ellos estaba la camioneta camouflage, con sus respectivos efectivos
en uniforme de combate, borceguíes, quepís y anteojos negros. Martello se
persignó mentalmente.
En cuanto lo
vieron, los hombres hicieron la venia y se pararon en posición de firmes.
Por qué carajo no se habrán enrolado en Infantería de
Marina.
Les devolvió una
venia desvaída mientras espiaba el interior del auto de la puta madre. El
cristal del lado del conductor bajó con un zumbidito, para dejar entrever un
par de lentes oscuros con marco dorado, al borde de una pelada incipiente. La
memoria visual del comisario le dijo que era la pelada que poblaba los afiches
políticos más recientes.
— Buenas tardes,
soy el comisario Martello.
El cristal bajó
otro poquito y Martello vio la totalidad del rostro — o por lo menos, lo que no
cubrían los lentes — del sujeto, hasta la altura de la barbilla. Junto a él,
una mujer se parapetaba detrás de de lentes de sol del tamaño de antenas
parabólicas. Una mata de pelo sospechosamente rubio y enrulado se le
desparramaba estratégicamente alrededor de la cara, los hombros y la espalda. Una peluca. ¿Por qué siempre las usarán
rubias?
El hombre sacó una
tarjeta y se la entregó al tiempo que farfullaba algo que Martello supuso era
un saludo. Los dedos que sostenían el papel estaban bronceados y tenían uñas
manicuradas. El comisario leyó la tarjeta y se la guardó en el bolsillo. El
campeón de los pesos pesados. Ergo,
tendría que preguntar con pies de plomo. Y ni pensar en interrogar a la falsa
blonda. El hombre bajó del auto con una cara de culo que espantaba. El
comisario hizo acopio de toda la diplomacia de que era capaz.
— No quiero
demorarlos mucho.
— Se lo voy a
agradecer— el tipo cogoteaba para todos lados.
¿Te preocupa que caiga la prensa? Si yo estuviera en tus
pantalones y en tu despacho, también estaría preocupado.
— ¿A qué hora
llegaron?
— Hace media hora,
más o menos. Toqué timbre, toqué bocina, después llamé por celular, y nada.
Entonces entré y lo encontré tirado en el piso.
— ¿La puerta estaba
sin llave?
— Sí.
— ¿No le pareció
raro?
— Y... sí.
— ¿Fue a algún otro
sitio de la casa?
— No. Volví a salir
y los llamé a ustedes desde el celular.
— ¿La señora bajó
del auto?
— No. En ningún
momento.
— ¿Cómo conoció a
Saguie?
— Yo no lo conocía:
me lo recomendó un amigo.
— ¿Cuándo lo
contactó?
— Lo llamé por
teléfono la semana pasada, para... — vaciló en la elección del término—,
reservar. Tendría que haber venido ayer a la noche, pero resultó que ya me
había comprometido para la comida anual del Hospital de Niños y no podía
faltar. Llamé y le dejé mensaje en el contestador, que pasaba la reserva para
hoy a la tarde, que me avisara si había algún inconveniente. Como no me avisó,
me vine.
El tipo hablaba
cada vez más rápido, mientras miraba a todas partes, como si esperara que le
pegaran un tiro desde detrás de un árbol. Ese día había ido a su despacho,
desde las nueve hasta las dos y media. Después había pasado a buscar a su
acompañante y había venido para lo de Saguie.
— Puede llamar a
mis asistentes y le van a confirmar todo. Estamos por empezar la campaña, tengo
una agenda apretada.
— Espéreme cinco
minutos, nada más.
El tipo alargó el
morro pero se sentó en el auto sin decir mu. Martello avisó a los de la
patrulla que vigilaran que los tórtolos se quedaran en donde estaban. No quería
que se fueran hasta que llegara el forense.
— Y si cae alguno
de la prensa, le dan el raje. Que ni se acerque al auto, ¿se entendió?
Los uniformados
asintieron al mismo tiempo y pusieron cara de bulldog. El comisario dio media
vuelta y entró a la casa, poniéndose los guantes descartables.
El cuerpo de Saguie
yacía en posición decúbito ventral, con las piernas y los brazos separados del
cuerpo, como si se hubiera caído. Todavía tenía los ojos abiertos.
En la sala no había
señales de aparato telefónico alguno. Fue hasta la puerta que comunicaba con
los corredores del chalet y buscó la cocina. Ahí tampoco había teléfono. Abrió
la heladera: dos botellas de champagne de muy buena marca; jugos envasados,
gaseosas "light", ¡latitas de caviar! y otras delikatessen.
Comida para gatos de raza, ironizó
Martello. Pero no había rastros de insulina.
Era imposible, casi suicida, que el viejo se hubiera quedado sin
medicación.
Salió de la cocina
y rumbeó para el interior de la casa, que no conocía. Abrió una puerta: el
dormitorio de Saguie. Volvió a cerrar. ¿Dónde estaría el "nidito de
amor"? Al final del corredor había una escalera. Subió hasta una puerta
cerrada. La abrió y encontró un pequeño recibidor alfombrado y con dos puertas.
Una daba a un baño compartimentado y lujoso, con una bañera doble con hidromasaje,
empotrada en el suelo. En una canastita, había un frasco de espuma de baño,
shampúes, cremas, jabones y adminículos de tocador. La otra daba acceso a una suite de dos
ambientes, tan espectacular como el baño: un estar-comedor y un dormitorio. Se
acercó a la cama king: tenía las
sábanas puestas y perfumadas.
¿Dónde carajo está el teléfono?
Cuando bajó, los
fotógrafos forenses ya estaban trabajando y Lynch estaba junto al cadáver.
Martello se acercó y el patólogo no esperó a que le preguntara.
— El deceso se produjo hace unas doce horas,
aproximadamente.
— ¿Algún indicio
sobre la causa de muerte?
— No hay golpes
aparentes, ni herida de arma blanca o de fuego, o señales de violencia...—
Lynch examinaba el brazo izquierdo con cara de circunstancias.
— Era diabético
insulinodependiente— aclaró el comisario y el forense asintió.
— Habrá que indagar
la posibilidad de un coma.
Uno de los
asistentes del forense los llamó: en la mano enguantada sostenía un teléfono
celular.
— Lo tenía en el
bolsillo interno de la campera.
Martello abrió el
aparato y entró al menú de funciones. No había nada en "Mensajes
recibidos", pero sí en "Correo de voz". Rezó porque el correo no
tuviera clave, pero el Flaco de Arriba debía estar ocupado en otra cosa, porque
la pantallita pidió la clave de acceso.
Y la puta que la parió.
Probó con la más
salame de todas: "1-2-3-4" . Nada. Después, probó con las cuatro
últimas cifras del número de línea. Nada. Mierda.
¿Qué hacía, esperaba a que los de la Científica se llevaran los laureles
por aplicar sus algoritmos de desbloqueo de claves?
Un último intento.
Miró la vitrina y,
porque no se le ocurría otra cosa, probó con "1-9-6-2". "No hay
mensajes nuevos en su correo de voz", dijo la computadora del sistema de
telefonía celular, y Martello disfrutó del triunfo microscópico durante casi un
segundo.
¿No hay mensajes nuevos? Mierda. ¿Habrá alguno guardado?
"Presione 1
para escuchar su primer correo de voz guardado", y él, obediente, presionó
el 1. Después de la fecha y la hora, se oía la voz del peso pesado avisando que
pasaba la cita para el día siguiente. El tipo no había mentido. "Presione 7 para escuchar otros
mensajes". "No tiene mensajes en su casilla de correo de voz". Gracias, señorita computadora del sistema.
Guardó el
telefonito en una bolsa de plástico. El peso pesado podía irse y preservar su
imagen pública, pero antes... Martello corrió de regreso al departamentito de
la planta alta. Quería encontrar lo que buscaba antes de que llegaran los de la
Científica. Volvió al baño y al dormitorio y se detuvo un rato en cada uno.
Después voló a la cocina, a buscar las escaleras que llevaban a las
dependencias de servicio. De acuerdo con sus cálculos, esas habitaciones tenían
que estar detrás del departamento. Comprobó que estaba en lo cierto, y que, tal
como había supuesto, los espejos del dormitorio y el baño eran como los de las
salas de interrogatorio o de identificación de testigos. Sin embargo, en la
habitación faltaba lo más importante: la cámara de video y las grabaciones.
Quienes se las habían llevado, no se habían tomado el trabajo de limpiar el
polvo de los estantes y en donde habían estado las cajas de VHS ahora había
marquitas minuciosamente paralelas. Ahora estaba seguro de que habían asesinado
al viejo para llevarse los videos.
Salió de la casa.
Los de la Científica acababan de llegar.
Un grupo rodeó el chalet con precintos y otro empezó a bajar maletines
de una camioneta con la identificación policial.
Se ve que les compraron equipo nuevo y
están calientes por estrenarlo.
Los de la morgue
estaban cargando la bolsa negra en la ambulancia, y Martello corrió para
alcanzar a Lynch, que estaba a punto de subir al auto oficial.
— Diga, comisario.
— ¿Cómo se puede
matar a un diabético? Quiero decir, sin emplear la violencia.
— Lo más fácil es
cambiarle la dosis de insulina. Una dosis demasiado alta es tan mortal como una
transfusión de glucosa.
— ¿Es detectable?
— Sí, si uno sabe
lo que tiene que buscar.
— Si no...
— Pasa — Lynch se
encogió de hombros—. Un insulinodependiente de la edad de Saguie vive en un
equilibrio muy frágil.
— ¿Puede buscar?
Lynch se lo quedó
mirando y levantó una ceja.
— ¿Está seguro?
— Completamente.
El forense asintió
sin hablar y se fue detrás de la ambulancia.
Martello se acercó
al auto de puta madre. El hombre bajó sin que se lo pidiera.
— ¿Podría abrir el
baúl del auto, por favor?
El tipo lo miró con
cara extrañada pero abrió. No había nada comprometedor dentro y Martello se
permitió un suspirito: no tenía ganas de encanar por sospecha de robo y
homicidio al muy probablemente futuro gobernador de la provincia.
— Gracias. Rutina,
nada más— se excusó y el otro lo miró con cara de "a éste le falta un
tornillo", sin saber de lo que se había salvado.
— Una cosa más.
¿Puedo saber el nombre del amigo que le recomendó a Saguie?
El hombre apretó
los labios.
— Preferiría no
tener que hacerlo.
— ¿Se da cuenta que
ese nombre puede ser parte de su coartada?
El tipo se puso
bordó.
La palabra "coartada" siempre surte un efecto
intimidatorio, Martello filosofó colateralmente mientras
esperaba la respuesta del tipo.
— Escuche, yo no
quiero comprometer a nadie... Se imagina que... la gente que conoce este lugar,
viene... cómo decirlo...
— De contrabando—
Martello colaboró con el enunciado.
Eso, usted entiende. Mire, esto...— hizo un
ademán hacia el auto —, no es, cómo decirlo, nada permanente, ¿me entiende?
Una... una escapada.
— Usted no quiere
comprometer a nadie, pero si se hubiera hecho la "escapada" ayer,
ahora estaría en medio de un flor de despelote.
— ¿Por qué? — el
tipo se puso en guardia.
— ¿Quién sabía que
usted tenía que venir ayer? — insistió el comisario.
— ¡Nadie!
— Nadie, no. Saguie
sabía. Y alguien más, también. Piense.
El otro meneó la
cabeza antes de hablar.
— Mis asistentes.
Pero pongo las manos en el fuego por ellos. Son de fierro.
Martello enarcó una
ceja, dubitativo, pero no dijo nada. Sacó una tarjeta personal del bolsillo
interior del saco y se la dio al hombre.
— Llámeme. Es mi
número privado. Escúcheme — detuvo al tipo, que estaba empezando a protestar —.
Sé que no me mintió con lo de la llamada y quiero devolverle la atención. Tengo
la impresión de que quisieron hacerle una cama. Si hubiera venido ayer, hoy se
habría despertado con un cadáver en la planta baja.
El hombre abrió la
boca como si le hubieran pegado un derechazo en el hígado, y palideció. pero se
recompuso y la expresión se le volvió oscura. La expresión de alguien a quien
es mejor tener de amigo que de enemigo.
— Gracias. Lo voy a
tener muy en cuenta— le tendió la mano y Martello se la estrechó con una
sonrisa de circunstancias.
Bueno, si llega a ganar las elecciones... Uno nunca sabe.
Se acercó a los de
la Científica para darles la bolsita de plástico con el celular de Saguie, se
subió a su auto y volvió a la Regional.
Cuando llegó, los
agentes del orden del turno le estaban pasando la posta a los de la noche.
Preguntó por las novedades, y le respondieron que ninguna. Miró la hora. Pensándolo bien, yo también me puedo ir a
casa. Basta por hoy.
Estaba cabeceando
frente al televisor cuando sonó el celular. Era Magda.
— ¿Cómo estás?
— Medio dormido...
— Pobrecito...
¿Mucho trabajo?
— Están decididos a
no dejarme vivir en paz — le contó de la muerte de Saguie, sin entrar en
detalles.
— Bueno, entonces,
te perdono que no hayas llamado.
Se despidieron con
un beso y Martello corrió a meterse en la cama. No sería la primera vez que
pasara la noche en un sofá, de puro cansancio.
"Balcón", M.C. Escher - Digital Commonwealth |
La mañana del
sábado se presentó inusualmente bella y tibia. Martello sabía que Lynch no
enviaría el informe antes del lunes, así que se ahorró el trámite de pasar por
la Regional.
Total, para joderme está el celular.
Mientras tanto,
podía dedicar su atención a otros asuntos pendientes, como por ejemplo,
verificar su teoría acerca de la muerte de González y sus constantes
violaciones al noveno mandamiento.
No desearás la mujer de tu prójimo.
El chalet de los
Straub pertenecía a la belle epoque
de la ciudad y había resistido el paso del tiempo gracias a la nobleza de la
construcción. Pero si uno se tomaba el trabajo de mirar de cerca, enseguida se
encontraban señales de deterioro y descuido. Persianas despintadas, ventanas
con signos de herrumbre y con rajaduras en los vidrios; alguna que otra teja
desplazada de su lugar original, y que seguramente se correspondería con una
gotera.
Buscó en vano el
pulsador del timbre.
Parece que cuando se construyó la casa, no se había
inventado.
Golpeó varias veces
a la puerta; golpeó las manos. Estaba a punto de gritar "¡Buenas y
santas!" cuando la puerta se entreabrió y lo espiaron desde dentro.
— Buenos días, soy
el comisario Martello.
El que había
abierto la puerta era Alberto Straub, de entrecasa y con el diario en la mano.
— ¡Qué sorpresa,
comisario! — Straub sonrió y después compuso la cara adecuada a las
circunstancias.— ¿Algún problema?
— En absoluto. Nada
más quería charlar un momento con usted.
Straub lo invitó a
pasar a una habitación de la planta baja, que definió como "mi
estudio". El comisario dedujo que la persiana llevaba años sin moverse de
su posición en la mitad de la ventana, y que el olor a tierra provenía de los
cortinados.
— ¿Algún tema de la
cooperadora policial? — preguntó Straub, acomodándose detrás de un escritorio
que había conocido tiempos más benévolos.
Martello negó con
la cabeza.
— Estoy tratando de
cerrar un caso y quisiera verificar algunas teorías que tengo — dijo, y se echó
hacia atrás en la silla, que crujió por el atrevimiento.
— Usted dirá.
— Ayer por la
mañana, su mujer vino a la Regional a hacer una denuncia por malos tratos.—
Miró a los ojos a Straub, a quien la información le endureció la boca.
— Fue un malentendido
— Straub restalló.
— Un malentendido
que le dejó un lindo hematoma en la cara.
Straub enrojeció y
trató de interrumpir pero él no le hizo caso y siguió.
— No soy consejero
matrimonial así que si tienen problemas, espero que puedan resolverlos sin
intervención externa de ninguna clase, y mucho menos, la policial. Pero un
comentario que hizo su mujer más algunas otras cosas, me llamaron la atención sobre un hecho en
particular.
Hizo una pausa para
apreciar el efecto de lo que estaba diciendo en el otro. Seguro de que el
hombre le prestaba toda su irritada atención, Martello continuó.
— La noche en que
Lauro González murió, Russo y usted lo llamaron al celular varias veces.
— Creí que ya
habíamos aclarado ese asunto — interrumpió Straub.
— Me gustaría
aclararlo un poco más —lo paró en seco —. Hay algo que no me termina de cerrar.
Si querían hablar de plata con él, ¿por qué se escaparía? No tiene mucho
sentido.
— ¡Yo qué sé!
Estaba medio borracho— retrucó Straub.
— Totalmente de
acuerdo con eso. Y en ese estado, algo pasó que lo asustó lo suficiente como
para que acelerara hasta matarse— se inclinó hacia el escritorio y Straub
retrocedió apenas—. ¿Para qué lo
llamaron?
— Ya se lo dije,
por el tema del préstamo...
— No. Si usted o
Russo hubieran mencionado la palabra "préstamo", González estaría
vivo— y María del Carmen Ayala, muerta, pero no se lo dijo.
— ¿Qué quiere
decir?
— González estaba
demasiado apurado por irse esa noche. No es muy razonable que alguien que
necesita plata desesperadamente, huya de la gente que puede prestársela. ¿O se
estaba escapando de los acompañantes de esa gente?
Straub apretó tanto
los dientes que los huesos de las mandíbulas se le marcaron bajo la piel.
Martello continuó.
— ¿Por qué lo
llamaron esa noche con tanta insistencia? ¿Qué había hecho Lauro González para
que ustedes se tomaran la molestia de seguirlo por toda la ciudad?
— Me parece que
está imaginando cosas, comisario— Straub amagó a incorporarse, pero Martello se
acomodó y cruzó las piernas. Straub volvió a sentarse, erguido como un palo.
— Puede ser. A ver
qué le parece esto que estoy imaginando. Ustedes querían hablar con González,
pero no de plata. Tuvieron la suerte de que Koppf saliera al paso con la
versión del préstamo. Podría haber pasado, y yo mismo me la hubiera tragado, de
no haber sido por la presencia de Saguie en la reunión. ¿Por qué iba Saguie con
ustedes en el auto? ¿No sería que el viejo les había proporcionado cierta
información y ustedes querían confrontarla con Lauro González? Por lo que sé,
la información que podía ofrecer Saguie era muy específica y muy bien
documentada.
Había mandado un
farol a medias: la posible relación entre Saguie y los secuaces de Koppf se le
acababa de ocurrir y resultaba plausible. La cara de Straub le dijo que estaba
en lo cierto.
— Yo no lo maté—
murmuró el hombre.
— Cierto, y no lo
estoy acusando. Nada más quiero saber qué pasó esa noche.
El otro no hablaba.
Martello arriesgó de nuevo.
— Hagamos así: yo
le digo lo que pienso que pasó y usted dice "sí" o "no".
— Y después me
manda en cana por homicidio preterintencional. No, gracias.
— Así que habló con
su abogado, después de todo.
Straub le lanzó una ojeada negra.
— Hizo bien. No
pienso usar nada de esto para acusar a nadie. Nada más estoy probando una
teoría. No hable si no quiere, pero escuche. González era cliente de Koppf y de
Saguie. Koppf y Saguie mantienen una relación comercial ligada a cierta
información específica que Saguie consigue. Gracias a esa información, Koppf se
entera de ciertas indiscreciones de González, que involucran a dos damas
casadas con sendos baluartes de la sociedad local y amigos de Koppf.
Si Martello deslizó
un poquito así de ironía en las palabras, Straub no acusó recibo. El comisario
continuó.
— Koppf invita a a
sus dos amigos a cenar con él y con Saguie, para ponerlos al corriente de la
situación. Quiere la casualidad que en una mesa vecina, González esté cenando
con una autoridad policial que en estos momentos no viene al caso mencionar.
González, que come cualquier cosa menos vidrio, se da cuenta de la situación y
trata de irse lo más rápido que pueda. Los amigos de Koppf, directos
damnificados por las indiscreciones de González, lo siguen. Koppf y Saguie los
acompañan. Llaman por celular a González para amenazarlo con cortarle las
pelotas si persiste en su actitud hacia las damas antes mencionadas; González
corta una vez, dos veces, y a la tercera, mientras los ve aparecer por el espejo
retrovisor, se estrella con el auto. Fin de la historia.
Straub se miró las
manos durante un rato largo.
— ¿ Qué le dijo
Saguie? ¿ O fue Koppf?
Martello supo que
había ganado la apuesta.
— No viene al caso
lo que me hayan dicho. Y como le dije antes, no vine a acusarlo de nada. Es
nada más que una teoría que quería comprobar — se puso de pie. Straub también
se levantó y era evidente lo afectado que estaba.
— ¿Va a ir a verlo
también a Humberto? — Straub preguntaba por su compinche, Russo.
— ¿Es necesario?—
preguntó el comisario.
El otro negó con la
cabeza.
Martello se estaba
subiendo al auto cuando Straub se acercó corriendo.
— ¿Para qué hizo
todo esto?
— Para que María
del Carmen Ayala no cargue con un crimen que no cometió.
— ¿Y entonces,
quién...?
— Lo único que
puedo decirle por ahora, es que Lauro González hizo mal los cálculos y murió en
un accidente.
— No entiendo.
— No importa.
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