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"EL CUERPO EQUIVOCADO" - CAPÍTULO 6

 

"Encounter"- M.C. Escher- Digital Commonwealth
                                                         



Hoy me voy a comer al "Belvedere",  Martello decidió, a medio camino entre el hambre y las ganas de comer.

De paso, ves a Magda y hacés doblete, ¿no?

Se respondía a sí mismo con un gesto desdeñoso cuando entró Álvarez con una pila de papeles. El novato lo miró, dejó los papeles encima de una pila más vieja y salió a la carrera, no fuera cosa que los demonios que poseían al comi y lo hacían murmurar solo y gesticular, lo atacaran a él, víctima inocente que había elegido la carrera porque era un empleo seguro y con obra social.

El poseso se puso a firmar papeles como un ídem, pasando la vista más que leyendo cada hoja, formulario, expediente o vale de caja chica. Quería irse temprano, bañarse y ponerse una camisa que había comprado quince días atrás en el shopping más nuevo de la capital y todavía no había estrenado. Jamás admitiría que estaba coqueteando. 

El sello de la oficina del forense de la carpeta siguiente terminó con sus veleidades de dandy: era el informe complementario de la autopsia de Gaudet.

Las primeras páginas confirmaban los supuestos del informe preliminar y las pasó a toda velocidad. ¿Algo nuevo? Los pelos largos y rubios encontrados en el tapizado del auto eran de mujer pero pertenecían a una peluca. Podían pedirse estudios de ADN para las mucosas genitales y bucales y quizás los pelos de la peluca, aunque los resultados demorarían. En una nota manuscrita dirigida a él, Lynch señalaba la posibilidad de mandar muestras a Estados Unidos para obtener un perfil, si el juez de instrucción lo autorizaba. 

Martello miró la hora y llamó al juzgado. El tono de voz del juez Litvik podía calificarse de cualquier cosa menos amable. Martello sospechaba que Litvik se había enterado de sus averiguaciones relacionadas con el caso Grünebaum, y se cuidó de mencionar el tema tanto como de mearse en la cama.

Haciendo gala de exquisita diplomacia, hizo la consulta por los estudios de ADN del caso Gaudet. Súbitamente entusiasmado con la causa, Litvik convino en autorizar el envío de las muestras al exterior tan pronto como se lo solicitaran.

Martello empezó a hacer dibujitos en su anotador. ¿Cuál había sido la secuencia de los hechos?

Gaudet está en el auto con la mujer, el asesino los sorprende, los ataca, la mujer escapa pero el empresario, no. ¿Cómo los encontró? ¿Los siguió? ¿Los estaba esperando?

Trazó una escena mental: están en el auto en medio de la jarana, y aparece el homicida. La mujer se aterroriza y se escapa, el tipo lleva a cabo la carnicería y se va. ¿Cómo se fue la tipa? ¿A pie, corriendo desde el cerro? El otro la hubiera alcanzado y la hubiera liquidado...Y si no, la conocía y podía buscarla.  Mierda, ¿y si fue así? Tengo un cadáver pudriéndose en algún barranco.

No podía descartar la hipótesis: habría que buscar. Revisar las denuncias de desaparición de personas y ver si surgía una posible coincidencia.

¿Y si el asesino había usado a una mujer como anzuelo? ¿Alguna que Gaudet ya conocía? ¿Una mocosita? ¿ Una ex? En cualquier caso, la tipa era como mínimo cómplice de homicidio. Partícipe necesario, diría el juez.

¿Por qué no? Salen juntos, cachondeo y menendeo. Aparece el otro. Lo liquidan y se van, tan contentos. ¿Quiénes son? Unas fichitas a alguna deuda vieja. Dios santo, habrá que revolver mierda antigua y verificar coartadas hasta de los santos de yeso de la iglesia.

Esa era la peor parte, y era para la que necesitaba los nombres que González le había prometido conseguir.

Y de paso, comprobar la coartada del mismo González, porque uno nunca sabe...  Y ya que estamos, ¿por qué la tipa usaba peluca? Uno, porque era una prostituta que se pone peluca para trabajar; dos, porque no quería que la reconocieran a primera vista si la veían con Gaudet.

Dibujó un asterisco grandote junto a la segunda hipótesis.

Con el rabillo del ojo vio el bulto envuelto en azul terroso y levantó la cabeza para tropezar con el uniforme que a duras penas contenía la humanidad de Cáceres.

Me parece que está más gordo.

— Diga, cabo.

— Afuera está González del Río. Quiere verlo.

— Hágalo pasar — juntó los papeles en una pila prolija, separando los pendientes y metió debajo el informe de Lynch.

González entró escoltado por el cabo, que cogoteaba por encima del hombro del otro tratando de dilucidar el motivo de la visita. Martello le tendió la mano y le señaló el sillón mientras cerraba la puerta encima de la barriga de Cáceres.

¿A que se queda pegado a la puerta escuchando?

Durante una décima de segundo tuvo la tentación de abrir de golpe para agarrar in flagranti delicto al sospechoso, pero eligió la vía diplomática y abrió con suavidad para pedir dos cafés. Cáceres, que estaba a dos centímetros de la solia en clara actitud de escucha policial, se puso colorado como un tomate y sacudió la cabeza con fervor mientras pegaba media vuelta carrera march camino de la cafetera.

— Estuve buscando la información que me solicitó— anunció González y paró para tomar aire.   
Martello no abrió la boca y juntó ambas manos en plegaria, en actitud de atención.

— Pensé que podríamos reunirnos... en alguna parte,... para que... analicemos los... datos — González estaba sudando.

—Lo invito a cenar a un lugar tranquilo y ahí hablamos.

— Bien, bien— González suspiró de agradecimiento.

— Me hubiera llamado al celular en lugar de venir.

Cáceres entró con los cafés y González esperó a que saliera para continuar.

— Sí, ya sé, pero, bueno, pasaba por acá y... bueno, le quise avisar...

 Y tenés un cagazo encima que no se puede creer.

El comisario se puso de pie para despedir a González.

— ¿Le parece bien a las nueve y media en “El Belvedere”?

A Martello no se le escapó la mueca de disgusto apenas contenida de González.  ¿Qué tal si de paso te hago pagar la cuenta? Se mordió para no sonreir.

Cuando González abrió la puerta para salir, Cáceres estaba paradito en posición de firmes con un montón de carpetas en la mano. Martello lo midió con expresión insondable, pero el cabo era inmune a las sutilezas.

— Le traigo estos expedientes para firmar, comisario.

¿Cuánto hace que estabas parado ahí, Cáceres?

— Entonces, a las nueve y media— González se despidió y saludó al cabo cuando se iba.

— Pase, cabo, y cierre la puerta— susurró Martello —. Esos expedientes ya los firmé. Están para archivar.

— Aaaah, huy, yo pensé...

— Usted pensó que yo no sabía que usted estaba detrás de la puerta, escuchando.

Cáceres se puso violáceo.

— La próxima vez, se queda a dormir treinta días en el calabozo.

— Señor, yo...

 — Salga, Cáceres. No lo pongo bajo arresto ahora porque tengo la esperanza, diminuta pero esperanza al fin, de que aprenda.

Cuando el cabo abrió la puerta, la mitad del personal de la comisaría desfilaba por el pasillo pretextando alguna ocupación impostergable. Martello lanzó una mirada que nadie osó enfrentar, cerró, se sentó y se tomó el resto de café frío mientras meditaba sobre la sabiduría del refrán popular que enunciaba "pueblo chico, infierno grande". Antes de irse y nada más que por precaución, guardó el informe de Lynch en un cajón bajo llave.

 ****

 Llegó a "El Belvedere" temprano para tener la posibilidad de charlar con Magda. Todavía no había clientes, ya que los locales solían salir a comer después de las diez. El restaurante estaba a una media luz intimista y cálida que le hizo desear que no viniera nadie más. Héctor, el mozo, lo saludó con una sonrisa y un sacudón de cabeza, y dejó de acomodar copas y servilletas para ir a la cocina y volver seguido de Magda.

— Qué linda sorpresa — dijo ella y la sonrisa le llegó a los ojos.

El delantal hasta media pierna, las bombachas de campo color arena, el pañuelo que le cubría el pelo recogido y los zuecos de cocina le daban más un aire de cantinera de ejército en campaña que de chef de restaurante de élite. Martello se la imaginó con cartucheras en bandolera al estilo Rambo cruzándole la remera verde gastada y el conjunto le gustó.

— ¿Ya estás con uniforme de fajina?

— Como para ir entrando en el papel — ella se encogió de hombros.

Magda usaba uniforme de cocinero sólo cuando tenía que asomarse al salón por algún motivo. Como durante la cena organizada por Gaudet, que pidió que llamaran a la chef para presentársela. La había hecho sentar para brindar con ellos y en aquella oportunidad, ella se excusó después de cinco minutos de monólogo de Gaudet, del que Martello nunca llegó a entender si se trataba de halagos o sugerencias para mejorar los platos. El comisario aprendió a reconocer el humor de Magda por sus sonrisas.

— ¿Puedo sugerirte el menú de esta noche? — preguntó ella, interrumpiendo sus recuerdos.

— Sí, pero estoy esperando a alguien.

Un chispazo de desilusión en los ojos ambarinos disparó una chispa mucho más intensa en el estómago del comisario

— Ni te imaginás...

Magda enarcó una ceja, pero la mirada había vuelto a ser la de antes.

— Lauro González del Río.

— ¡Me estás jodiendo! — Magda dijo después de un segundo.

Él negó chasqueando la lengua.

— ¿Y lo hiciste venir acá?

— Y me parece que no le gustó nada.

Ella esbozó una sonrisa de gato que se estira al sol mientras planea comerse al canario.

— ¿Quién paga?

— Mi intención es que pague él.

— Ah, esa la quiero disfrutar. ¿Y a qué se debe el magno acontecimiento?

Magda entrecerró los ojos y Martello se convenció que había sido gato en alguna encarnación anterior.

  Asuntos de trabajo.

— Uy, entonces no pregunto más — pero él sabía que ella se moría por preguntar. 

Sin embargo, la discreción era una de las virtudes que él más apreciaba en la gente y Magda también lo sabía. Charlaron de intrascendencias; ella le elogió la camisa nueva y él se sintió James Bond. El ruido de la puerta principal los distrajo.

— Ahí llegó tu invitado. Me vuelvo al puente de mando— y sacó la lengua en dirección de la entrada. 

Esperó a González junto a la llegada de la escalera y el mozo los llevó hasta una mesa junto a uno de los ventanales. Dos cartelitos de "reservado" en sendas mesas en las otras esquinas del salón bastaron para petrificar la ya forzada sonrisa de González en una mueca. Martello evaluó como bastante razonables las probabilidades de que se tratara de conocidos. Si además alguno era de los que figuraban en la lista del periodista y los veían juntos, las cosas se pondrían incómodas.

Bueno, ya no hay remedio, el comisario se encogió mentalmente de hombros mientras le hacía señas al mozo. Su invitado apenas miró la carta y pidió un plato de pastas con una salsa sencilla. Martello desistió de su plato favorito en pro de la velocidad del encuentro y también pidió pasta, el vino y agua sin gas.

Sin poder evitar que los ojos se le desviaran a cada rato hacia la entrada, González elogió el vino y bebió un sorbo demasiado grande. Llenó la copa de nuevo antes de que el mozo pudiera acercarse, que cruzó miradas con el comisario y se alejó de la mesa. El periodista se puso a parlotear sobre las bondades de tal y cual bodega y Martello asentía, más interesado en la expresión huidiza de la mirada de su interlocutor que en sus conocimientos de enología.

Cuatro personas entraron y se quedaron esperando. Un encuentro de prohombres de la localidad.  Martello reconoció a uno de los apellidos de la lista negra entre los "notables" y los saludó con una inclinación de cabeza. González también saludó, se tomó lo que quedaba de vino en su copa y pidió otra botella. 

El mozo se acercaba con los platos cuando González levantó la voz y sin aviso previo le entregó una carpeta de cartulina ilustración con los logos de los medios que dirigía.

— Este es el proyecto del que estuvimos hablando. Me gustaría que le diera una ojeada y me diera su opinión.

— ¿Puedo quedármelo unos días? — preguntó el comisario, siguiendo el juego.

— Esta copia es para usted.

Escena siguiente, el comisario abre la carpeta y la hojea despreocupado, sin demostrar sorpresa o excesivo interés.

Siguió el guion mientras paladeaba el vino. Dos o tres apellidos casi lo hicieron desistir de sus intenciones pero tuvo la suficiente fuerza de voluntad como para cerrar la carpeta y dejarla a un costado.

A su invitado le había entrado un apuro repentino que lo hacía atragantarse y hablar en voz un poco demasiado alta y demasiado despreocupada, acerca de la nueva programación de CableStar, que incluiría, tal como lo explicaba en el "proyecto", un programa semanal dedicado a la interacción entre las fuerzas del orden — policía, bomberos y Defensa Civil —  y "la comunidad y sus objetivos". Martello intercaló un par de frases relacionadas con el "compromiso social", para no desentonar con las gansadas que estaba soltando González. Tuvo que esperar a que el otro se metiera en la boca un bocado lo bastante grande como para mantenerlo callado, para decirle:

— Me gustaría intercambiar opiniones con usted acerca de esto — y golpeó con un nudillo la carpeta. Lo miró a los ojos como para que no quedaran dudas de que no estaba hablando pour la galerie y González asintió, después de servirse lo que quedaba de vino en la segunda botella. Martello había bebido una copa de la primera y media de la segunda.

Un grupo nuevo entró al restaurante y el mozo los acompañó hasta su mesa reservada, a mitad de camino entre la mesa de ellos y la de los notables. Celebraban algún acontecimiento familiar y se lo hicieron saber al mozo a los gritos. González se relajó un poco y bajó la voz.

— Me llama a mi celular y nos encontramos.

— Apenas lo lea, me pongo en contacto — el comisario se permitió una sonrisa que no tranquilizó a González.

Los recién llegados eran demasiado ruidosos y Martello se contaba entre los que preferían comer en un ambiente tranquilo. Los de la primera mesa les dedicaron amenazadoras miraditas de superioridad, pero los del festejo eran inmunes a las indirectas y estaban demasiado contentos como para no hacerse notar.

El mozo retiró los platos vacíos y preguntó por el postre o el café. Martello hubiera pagado oro por un buen café pero el otro quería irse así que el comisario se aguantó el síndrome de abstinencia de cafeína y pidió la cuenta. Había perdido las esperanzas — después de todo, le saqué bastante por hoy,  se consoló — cuando González sacó una tarjeta de crédito de la billetera y la puso encima de la bandejita con la factura que traía el mozo.

Parece que el vino tiene efectos deletéreos sobre la economía del zar de los medios.

Se levantaron juntos y se acercaron a la mesa de los vecinos eméritos ofendidos, que también se ponían de pie para irse, y se saludaron con apretones de manos y palmazos en los hombros.

— ¿En qué andan, si se puede preguntar? — uno de los hombres señaló la carpeta con un sacudón del mentón.

— Es un proyecto de educación para la prevención temprana — Martello abrió el fichero mental de frases de la Regional y sacó la primera que encontró—. Siempre es más fácil si se trabaja en conjunto con los medios.

González sonreía como si estuviera delante de las cámaras. Los felicitaron por la "excelente iniciativa". Ellos salieron primero y los notables se demoraron dándole charla al mozo. Los de la mesa restante no acusaron recibo de la maniobra de ostentación de desprecio olímpico, lo que terminó de convencer a Martello de que no eran de la ciudad.

El aire frío le devolvió la expresión sombría a González, que aprovechó la circunstancia de que sus autos estaban estacionados uno junto al otro.

— Comisario...— era una súplica más que otra cosa.

— Ya se lo dije: no quiero revolver el avispero. Quiero evitar más desgracias.

El otro no pudo con su oficio de chismoso profesional.

— ¿Averiguaron algo más? — se le acercó para preguntarle y Martello le olió el alcohol en el aliento.

— Esto — Martello levantó la carpeta—, va a ayudar mucho. Quiero verificar si las personas que tuvieron o tienen relación con esta gente, también estuvieron relacionadas con Gaudet.

— Y con Grünebaum.

— Por supuesto.

A la mierda, casi meto la pata. 

— ¿Todavía no hay nada?

— La autopsia de Gaudet todavía no terminó, — respondió sin soltar prenda.

Y que no me pregunte por el otro...

Pero González estaba apurado por irse porque los cuatro vecinos estaban saliendo del restaurante, así que no preguntó y se metió al auto al tiempo que lo saludaba. Dejó el estacionamiento antes de que Martello pudiera poner en marcha el suyo. El comisario se quedó sentado al volante, dudando: quería un café y charlar un rato con Magda; la dichosa lista de indeseables podía esperar. Pero los notables estaban todavía ahí y si él volvía, al día siguiente su pellejo colgaría del árbol de los chismes calientes. Salió despacio, enfurruñado como un chico. Se fue a dar una vuelta para sacarse el malhumor.

De paso veo si los muchachos de la ronda de la noche están haciendo bien los deberes.

La avenida principal estaba vacía y la mayor parte de los negocios, cerrados. En uno o dos boliches de medio pelo, frente a un televisor que transmitía el clásico de la semana, quedaban los rezagados de siempre: los que vivían solos y no tenían que "fichar" a horario fijo; los de borrachera solitaria y silenciosa; los que repartían su desocupación entre el fútbol y el billar. Una cuadra más adelante vio a la camioneta con pintura camouflage. Martello seguía sin poder explicarse el curioso concepto por el cual una pick-up asignada al servicio urbano tenía que estar pintada como si fuera un UNIMOG.  Aceleró y les hizo luces.

— Buenas noches.

— Buenas noches, comisario— se tocaron la gorra —. Todo tranquilo.

— Hasta mañana.

— Hasta mañana, señor.

Recorrió la avenida hasta el final, giró en la diagonal y bajó hasta el cruce de calles desde donde se veían "El Belvedere", la rampa y el estacionamiento. Dos automóviles grandes bajaron hacia la calle y se perdieron por la lateral. ¿Cuánto tiempo más tardarían en irse el mozo y los ayudantes de cocina? Sintiéndose un adolescente, apagó el motor y las luces y se quedó esperando. Estuvo tentado de encender la luz interior y hojear la carpetita pero lo pensó mejor y se aguantó la curiosidad. Las luces del salón principal se apagaron. Martello miró la hora: una y media. Quince minutos después salían los tres empleados, el más joven de los ayudantes en bicicleta, los otros dos, juntos, en una moto despintada. El estómago le dio un pinchacito. 

Estacionó junto al auto de Magda y subió las escaleras saltando de a dos los escalones.

— Disculpe, está cerrado— escuchó decir a Magda desde atrás de la barra.

 — El último café, por favor— suplicó.

Ella asomó a medias y a él le pareció que se le encendían los ojos.

— ¿El tango o uno doble?

— Doble, bien cargado y con crema.

— ¿No te habías ido?

— Volví por el café. No hay ningún boliche abierto— mintió, y Magda sonrió complacida mientras preparaba su cappuccino especial.

Se quedaron solos, sentados del mismo lado de la barra. Ella ya se había cambiado y llevaba una camisa, un jean gastado y sandalias. El pelo suelto le rodeaba la cara como la aureola de una madonna del Tiziano. Y casi del mismo color, o eso le pareció a Martello a la media luz intimista. Magda bebió su cappuccino y se limpió la espuma que le había quedado en los labios con la punta de la lengua. Antes de pensar en lo que hacía, Martello dejó su café bebido a medias, le tomó la cara con ambas manos, la besó y se quedó sin aliento. La boca caliente de Magda sabía a crema, a café y a sexo.

     "Bond of Union" - M.C.Escher- Digital Commonwealth
                                       

Si no hubiera sonado su celular, quizás hubiera tenido que inventarse una excusa para sí mismo por lo que había estado a punto de hacer. Que había bebido de más, que era tarde, que el olor de Magda. Pero el celular sonó y acabó con todo el abanico de excusas y, sobre todo, con las intenciones del comisario.

— Martello— masculló entre dientes en el teléfono. Magda se apartó con renuencia, de eso estaba seguro.

— Comisario— era uno de los agentes de turno en el móvil—, hubo un accidente. Lo buscamos por el radio pero no podíamos localizarlo.

— Qué pasó— preguntó sin especificar en dónde estaba o qué hacía.

— Lauro González del Río se accidentó. Perdió el control del auto y se estrelló en la esquina de... — Un cruce intrascendente de dos calles a esa hora vacías.

¿Cómo mierda...? ¿Estaba tan borracho como para eso?

— ¿Cuál es la situación?

— Lo trasladaron al hospital regional pero acaban de avisar que falleció en la ambulancia.

— Voy para allá. Cerquen el lugar. Que nadie se acerque al automóvil hasta que yo llegue. Si hay testigos, que me esperen. Es una orden.

Se guardó el telefonito en el bolsillo del pantalón. Magda bajó los ojos y se apartó para dejarlo pasar. Sólo entonces Martello notó que todavía tenía el pulso acelerado y no por las novedades. Estiró una mano y le acarició el pelo y la cara y ella se la tomó y le dio un beso húmedo en la palma.

— Andá— murmuró ella —. Ya tendremos tiempo.

Él tiró de la mano de ella y la atrajo hacia sí.

— Es una promesa — ella asintió y él la besó con suavidad—. Mía. Yo te lo prometo.

Se fue antes de cambiar de opinión. Mentira, sabía que no cambiaría de opinión y que se iría porque era su deber. Ese era siempre el problema. Que era su deber y él lo cumplía, aún a pesar de sí mismo. Ya le había costado mucho una vez. No quería que esta vez fuera igual, pero no sabía. Nunca sabía cuándo perdería lo que creía haber ganado.

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