"Cáscara" - M.C.Escher - DigitalCommonwealth
Gracias a Dios, el
fin de semana había pasado rápido. Con tanto ajetreo criminalístico, Martello
había estado a punto de olvidarse del operativo "Festival". Menos mal
que Bustos lo había llamado para preguntarle por los agentes destinados al
predio. Volvió corriendo a la Regional, sacó las planillas de abajo de una pila
de papeles, armó los turnos y despachó a los uniformados justo a tiempo para la
entrada del intendente. Tuvo que hacer acto de presencia y aguantarse el
desfile de las delegaciones vestidas con trajes típicos, al ritmo del pericón
nacional. Durante esos dos días, el público se empachaba de danzas folklóricas,
choripanes y empanadas, todo bien regado con tinto bien helado, y amenizado por
conjuntos tradicionalistas que desgranaban zambas y chacareras entre
presentaciones de los ballets y para deleite de la concurrencia. El comisario
tuvo que ponerle cara de perro a un par de efectivos que, enfervorizados con
pasión telúrica, aullaban a voz en cuello la "López Pereyra".
Martello se comió
un choripán a las tres y media de la mañana del sábado y a las cuatro se le
incendió el estómago. Tuvo que esperar hasta las ocho a que abriera la farmacia
de turno, para comprar un sobrecito de sales efervescentes, porque hasta los
kioskos estaban cerrados. A las nueve, mandó a un agente a comprarle una tira
de antiácidos. A las diez, empezó a pensar seriamente en comprar un balde de
ranitidina. A las once, rendido ante lo inevitable, vomitó. Corrió a mirarse al
espejo para comprobar que tenía todos los órganos en su lugar, y verificar que
el exabrupto gástrico había vapuleado más su dignidad que su apostura.
El domingo
transcurrió en similares condiciones al sábado, a excepción de las ingestas del
comisario, que se mantuvo prudentemente alejado de las viandas autóctonas y
optó por un pebete de jamón y queso y agua mineral sin gas.
La cuenta final dio
cinco demorados por ebriedad, dos por riña callejera y cuatro por amigos de lo
ajeno. Nada digno de salir en los diarios, más allá del "renovado éxito
que se repite año a año, cada vez con más participantes de primerísimo nivel",
como insistía el locutor y maestro de ceremonias. El festival terminó a las
diez de la noche; a las once y media, el predio quedó vacío y cerrado, y el
personal policial constituído en el lugar, se retiró bien pasadas las doce de
la noche.
Martello estaba
muerto de hambre cuando se subió al auto. Con un hilo de esperanza, llamó a
"El Belvedere".
— ¿Me vas a dar de
comer? — preguntó al escuchar la voz de Magda.
— Si te disculpás
por tus pésimos modales telefónicos...
— Tengo hambre. No
puedo tener buenos modales.
— Está bien, por
esta vez te perdono.
Magda le puso
delante un plato pantagruélico de ravioles verdes. El relleno de calabaza y
mascarpone era suavísimo, y la salsa de hongos, perfecta, pero él pudo apreciar
el conjunto sólo cuando hubo devorado la mitad de la porción. A salvo de la
inanición, se sintió en condiciones de comportarse socialmente.
—¿Cómo anduvo el
fin de semana?
— Como la mona. Con
el chiste del festival, se quedan todos metidos ahí adentro, embuchándose
empanadas fritas en grasa y sandwiches de chorizo — Magda suspiró y se removió
en la silla—. Voy a cerrar. Hasta diciembre por lo menos.
— Está muy duro,
¿no?
— Ya no puedo
seguir cubriendo los gastos. Estoy perdiendo plata.
Él asintió meneando
la cabeza.
— ¿Y mientras
tanto, qué vas a hacer?
— No sé. Darme una
vuelta por Buenos Aires, supongo. Actualizarme, ir a los restaurantes de moda a
ver qué se come... Conseguir un comprador para "El Belvedere"— lo
dijo mirándolo desde debajo de las cejas.
— ¿Querés vender? —
él preguntó y no supo porqué se le había hecho un nudo en la garganta.
— No funciona. O yo
no sé hacerlo funcionar — ella dejó pasar un silencio y continuó —. Cuando
empecé con el proyecto, todos con los que hablé se llenaron la boca hablando
del éxito que tendría un lugar así; que la ciudad necesitaba de estos
emprendimientos; que la gastronomía local ya no daba para más... Todos esos
vinieron a la inauguración a comer gratis y nunca volvieron. Y ya ves: siguen
prefiriendo el asado, las empanadas y el vitel thonné.
— Y no te olvides
del pollo al champignon — intercaló él como para cortar el clima denso que se
había generado.
— No, no me olvidé—
ella sonrió de costado —. En fin: por lo menos, la propiedad conservó el valor
inmobiliario. Entre eso, y la venta del equipamiento gastronómico, puede ser
que salga sin perder tanto.
Martello no la
miraba y sabía que Magda no lo miraba. La siguiente pregunta la hizo sin
pensar.
— ¿Cómo compraste
la casa?
— Gaudet se ocupó
de buscarla. Él fue uno de los que me convenció de invertir acá.
La mención del
empresario le provocó un pinchazo de remordimiento. Con tanto finado al voleo,
había dejado de lado la investigación de su asesinato. Tenía la excusa del
estudio de ADN, pero eso no lo disculpaba. Se prometió retomarla al día
siguiente, sin falta. Aunque también estaba pendiente el asunto de Saguie.
¿Cuándo carajo le mandarían más oficiales? Había pedido un subcomisario que
reemplazara al que había sido transferido justo antes que él se hiciera cargo
del puesto, y todavía se lo debían. Sacudió la cabeza y volvió a la
conversación.
— Bueno, por lo
menos Gaudet venía a comer.
Magda torció la
boca, encogió un hombro y meneó la cabeza, y él trató de arreglar la metida de
pata que acababa de cometer sin conocer el motivo.
—Yo vine invitado
por él.
— Me acuerdo — ella le dedicó una mirada dulce —. Fue la
única vez que no me molestó que Gaudet me hinchara las pelotas con sus
recomendaciones, sugerencias y pedidos fuera de carta.
¿Le había parecido
a él, o cada vez que nombraba a Gaudet, los ojos de Magda se ensombrecían?
Deshechó la idea y le tomó una mano por encima de la mesa para hacerle la
siguiente pregunta.
— ¿Entonces... te
vas? — había mucho más que eso en la pregunta.
Ella lo miró y los
ojos se le volvieron de oro líquido cuando le respondió.
— Vivo de esto. Si
no puedo vivir acá, tendré que ir a trabajar a otra parte.
Hubo una pausa.
— Te voy a
extrañar— murmuró él.
Ella se levantó de
su silla y lo abrazó.
— Todavía no me
fui.
****
Martello llegó a la
Regional más temprano que de costumbre. Había pasado la noche con Magda y
conservaba el tacto de su piel en el cuerpo. No habían hablado; nada más se
habían encamado casi con desesperación. Él llegó a su casa arrepentido de no
haber dicho nada, ni entonces, ni antes.
¿Y qué le hubiera pedido?,
se había preguntado mientras se duchaba.
No se habían hecho
ninguna promesa, se recordó. ¿Y entonces, por qué esa desazón? ¿Qué más quería
él que una relación sin consecuencias, que no lo jodiera? ¿No había tenido
bastante con Laura? La razón fría le decía que lo mejor que le podía pasar era
un touch and go. El sarcasmo no le resultó.
En la Regional
todavía no había empezado el habitual barullo mañanero, y pensó que era una
buena oportunidad para sentarse a trabajar sin interrupciones y no pensar
boludeces. ¿Qué era lo más urgente? Sin duda, la muerte de Saguie. Ahí había
metida gente con la que no se jodía, así que tendría que andar con pies de
plomo.
Sacó el anotador y
empezó a hacer cuentas. El peso pesado había llegado a lo de Saguie a eso de
las cuatro de la tarde, cuando el viejo llevaba unas doce horas de muerto.
Trató de imaginar las actividades de Saguie durante las horas previas a su
muerte. ¿Cómo trabajaría el viejo? Armó un esquema posible: recibía a los
"amigos", los alojaba, les guardaba el auto en la cochera cerrada
para evitar indiscreciones que no fueran las suyas. Preparaba la comida: cena,
almuerzo, desayuno, aperitivos.
El tipo es un buen chef amateur. ¿Entra a las
habitaciones a dejar la comida? No, debe dejarla en el recibidor. Toc, toc, la
mesa está servida. Después, se dedica a sus aficiones cinematográficas. No se
queda mirando: no es un voyeur. Prepara las cámaras, pone los casetes y se va a
dormir.
El timbrazo del
interno le hizo soltar el lápiz.
— El doctor Ramírez
Lynch, comisario — avisó Cáceres cuando le pasó la comunicación.
Lynch tenía la
confirmación de sus suposiciones. Saguie había muerto de una embolia pulmonar
severa acompañada por hipoglucemia aguda, todo provocado por sobredosis de
insulina coadyuvada con un beta-bloqueante. ¿Cuánto demoraban el coma y la
muerte en esas condiciones?, quiso saber el comisario y se sorprendió ante la
información: diez o quince minutos para entrar en shock hipoglucémico, media
hora más para la muerte, seguramente menos gracias al beta-bloqueante.
— ¿La sobredosis
hubiera bastado para matarlo? — preguntó mientras anotaba los datos que Lynch le
pasaba.
— A lo sumo hubiera
tenido una agonía un poco más larga — confirmó el forense.
Los responsables se
habían asegurado el resultado.
Antes de cortar,
Martello le preguntó si tenía novedades de los resultados de ADN de Gaudet y
Lynch prometió ponerse en contacto con el laboratorio.
Martello retomó su
anotador.
¿Qué pasó esa noche? El viejo entra en coma por una
sobredosis. El asesino entra a la casa,
roba la cámara y los videos. Ahí se da cuenta de que el huésped no está, pero
no puede hacer nada y se va con el botín. El que le encargó el trabajito putea
porque no pudo llevar a cabo todo lo planeado, que incluía joder a su enemigo
político. Pero eso era un bonus extra: le basta con recuperar sus propias
filmaciones. Todo muy lindo pero... ¿cómo se hace para que alguien que conoce
de memoria su medicación, se equivoque y se inyecte accidentalmente una
sobredosis?
Uno, el asesino
entró a la casa mediante engaño o por la fuerza, e inyectó personalmente a
Saguie.
En ese caso, el viejo se hubiera resistido y debería
haber alguna señal de violencia en la casa.
Pero si el asesino
actuó suponiendo que Saguie tenía huéspedes, hubiera sido muy riesgoso: ¿si a
los tipos les daba por salir o por pedir algo justo cuando estaba liquidando al
viejo? ¿Qué hacía, los liquidaba a ellos también? ¿Aun cuando el que se suponía
que estaba de trampa fuese...? No, era una locura. Descartó la hipótesis de
plano.
Segunda
posibilidad: que el mismo Saguie se hubiera inyectado la mezcla de drogas, sin
saberlo. ¿Le habían cambiado las ampollas?
¡Mierda! ¡Por eso no había ni una sola en la heladera!
Era más sutil, pero
infinitamente más retorcido. Y peligroso, porque implicaba a mucha más gente:
el que preparaba la mezcla explosiva de drogas; el que le vendía a Saguie las
ampollas adulteradas; el que entraba a la casa a robar; el que se beneficiaba
con la muerte del viejo y la recuperación de los videos... ¿Por dónde empezaba?
Llamó a Álvarez. El
agente se presentó en posición de firmes, sin hacer contacto visual.
— Álvarez, vaya a
todas las farmacias y pregunte si Santiago Saguie les compraba insulina, con
qué frecuencia y qué dosis, y si la retiraba él o se la enviaban a domicilio.
Álvarez,
compenetrado con su rol de investigador, chocó los talones, dio media vuelta y
salió al trote.
Mirálo vos al pibe. Estaba esperando una oportunidad.
No esperaba que le
trajera la información enseguida: en la ciudad había más farmacias que
pizzerías.
Golpearon, él dijo
"pase" y Cáceres asomó su humanidad cuasiesférica. Entre sus dedos de
morcilla, el cabo sostenía respetuosamente un sobre grueso con el escudo de la
policía de la provincia.
— Señor — le tendió
el sobre —, acaban de traerlo con el correo interno.
El cabo se quedó en
posición de firmes, aguantando la respiración mientras trataba de atravesar el
papel con la mirada. No sería la primera vez que una reestructuración se
circularizara sin aviso previo y que hubiera que dar el pésame al superior que
acababa de ser defenestrado epistolarmente.
Martello abrió el
sobre fatídico. No era la reestructuración: eran las planillas para los
operativos del verano. Por lo visto, los de Central estaban decididos a mostrar
que la provincia era un lugar seguro para pasar las vacaciones en familia. El
comisario suspiró.
De buenas intenciones está empedrado el camino del
infierno.
Ya conocía el paño:
armaría los operativos y pediría los efectivos y el equipamiento adicionales,
que terminarían destinados a alguna localidad más importante.
Porque tiene que haber presencia policial en las calles
pero ahí en donde se note, no seamos tan salames. Y además, tampoco hay tantos
efectivos. Muchos
caciques y pocos indios.
Después, cuando los
intendentes se quejaran por los robos en casas alquiladas para la temporada, o
los bolsiqueos durante los festivales y shows al aire libre; cuando en esos
mismos festivales, los borrachos habituales y los dealers ocasionales
embarraran las respectivas canchas; cuando los accidentes en ruta aumentaran en
proporción a la cantidad de visitantes apurados por llegar o por irse;
entonces, los funcionarios de Central les tirarían de las pelotas a los
comisarios de cada Zonal y cada Regional y los cambiarían de destino, a ver si
aprendían de una buena vez.
Martello resopló y
revoleó las planillas encima de la bandeja de "Pendientes". Iba a
retomar sus anotaciones cuando se acordó del pobre Cáceres, sudando por no
saber si seguía a las órdenes del comisario Hugo O. Martello, o si debería
aprender al galope los hábitos del nuevo oficial a cargo.
Y ya se sabe, más vale malo conocido...
— Es la
planificación para la temporada — sonrió y Cáceres se relajó.
— ¿Le traigo un
cafecito?
— Bueno, gracias.
Y allá iba el cabo,
presuroso, a pasar el dato: Martello seguía al frente de la Regional, por lo
menos hasta el final de la temporada. No había terminado de abrir el anotador
cuando golpearon de nuevo.
— Pase.
Era Álvarez, con
cara de traer información importante.
— Señor, el occiso
Saguie no adquiría insulina en ninguno de los establecimientos de la ciudad,
porque se la enviaban desde la capital — Martello frunció el ceño y Álvarez
interpretó correctamente el gesto —. Desde el Ministerio de Salud de la
provincia.
Bien. Resultó tener madera; habrá que tenerlo en cuenta.
— ¿Dónde obtuvo la
información? — preguntó, en su papel de oficial de los cuadros superiores.
— En la farmacia
Villalba de la avenida. Saguie se tomaba ahí la presión y compraba alguna que
otra pavadita, y retiraba los medicamentos que le mandaban desde el Ministerio. Me lo confirmó Abelardo, el encargado.
Las farmacias
"Villalba" eran una institución en la región. Había farmacéuticos
Villalba desde la época de la colonia, cuando todavía se los llamaba
boticarios. Eran gente respetable, así que no había motivos para poner en duda
los datos proporcionados por ellos o sus dependientes.
— Muchas gracias,
Álvarez. La información es muy útil. Muy útil — repitió.
Álvarez sonrió y
salió con los botones del uniforme a punto de saltarle de puro orgullo.
El comisario sacó
la guía telefónica y empezó a llamar a todos los teléfonos del ministerio,
tratando de averiguar varias cosas a la vez.
Paciencia: es una repartición pública, se
dijo cuando lo dejaron en espera musical por quinta vez. Cuando ya desesperaba
de conseguir algún dato que sirviera, una secretaria le tuvo piedad. El
Ministerio sí proporcionaba medicamentos, pero únicamente en casos especiales,
por lo general derivados por el servicio social. Obediente, Martello se comunicó con el
servicio ad hoc y se dio de trompa contra la burocracia, en este caso, del
estado provincial. Los expedientes no eran públicos. No podían darle
información telefónica sobre ningún beneficiario. Cualquier dato que
necesitara, debía solicitarse por escrito y en forma oficial. Desesperado por
una respuesta, preguntó cómo se obtenían los beneficios. Si deseaba presentar
una solicitud, debía hacerlo personalmente y con un formulario que le
entregarían en mesa de entradas. El otorgamiento estaba sujeto a las
evaluaciones de un trabajador social de la división y de la junta médica.
Sin saber por dónde
seguir, llamó a la jueza de paz Iraola, que resultó bastante más ilustrativa
que los empleados del Ministerio. Como trabajadora social, se había encargado en su momento de casos de provisión de medicamentos.
¿Cualquiera podía ser beneficiario? Claro que no: el Ministerio no estaba en
condiciones de proveer gratuitamente a toda la población y tampoco era ese el
objetivo. Se daba prioridad a los menores; a los indigentes; a personas con
familiares discapacitados, con enfermedades terminales o que necesitaban
trasplantes; luego venían los usuarios de drogas oncológicas, tratamiento de
HIV y de medicamentos importados que no existían en plaza. Todo debidamente
respaldado por información sobre situación socioeconómica del peticionante y el
paciente, factibilidad de obtención de las drogas y todo el resto de requisitos
interminables y muchas veces, incumplibles. A veces, la gente tenía el mal
gusto de morirse antes de que el Ministerio le entregara los medicamentos.
Y no siempre se
concedían, puntualizó Iraola, con cierto retintín irritado en la voz. ¿Los diabéticos podían ser beneficiarios? La
jueza se sorprendió. La insulina era relativamente accesible. Los pocos casos
que ella había conocido, correspondían a personas de escasos o ningún recurso
económico. Además, los hospitales zonales y regionales podían abastecer la
insulina para esos casos, sin recurrir
al Ministerio. Y nada garantizaba la continuidad de las entregas del
Ministerio, ya lo sabía ella por los reclamos constantes. Él también lo sabía,
gracias a los noticieros. Le dio las gracias y se despidieron.
Así que no era tan
fácil hacerse de medicamentos gratuitos proporcionados por el Ministerio.
Tampoco se podía estar seguro de que la provisión se hiciera en tiempo y forma,
algo de crucial importancia para un insulinodependiente. Saguie no parecía
sufrir de estrecheces económicas; tampoco necesitaba medicación difícil de
conseguir. Entonces, ¿por qué? La
respuesta llegó sigilosa: porque alguien le estaba haciendo o pagando un favor. Siguiente pregunta: ¿Quién? No parecía
muy probable que fuera un pinche, dadas las características del servicio. La
orden tenía que venir de más arriba. ¿Cuán arriba? De la posición del
"arriba" dependían las siguientes deducciones.
En primer
lugar, lo más probable es que el de “arriba”
fuera cliente de Saguie. Segundo, de alguna manera, sabía de la información
confidencial que el viejo coleccionaba. ¿Saguie lo habría chantajeado con los
videos, así de frente?
No parece haber sido su modus operandi. Lo más probable
es que vendiera su información a quien la pagara mejor.
Y hablando de
pagar, ¿dónde estaría la plata? Porque la cantidad de videos que denunciaban
las marquitas de polvo en los estantes era señal de unas cuantas horas de
grabación, a las que sin duda habría sacado provecho.
Hasta esta última vez. Fuiste demasiado lejos o demasiado
alto, Saguie.
Y en cuanto a la
plata...
¿Koppf? ¿Por qué no? Una financiera "informal"
con dos socios: uno visible, otro invisible.
Si esa posibilidad
era cierta, ¿qué más sabría Koppf de las actividades de Saguie? ¿Lo suficiente
como para que también tuviera buenas posibilidades de convertirse él mismo en
cadáver? Una sensación de extrema incomodidad se le escurrió por la entrepierna. Uno más de quien ocuparse.
Lamentablemente,
había sujetos de los que tenía que ocuparse con prioridad mucho más alta que
Koppf. Por ejemplo, el peso pesado. Un tipo de ese nivel sólo hubiera aceptado
una "recomendación" semejante de parte de uno de sus pares. ¿Cuál de
todos esos estaba en posición de pedir favores al Ministerio de Salud? Varios,
quizás, pero no tantos. Suficientemente influyentes para que el favor se
prolongara en el tiempo y en forma ordenada. Los funcionarios iban y venían
según el humor político del momento; un empleado del escalafón intermedio se
arriesgaba a que lo sancionaran o exoneraran si lo pescaban. Subió la apuesta.
¿Un intendente? Podría ser, pero tenía que tratarse de uno de importancia, y
eso sólo era posible en la capital o alguna de las ciudades ganaderas del sur
de la provincia. ¿Quién más? ¿Quién tendría tanta confianza con un candidato
firme a la gobernación como para sugerirle un buen lugar para ir de trampa? El
mismo que quería clavarle un metafórico cuchillo entre los omóplatos. Un
competidor que quería convertir a su rival en un cadáver político.
Te vas a meter con gente jodida,
se dijo.
Sin pensarlo demasiado, salió de su despacho, avisó que lo localizaran en el celular, y se fue a la capital.
****
"Autorretrato en espejo esférico"- M.C.Escher. DigitalCommonwealth |
Las oficinas eran
un hervidero de gente que corría de un lado para otro con papeles y agendas;
que hablaba a los gritos por teléfonos celulares; que traía carpetas de
publicidad y encuestas; más gente hablando por celular; una recepcionista que
pedía silencio porque no escuchaba lo que un pobre mortal decía por el teléfono
normal. Tuvo que esperar un alto en el tráfico para acercarse a la recepcionista
y preguntar.
— ¿Tiene cita con
el doctor? — preguntó la mujer con petulancia.
— Avísele que está
el comisario Martello.
La mujer puso cara
de "no" y él se atajó.
— Necesito hablar con él cinco minutos nada
más.
Ella lo inspeccionó
con cara de "otro que viene a tirar la manga". Siguió muda.
— No se trata de
una colecta, ni cena, ni rifa, ni beneficio ni nada parecido. Es un asunto
personal del doctor.
La tipa levantó una
ceja pero llamó por el interno. La respuesta le hizo bajar la ceja.
— Pase al primer
piso. El doctor está en una reunión. Lo va a recibir el secretario privado del
doctor.
El nivel de ruido
del primer piso era sensiblemente inferior al de la planta baja, en parte
gracias a la alfombra y los sillones tapizados en pana. Una sucesión de puertas
adornaba un pasillo que terminaba en una doble puerta de madera lustrada y
tiradores de bronce. Antes de que Martello pudiera acercarse, un hombre de
traje y con lentes de marco dorado se le acercó a buen paso.
— ¿El comisario
Martello?
El hombre le tendió
la mano y el comisario la aceptó.
— Soy Gabriel
Peralta — se presentó sin aclarar cargos —. Pase por acá.
Entraron por la
última puerta del pasillo, a una oficina cómoda y luminosa. Sobre el escritorio
se amontonaban teléfonos, carpetas de distinto grosor y lo que Martello supuso
eran las muestras de los afiches políticos de la campaña que estaba a punto de
lanzarse.
Peralta le ofreció
un café exquisito. Mientras él paladeaba el café, Peralta avisó por teléfono
que ya estaban ahí. El peso pesado entró a la oficina por una puerta lateral
que comunicaba con el despacho principal del piso.
—¡Cómo anda,
comisario! — le tendió la mano con una sonrisa impecable.
— Bien, doctor. No
quiero robarle demasiado tiempo. Imagino que usted ya sabe a qué vengo.
Hubo miradas de
entendimiento.
— Gabriel es mi
mano derecha. Está al tanto de todo — aclaró el hombre, después de invitarlos a
sentarse.
— En ese caso, voy
al grano. Santiago Saguie murió por una sobredosis de insulina mezclada con un
betabloqueante. Las probabilidades de que se haya inyectado por error son muy
escasas, salvo que Saguie pretendiera suicidarse, y no creo que ese fuera el
caso. Me inclino por la hipótesis del homicidio.
Sus interlocutores
se removieron en sus sillones giratorios.
— ¿Qué pasa si...
el doctor menciona un nombre y resulta que no tiene nada que ver con esto? —
preguntó Peralta.
— Todos somos
inocentes hasta que se demuestra lo contrario — respondió Martello.
— No en política.
Supongamos que alguien quisiera asesinar a ese hombre y...
— No es una
suposición. Lo asesinaron para obtener algo que él guardaba y que no hubiera
entregado fácilmente.
— ¿Qué era eso tan
importante que justificaría un homicidio? —
preguntó el político.
— Videos de los
huéspedes.
Lo dejó digerir la
idea.
— Qué hijo de
puta — murmuró el hombre, con la cara retorcida de rabia.
— Una de dos:
Saguie trabajaba para el que lo mandó matar y lo eliminaron porque ya no les
servía; o el viejo estaba extorsionando a quien no se debe y así le fue. Justo
en medio de todo, aparece usted, que viene como anillo al dedo para sacarse de
encima dos pájaros de un tiro: un proveedor inaceptable y un rival político
inconveniente.
Bueno, lo dije. Que ratifiquen o rectifiquen.
En medio del
silencio que se produjo, un tipo asomó desde la puerta que daba al despacho
principal.
— Doctor,
disculpe. La llamada de Presidencia.
El hombre se
levantó con un "ya vuelvo" y cerró la puerta tras de sí. Martello se
quedó a solas con Peralta.
— ¿Se da cuenta de
las implicancias políticas de todo esto? — preguntó el secretario privado, con cara
de muro de Berlín.
— Por completo. Si
tengo razón, el doctor tiene una herramienta magnífica para limpiar a su rival
y ganar las elecciones al galope. Si además de razón, tengo suerte, quizás
consiga un ascenso. Aclaro que no vengo por eso. Si me equivoco, las cosas no
pasarán a mayores, políticamente hablando: estas cosas se arreglan entre
caballeros. Pero yo soy cadáver, espero que en sentido literario y nada más.
Peralta se lo quedó
mirando mientras una sombra de sonrisa le rondaba los ojos.
— Un policía
honesto. Creí que ya no quedaban.
— No crea: somos
unos cuantos más de los que la gente piensa. Lo que pasa es que no hacemos
ruido.
—¿ No siente a
veces que le tira margaritas a los chanchos?
— ¿Lo dice por este
caso?
Peralta sonrió
abiertamente.
— También
inteligente. ¿Y me dice que no quiere hacer carrera?
— Me gusta mi
trabajo. Lo hago de corazón.
—Entonces, déjeme
darle un consejo. Tenga cuidado cuando se meta con gente como ésta — sacudió la
cabeza hacia la puerta lateral —. Hoy son aliados, mañana, enemigos. Si les
conviene, entregan a la madre a la oposición.
— Pensé que usted
era la mano derecha del hombre.
— Y lo soy. Por eso
lo conozco tanto. Le debo mucho más de lo que la gente imagina, pero no me
trago todos los sapos. Como decía una vieja amiga mía, "El cementerio está
lleno de imprescindibles".
— O sea que no voy
a tener la información que vine a buscar.
— Es lo más
probable.
— ¿Puedo seguir
investigando?
— Sí, pero no
espere nada de acá. Cuando encuentre al asesino, cosa que no dudo hará, lo más
probable es que tenga que usarlo como chivo expiatorio. Si intenta ir más lejos
o más arriba, se le van a poner feo.
Era el consejo más
crudamente honesto que Martello había recibido en su vida.
— De acuerdo — dijo
y se levantó del sillón.
— Sé que no me va a
hacer caso — Peralta se levantó y lo miró a los ojos —. Hace bien y hace mal.
— ¿Por qué?
— Si yo estuviera
en su lugar, también querría ir a fondo. Ahora, ¿usted de verdad cree que el
que se mandó la jodita, no está al tanto de su investigación y no tiene pensado
pararla de cualquier manera? Mire, lea — le dio una carpeta.
Martello la hojeó y
empezó a ponerse colorado, no sabía si de indignación.
— No se ofenda — Peralta lo atajó —. Es habitual que pidamos este tipo de información respecto de cualquier persona que tenga relación con el doctor. Eso incluye las "escapadas"— sonrió sin ganas—. Usted es un buen policía, ya se lo dije. Le tocó una zona de mierda, con personal de tercera categoría, y está sacando las cosas adelante. Al doctor le interesa la policía, quiere trabajar para mejorarla, darle más y mejores hombres, equipamiento y capacitación. No le estoy vendiendo un discurso, es la verdad. Por eso nos esforzamos por conocerlos — señaló con el mentón, la carpeta que Martello todavía sostenía en la mano y siguió hablando. — Hay gente a la que no le gusta la gente como usted. Lamentablemente, esa gente está más alto que usted y por supuesto, sabe lo que pasa acerca de todos los que están abajo. Y están parados del otro lado de la raya, por ahora. Hasta que ganemos las elecciones. Después se pasan y listo. Pero mientras tanto, a los que no piensan como ellos, les puede ir mal. Tenga cuidado. No queremos perderlo.
Martello le
devolvió la carpeta al secretario privado.
— Le agradezco el
consejo. Déjele mis saludos al doctor.
Se dieron la mano y
el comisario salió al pasillo con regusto amargo en la boca. Le echó la culpa
al café.
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