"Encounter"- M.C. Escher- Digital Commonwealth
Hoy me voy a comer al "Belvedere", Martello decidió, a medio camino entre el
hambre y las ganas de comer.
De paso, ves a Magda y hacés doblete, ¿no?
Se respondía a sí
mismo con un gesto desdeñoso cuando entró Álvarez con una pila de papeles. El
novato lo miró, dejó los papeles encima de una pila más vieja y salió a la
carrera, no fuera cosa que los demonios que poseían al comi y lo hacían
murmurar solo y gesticular, lo atacaran a él, víctima inocente que había
elegido la carrera porque era un empleo seguro y con obra social.
El poseso se puso a
firmar papeles como un ídem, pasando la vista más que leyendo cada hoja,
formulario, expediente o vale de caja chica. Quería irse temprano, bañarse y
ponerse una camisa que había comprado quince días atrás en el shopping más
nuevo de la capital y todavía no había estrenado. Jamás admitiría que estaba
coqueteando.
El sello de la
oficina del forense de la carpeta siguiente terminó con sus veleidades de
dandy: era el informe complementario de la autopsia de Gaudet.
Las primeras
páginas confirmaban los supuestos del informe preliminar y las pasó a toda
velocidad. ¿Algo nuevo? Los pelos largos y rubios encontrados en el tapizado
del auto eran de mujer pero pertenecían a una peluca. Podían pedirse estudios
de ADN para las mucosas genitales y bucales y quizás los pelos de la peluca,
aunque los resultados demorarían. En una nota manuscrita dirigida a él, Lynch señalaba la posibilidad de mandar
muestras a Estados Unidos para obtener un perfil, si el juez de instrucción lo
autorizaba.
Martello miró la
hora y llamó al juzgado. El tono de voz del juez Litvik podía calificarse de
cualquier cosa menos amable. Martello sospechaba que Litvik se había enterado
de sus averiguaciones relacionadas con el caso Grünebaum, y se cuidó de
mencionar el tema tanto como de mearse en la cama.
Haciendo gala de
exquisita diplomacia, hizo la consulta por los estudios de ADN del caso Gaudet.
Súbitamente entusiasmado con la causa, Litvik convino en autorizar el envío de
las muestras al exterior tan pronto como se lo solicitaran.
Martello empezó a
hacer dibujitos en su anotador. ¿Cuál había sido la secuencia de los hechos?
Gaudet está en el auto con la mujer, el asesino los
sorprende, los ataca, la mujer escapa pero el empresario, no.
¿Cómo los encontró? ¿Los siguió? ¿Los
estaba esperando?
Trazó una escena
mental: están en el auto en medio de la
jarana, y aparece el homicida. La mujer se aterroriza y se escapa, el tipo
lleva a cabo la carnicería y se va. ¿Cómo se fue la tipa? ¿A pie, corriendo
desde el cerro? El otro la hubiera alcanzado y la hubiera liquidado...Y si no,
la conocía y podía buscarla. Mierda, ¿y
si fue así? Tengo un cadáver pudriéndose en algún barranco.
No podía descartar
la hipótesis: habría que buscar. Revisar las denuncias de desaparición de
personas y ver si surgía una posible coincidencia.
¿Y si el asesino
había usado a una mujer como anzuelo? ¿Alguna que Gaudet ya conocía? ¿Una mocosita?
¿ Una ex? En cualquier caso, la tipa era como mínimo cómplice de homicidio. Partícipe
necesario, diría el juez.
¿Por qué no? Salen juntos, cachondeo y menendeo. Aparece
el otro. Lo liquidan y se van, tan contentos. ¿Quiénes son? Unas fichitas a alguna deuda
vieja. Dios santo, habrá que revolver mierda antigua y verificar coartadas
hasta de los santos de yeso de la iglesia.
Esa era la peor
parte, y era para la que necesitaba los nombres que González le había prometido
conseguir.
Y de paso, comprobar la coartada del mismo González,
porque uno nunca sabe... Y ya que
estamos, ¿por qué la tipa usaba peluca? Uno, porque era una prostituta que se
pone peluca para trabajar; dos, porque no quería que la reconocieran a primera
vista si la veían con Gaudet.
Dibujó un asterisco
grandote junto a la segunda hipótesis.
Con el rabillo del
ojo vio el bulto envuelto en azul terroso y levantó la cabeza para tropezar con
el uniforme que a duras penas contenía la humanidad de Cáceres.
Me parece que está más gordo.
— Diga, cabo.
— Afuera está
González del Río. Quiere verlo.
— Hágalo pasar —
juntó los papeles en una pila prolija, separando los pendientes y metió debajo
el informe de Lynch.
González entró
escoltado por el cabo, que cogoteaba por encima del hombro del otro tratando de
dilucidar el motivo de la visita. Martello le tendió la mano y le señaló el
sillón mientras cerraba la puerta encima de la barriga de Cáceres.
¿A que se queda pegado a la puerta escuchando?
Durante una décima
de segundo tuvo la tentación de abrir de golpe para agarrar in flagranti delicto al sospechoso, pero
eligió la vía diplomática y abrió con suavidad para pedir dos cafés. Cáceres,
que estaba a dos centímetros de la solia en clara actitud de escucha policial,
se puso colorado como un tomate y sacudió la cabeza con fervor mientras pegaba
media vuelta carrera march camino de la cafetera.
— Estuve buscando la información que me
solicitó— anunció González y paró para tomar aire.
Martello no abrió la boca y juntó ambas manos en plegaria, en actitud de
atención.
— Pensé que
podríamos reunirnos... en alguna parte,... para que... analicemos los... datos
— González estaba sudando.
—Lo invito a cenar
a un lugar tranquilo y ahí hablamos.
— Bien, bien—
González suspiró de agradecimiento.
— Me hubiera
llamado al celular en lugar de venir.
Cáceres entró con
los cafés y González esperó a que saliera para continuar.
— Sí, ya sé, pero,
bueno, pasaba por acá y... bueno, le quise avisar...
Y tenés un cagazo
encima que no se puede creer.
El comisario se
puso de pie para despedir a González.
— ¿Le parece bien a
las nueve y media en “El Belvedere”?
A Martello no se le
escapó la mueca de disgusto apenas contenida de González. ¿Qué tal si de paso te hago
pagar la cuenta? Se mordió para no sonreir.
Cuando González
abrió la puerta para salir, Cáceres estaba paradito en posición de firmes con
un montón de carpetas en la mano. Martello lo midió con expresión insondable,
pero el cabo era inmune a las sutilezas.
— Le traigo estos
expedientes para firmar, comisario.
¿Cuánto hace que estabas parado ahí, Cáceres?
— Entonces, a las
nueve y media— González se despidió y saludó al cabo cuando se iba.
— Pase, cabo, y
cierre la puerta— susurró Martello —. Esos expedientes ya los firmé. Están para
archivar.
— Aaaah, huy, yo
pensé...
— Usted pensó que
yo no sabía que usted estaba detrás de la puerta, escuchando.
Cáceres se puso
violáceo.
— La próxima vez,
se queda a dormir treinta días en el calabozo.
— Señor, yo...
— Salga, Cáceres. No lo pongo bajo arresto ahora
porque tengo la esperanza, diminuta pero esperanza al fin, de que aprenda.
Cuando el cabo
abrió la puerta, la mitad del personal de la comisaría desfilaba por el pasillo
pretextando alguna ocupación impostergable. Martello lanzó una mirada que nadie
osó enfrentar, cerró, se sentó y se tomó el resto de café frío mientras
meditaba sobre la sabiduría del refrán popular que enunciaba "pueblo
chico, infierno grande". Antes de irse y nada más que por precaución,
guardó el informe de Lynch en un cajón bajo llave.
— Qué linda
sorpresa — dijo ella y la sonrisa le llegó a los ojos.
El delantal hasta
media pierna, las bombachas de campo color arena, el pañuelo que le cubría el
pelo recogido y los zuecos de cocina le daban más un aire de cantinera de
ejército en campaña que de chef de restaurante de élite. Martello se la imaginó
con cartucheras en bandolera al estilo Rambo cruzándole la remera verde gastada
y el conjunto le gustó.
— ¿Ya estás con
uniforme de fajina?
— Como para ir
entrando en el papel — ella se encogió de hombros.
Magda usaba
uniforme de cocinero sólo cuando tenía que asomarse al salón por algún motivo.
Como durante la cena organizada por Gaudet, que pidió que llamaran a la chef para presentársela. La había hecho
sentar para brindar con ellos y en aquella oportunidad, ella se excusó después
de cinco minutos de monólogo de Gaudet, del que Martello nunca llegó a entender
si se trataba de halagos o sugerencias para mejorar los platos. El comisario
aprendió a reconocer el humor de Magda por sus sonrisas.
— ¿Puedo sugerirte
el menú de esta noche? — preguntó ella, interrumpiendo sus recuerdos.
— Sí, pero estoy
esperando a alguien.
Un chispazo de
desilusión en los ojos ambarinos disparó una chispa mucho más intensa en el
estómago del comisario
— Ni te imaginás...
Magda enarcó una
ceja, pero la mirada había vuelto a ser la de antes.
— Lauro González
del Río.
— ¡Me estás
jodiendo! — Magda dijo después de un segundo.
Él negó chasqueando
la lengua.
— ¿Y lo hiciste
venir acá?
— Y me parece que
no le gustó nada.
Ella esbozó una
sonrisa de gato que se estira al sol mientras planea comerse al canario.
— ¿Quién paga?
— Mi intención es
que pague él.
— Ah, esa la quiero
disfrutar. ¿Y a qué se debe el magno acontecimiento?
Magda entrecerró
los ojos y Martello se convenció que había sido gato en alguna encarnación
anterior.
— Asuntos de trabajo.
— Uy, entonces no pregunto más — pero él sabía que ella se moría por preguntar.
Sin embargo, la discreción era una de las virtudes que él más apreciaba en la gente y Magda también lo sabía. Charlaron de intrascendencias; ella le elogió la camisa nueva y él se sintió James Bond. El ruido de la puerta principal los distrajo.
— Ahí llegó tu
invitado. Me vuelvo al puente de mando— y sacó la lengua en dirección de la
entrada.
Esperó a González
junto a la llegada de la escalera y el mozo los llevó hasta una mesa junto a
uno de los ventanales. Dos cartelitos de "reservado" en sendas mesas
en las otras esquinas del salón bastaron para petrificar la ya forzada sonrisa
de González en una mueca. Martello evaluó como bastante razonables las
probabilidades de que se tratara de conocidos. Si además alguno era de los que
figuraban en la lista del periodista y los veían juntos, las cosas se pondrían
incómodas.
Bueno, ya no hay remedio, el
comisario se encogió mentalmente de hombros mientras le hacía señas al mozo. Su
invitado apenas miró la carta y pidió un plato de pastas con una salsa
sencilla. Martello desistió de su plato favorito en pro de la velocidad del
encuentro y también pidió pasta, el vino y agua sin gas.
Sin poder evitar
que los ojos se le desviaran a cada rato hacia la entrada, González elogió el
vino y bebió un sorbo demasiado grande. Llenó la copa de nuevo antes de que el
mozo pudiera acercarse, que cruzó miradas con el comisario y se alejó de la
mesa. El periodista se puso a parlotear sobre las bondades de tal y cual bodega
y Martello asentía, más interesado en la expresión huidiza de la mirada de su
interlocutor que en sus conocimientos de enología.
Cuatro personas entraron
y se quedaron esperando. Un encuentro de prohombres de la localidad. Martello reconoció a uno de los apellidos de
la lista negra entre los "notables" y los saludó con una inclinación
de cabeza. González también saludó, se tomó lo que quedaba de vino en su copa y
pidió otra botella.
El mozo se acercaba
con los platos cuando González levantó la voz y sin aviso previo le entregó una
carpeta de cartulina ilustración con los logos de los medios que dirigía.
— Este es el
proyecto del que estuvimos hablando. Me gustaría que le diera una ojeada y me
diera su opinión.
— ¿Puedo quedármelo
unos días? — preguntó el comisario, siguiendo el juego.
— Esta copia es
para usted.
Escena siguiente, el comisario abre la carpeta y la hojea
despreocupado, sin demostrar sorpresa o excesivo interés.
Siguió el guion
mientras paladeaba el vino. Dos o tres apellidos casi lo hicieron desistir de
sus intenciones pero tuvo la suficiente fuerza de voluntad como para cerrar la
carpeta y dejarla a un costado.
A su invitado le había entrado un apuro repentino que lo
hacía atragantarse y hablar en voz un poco demasiado alta y demasiado
despreocupada, acerca de la nueva programación de CableStar, que incluiría, tal
como lo explicaba en el "proyecto", un programa semanal dedicado a la
interacción entre las fuerzas del orden — policía, bomberos y Defensa Civil
— y "la comunidad y sus
objetivos". Martello intercaló un par de frases relacionadas con el
"compromiso social", para no desentonar con las gansadas que estaba
soltando González. Tuvo que esperar a que el otro se metiera en la boca un
bocado lo bastante grande como para mantenerlo callado, para decirle:
— Me gustaría
intercambiar opiniones con usted acerca de esto — y golpeó con un nudillo la
carpeta. Lo miró a los ojos como para que no quedaran dudas de que no estaba
hablando pour la galerie y González
asintió, después de servirse lo que quedaba de vino en la segunda botella.
Martello había bebido una copa de la primera y media de la segunda.
Un grupo nuevo
entró al restaurante y el mozo los acompañó hasta su mesa reservada, a mitad de
camino entre la mesa de ellos y la de los notables. Celebraban algún
acontecimiento familiar y se lo hicieron saber al mozo a los gritos. González
se relajó un poco y bajó la voz.
— Me llama a mi celular
y nos encontramos.
— Apenas lo lea, me
pongo en contacto — el comisario se permitió una sonrisa que no tranquilizó a
González.
Los recién llegados
eran demasiado ruidosos y Martello se contaba entre los que preferían comer en
un ambiente tranquilo. Los de la primera mesa les dedicaron amenazadoras
miraditas de superioridad, pero los del festejo eran inmunes a las indirectas y
estaban demasiado contentos como para no hacerse notar.
El mozo retiró los
platos vacíos y preguntó por el postre o el café. Martello hubiera pagado oro
por un buen café pero el otro quería irse así que el comisario se aguantó el
síndrome de abstinencia de cafeína y pidió la cuenta. Había perdido las
esperanzas — después de todo, le saqué
bastante por hoy, se consoló —
cuando González sacó una tarjeta de crédito de la billetera y la puso encima de
la bandejita con la factura que traía el mozo.
Parece que el vino tiene efectos deletéreos sobre la
economía del zar de los medios.
Se levantaron
juntos y se acercaron a la mesa de los vecinos eméritos ofendidos, que también
se ponían de pie para irse, y se saludaron con apretones de manos y palmazos en
los hombros.
— ¿En qué andan, si
se puede preguntar? — uno de los hombres señaló la carpeta con un sacudón del
mentón.
— Es un proyecto de
educación para la prevención temprana — Martello abrió el fichero mental de
frases de la Regional y sacó la primera que encontró—. Siempre es más fácil si
se trabaja en conjunto con los medios.
González sonreía
como si estuviera delante de las cámaras. Los felicitaron por la
"excelente iniciativa". Ellos salieron primero y los notables se
demoraron dándole charla al mozo. Los de la mesa restante no acusaron recibo de
la maniobra de ostentación de desprecio olímpico, lo que terminó de convencer a
Martello de que no eran de la ciudad.
El aire frío le
devolvió la expresión sombría a González, que aprovechó la circunstancia de que
sus autos estaban estacionados uno junto al otro.
— Comisario...— era
una súplica más que otra cosa.
— Ya se lo dije: no
quiero revolver el avispero. Quiero evitar más desgracias.
El otro no pudo con
su oficio de chismoso profesional.
— ¿Averiguaron algo
más? — se le acercó para preguntarle y Martello le olió el alcohol en el
aliento.
— Esto — Martello
levantó la carpeta—, va a ayudar mucho. Quiero verificar si las personas que
tuvieron o tienen relación con esta gente, también estuvieron relacionadas con
Gaudet.
— Y con Grünebaum.
— Por supuesto.
A la mierda, casi meto la pata.
— ¿Todavía no hay
nada?
— La autopsia de
Gaudet todavía no terminó, — respondió sin soltar prenda.
Y que no me pregunte por el otro...
Pero González
estaba apurado por irse porque los cuatro vecinos estaban saliendo del
restaurante, así que no preguntó y se metió al auto al tiempo que lo saludaba.
Dejó el estacionamiento antes de que Martello pudiera poner en marcha el suyo.
El comisario se quedó sentado al volante, dudando: quería un café y charlar un
rato con Magda; la dichosa lista de indeseables podía esperar. Pero los
notables estaban todavía ahí y si él volvía, al día siguiente su pellejo
colgaría del árbol de los chismes calientes. Salió despacio, enfurruñado como
un chico. Se fue a dar una vuelta para sacarse el malhumor.
De paso veo si los muchachos de la ronda de la noche
están haciendo bien los deberes.
La avenida
principal estaba vacía y la mayor parte de los negocios, cerrados. En uno o dos
boliches de medio pelo, frente a un televisor que transmitía el clásico de la
semana, quedaban los rezagados de siempre: los que vivían solos y no tenían que
"fichar" a horario fijo; los de borrachera solitaria y silenciosa;
los que repartían su desocupación entre el fútbol y el billar. Una cuadra más
adelante vio a la camioneta con pintura camouflage.
Martello seguía sin poder explicarse el curioso concepto por el cual una
pick-up asignada al servicio urbano tenía que estar pintada como si fuera un
UNIMOG. Aceleró y les hizo luces.
— Buenas noches.
— Buenas noches,
comisario— se tocaron la gorra —. Todo tranquilo.
— Hasta mañana.
— Hasta mañana,
señor.
Recorrió la avenida
hasta el final, giró en la diagonal y bajó hasta el cruce de calles desde donde
se veían "El Belvedere", la rampa y el estacionamiento. Dos
automóviles grandes bajaron hacia la calle y se perdieron por la lateral.
¿Cuánto tiempo más tardarían en irse el mozo y los ayudantes de cocina?
Sintiéndose un adolescente, apagó el motor y las luces y se quedó esperando.
Estuvo tentado de encender la luz interior y hojear la carpetita pero lo pensó
mejor y se aguantó la curiosidad. Las luces del salón principal se apagaron.
Martello miró la hora: una y media. Quince minutos después salían los tres
empleados, el más joven de los ayudantes en bicicleta, los otros dos, juntos,
en una moto despintada. El estómago le dio un pinchacito.
Estacionó junto al
auto de Magda y subió las escaleras saltando de a dos los escalones.
— Disculpe, está
cerrado— escuchó decir a Magda desde atrás de la barra.
— El último café, por favor— suplicó.
Ella asomó a medias
y a él le pareció que se le encendían los ojos.
— ¿El tango o uno
doble?
— Doble, bien
cargado y con crema.
— ¿No te habías
ido?
— Volví por el
café. No hay ningún boliche abierto— mintió, y Magda sonrió complacida mientras
preparaba su cappuccino especial.
Se quedaron solos,
sentados del mismo lado de la barra. Ella ya se había cambiado y llevaba una
camisa, un jean gastado y sandalias. El pelo suelto le rodeaba la cara como la
aureola de una madonna del Tiziano. Y
casi del mismo color, o eso le pareció a Martello a la media luz intimista.
Magda bebió su cappuccino y se limpió
la espuma que le había quedado en los labios con la punta de la lengua. Antes
de pensar en lo que hacía, Martello dejó su café bebido a medias, le tomó la
cara con ambas manos, la besó y se quedó sin aliento. La boca caliente de Magda
sabía a crema, a café y a sexo.
"Bond of Union" - M.C.Escher- Digital Commonwealth |
Si no hubiera
sonado su celular, quizás hubiera tenido que inventarse una excusa para sí
mismo por lo que había estado a punto de hacer. Que había bebido de más, que
era tarde, que el olor de Magda. Pero el celular sonó y acabó con todo el
abanico de excusas y, sobre todo, con las intenciones del comisario.
— Martello—
masculló entre dientes en el teléfono. Magda se apartó con renuencia, de eso
estaba seguro.
— Comisario— era
uno de los agentes de turno en el móvil—, hubo un accidente. Lo buscamos por el
radio pero no podíamos localizarlo.
— Qué pasó—
preguntó sin especificar en dónde estaba o qué hacía.
— Lauro González
del Río se accidentó. Perdió el control del auto y se estrelló en la esquina
de... — Un cruce intrascendente de dos calles a esa hora vacías.
¿Cómo mierda...? ¿Estaba tan borracho como para eso?
— ¿Cuál es la
situación?
— Lo trasladaron al
hospital regional pero acaban de avisar que falleció en la ambulancia.
— Voy para allá.
Cerquen el lugar. Que nadie se acerque al automóvil hasta que yo llegue. Si hay
testigos, que me esperen. Es una orden.
Se guardó el
telefonito en el bolsillo del pantalón. Magda bajó los ojos y se apartó para
dejarlo pasar. Sólo entonces Martello notó que todavía tenía el pulso acelerado
y no por las novedades. Estiró una mano y le acarició el pelo y la cara y ella
se la tomó y le dio un beso húmedo en la palma.
— Andá— murmuró
ella —. Ya tendremos tiempo.
Él tiró de la mano
de ella y la atrajo hacia sí.
— Es una promesa —
ella asintió y él la besó con suavidad—. Mía. Yo te lo prometo.
Se fue antes de
cambiar de opinión. Mentira, sabía que no cambiaría de opinión y que se iría
porque era su deber. Ese era siempre el problema. Que era su deber y él lo cumplía, aún a pesar de sí mismo. Ya le había
costado mucho una vez. No quería que esta vez fuera igual, pero no sabía. Nunca
sabía cuándo perdería lo que creía haber ganado.
Comentarios
Publicar un comentario