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"EL CUERPO EQUIVOCADO" - CAPÍTULO 9


"Demonios", viñeta - M.C.Escher- Digital Commonwealth



En el estacionamiento de "El Belvedere" había tres autos cuando Martello llegó. Previo a ingresar al establecimiento, efectuó una inspección ocular de los vehículos para constatar que dos de las unidades pertenecían a conspicuos vecinos del lugar y el restante no se correspondía con ninguno de su conocimiento. Cumplido el ritual de burlarse de sí mismo y de su investidura por lo menos una vez al día, no fuera cosa de tomarse demasiado en serio eso de las tiras y los solcitos en las charreteras, entró al restaurante mientras se repetía una pregunta sin respuesta. ¿De qué manual de procedimientos sacaban los efectivos de los diversos cuerpos de policía del país, ese léxico altisonante que se daba de trompadas con el castellano cotidiano? El mal no era patrimonio exclusivo de la suboficialidad devoradora de eses: él conocía casos flagrantes de oficiales de alto rango que jamás hablaban de "hombres", "mujeres" o "muertes" sino de "masculinos", "femeninos" y "óbitos"; que nunca "llegaban" sino que "se constituían" y para quienes los delincuentes eran "malandras", "malvivientes" o "malhechores". De criminales, asesinos o ladrones, ni hablar. Perdón: "negativo". 
 — Buenas noches, comisario— saludó Héctor. 
— ¿Hay mucha gente? — Martello espió el salón y verificar que su mesa estaba ocupada. 
El mozo se disculpó con la mirada y Martello sonrió.
— No se preocupe. ¿Por qué no me arma una mesita acá? — señaló un rincón frente a la barra, junto a una ventana. 
 Se sentó y estaba eligiendo el vino cuando por encima de la barra asomó la cabeza de Magda, con el eterno pañuelo negro. 
 — Esta noche el menú lo elijo yo— dijo sin saludo previo. 
La mirada de ámbar se volvió de fuego líquido durante un latido, o eso le pareció a Martello. 
— Me entrego— le devolvió la pelota. 
 Ella sonrió con los ojos entrecerrados y se volvió a las entrañas del restaurante, después de cambiar la botella de vino que Héctor traía por otra y avisarle al adicionista que iba sin cargo. 
— Para la mesa del comisario.
 — Sí señora— el mozo sonrió y se acercó para descorchar la botella: un Cabernet-Sauvignon de la bodega Catena Zapata, exquisitamente caro y que le halagaría la boca como seda espesa. Se entretuvo en disfrutar del vino mientras el mozo llevaba los pedidos de las otras mesas. De puro glotón, mordisqueó la focaccia con provolone y hierbas, desdeñando los pancitos saborizados tibios porque quería disfrutar de la cena. El plato de entrada era una insinuación flagrante: almejas y vieiras flambeadas con jerez, bañadas con una salsa de terciopelo rojo que le acarició la lengua para incendiársela después. El plato principal fue más calmado, pero profundo: un chateaubriand de lomo con su centro rosado y jugoso que prometía el punto perfecto de cocción y algunas cosas más, envuelto en jamón de Parma y caramelizado en oporto con jenjibre y canela, acompañado de una crepe vistosa, rellena de verduras crujientes y coloridas. Tuvo que esforzarse por no mojar el pan en el fondo de oporto oscuro e incitador de pésimos modales en la mesa. 
 El mozo retiró el plato vacío sin preguntarle nada ni darle tiempo a decirle que no quería postre. Cuando volvió de la cocina, le dejó delante su postre favorito: mousse helada de moka con praliné de almendras y sabayón caliente. 
"Puedo morirme en paz", pensó el comisario mientras se esforzaba por comerse la mousse lo más lentamente que pudiera, sin decidirse si ello le servía para prolongar el placer o el sufrimiento. La música dejó de sonar y desde el salón se escucharon aplausos, silbidos y el "Feliz Cumpleaños" desafinado de rigor. Los de las otras mesas aplaudieron discretamente. El ruido volvió a sus niveles habituales, entremezclado con la música suave. 
 — ¿Le traigo un café? — ofreció el mozo, que iba y venía del salón con bandejas cargadas de pocillos y copas de champagne. 
— Sin apuro— y se levantó a buscar una revista de vinos de la pila sobre la barra. Se acomodó en su rinconcito a disfrutar de la lectura y de lo que le quedaba de vino mientras esperaba el café. Y a Magda. Trató de concentrarse en las virtudes de las cosechas 2002 y 2003 de las bodegas Tal y Cual, pero el recuerdo de los ojos de fuego líquido lo distraía y no pasaba del "cálido en boca". Pasó las hojas de atrás para adelante, leyendo por encima las notas sobre restaurantes de moda en Buenos Aires. 
 — ¿Te gustó? — la voz del otro lado de la revista lo sorprendió. 
Magda estaba dejando dos cafés y una copa sobre la mesa y se sentaba enfrente de él. 
— Todo exquisito. Increíble. Un regalo para el paladar.
— Yo también te quiero coger— susurró ella y el mejor amigo de Martello se disparó como la alarma de un auto nuevo. 
El comisario tuvo que apretar los dientes y esconderse detrás de un sorbo de vino mientras llamaba al orden al susodicho. 
 — No sé cómo voy a hacer para levantarme— admitió. 
 Ella sonrió como un gato de ojos amarillos y hambrientos y a él un escalofrío de anticipación le erizó los pelos de la nuca. Ella se sirvió vino en la copa que había traído y se lo bebió sin desprenderle la mirada. 
 — No tomes con el estómago vacío, te va a hacer mal— le dijo con voz ronca. 
 — Comí temprano — y se secó una gotita de vino con la punta de la lengua de gata. 
 — Claro, y a mí me engordaste para el sacrificio. 
— Un hombre con el estómago vacío es un hombre desdichado y sin iniciativa. Además, los platos eran sutiles. 
— Sí, sobre todo las almejas y las vieiras. Me quemaron la boca. 
— Una entrada identificada con lo femenino— ella encogió un hombro. 
— Yo más bien lo llamaría feminista. 
 — El plato principal era bien machista: una porción generosa y fálica de carne rosada y jugosa. 
 — Completamente de acuerdo. ¿Y el postre?
 — La tregua en la batalla de los sexos. 
 En el salón principal, las voces se superpusieron a la música varias veces. El mozo fue y vino con las adiciones y bandejitas con bombones para las señoras. El adicionista encendió un cigarrillo y lo escondió debajo de la barra para tomarse un café, mientras cerraba las planillas de la noche. Martello percibía todos esos movimientos, pero su atención estragada por la adrenalina y la testosterona estaba obsesivamente enfocada en los pasos a seguir, a saber: la cama de Magda o la suya. Todavía estaba en condiciones de mantener un simulacro de conversación coherente aunque plagada de insinuaciones, que Magda devolvía con maestría y con pezones erectos que empujaban la camiseta verde. El mozo se acercó a ofrecerles más café. 
"Una dosis extra de cafeína no viene nada mal", pensó y sonrió como si debajo de la mesa y de sus pantalones no pasara nada. 
 Magda agradeció la gentileza de su empleado con un aplomo que no reflejaba el tenor de la esgrima dialéctico sexual de cinco minutos antes, y le pidió el cappuccino de siempre. 
 — Voy a cerrar la cocina— dijo ella y se levantó de la mesa—. Ya vuelvo. 
 Martello se quedó mirando los posos de café de su pocillo, preguntándose acerca de la discreción del personal de la casa. No se hacía demasiadas ilusiones excepto en el caso del mozo. Bueno, ya se ocuparía del chusmerío a su debido tiempo: en ese momento tenía cosas mucho más importantes en qué pensar. Saludó con un cabezazo al adicionista, que había apagado la computadora y se despedía para irse por la cocina. 
 — ¿Me llevás? Tengo el auto en el taller— Magda había regresado sin el uniforme de fajina y con un bolsito al hombro. 
 Sentados en el auto, ella no le dio opciones. 
— Vamos a mi casa. 
— Claro, y el que tiene que madrugar soy yo. 
— Una cuestión de caballerosidad. 
 — Creí que eras feminista.
 — También soy remolona. 
Llegaron hasta la casa de Magda y ella le dijo que metiera el auto en el garage vacío. Él bromeó acerca de vecinos chismosos y ella aclaró: 
— No es por mí: es por vos. No quiero ser responsable de tu mala fama local— lo besó apenas en los labios. 
 — Pensás en todo. 
— Pensé en vos — lo miró a los ojos—. Todo el tiempo. 
 Le aplastó la boca con un beso furioso que ella respondió con voracidad y se bajaron del auto para no terminar en el asiento de atrás. El cuerpo Magda lo sorprendió. Había horas de gimnasio en la espalda lisa sin blandura, los hombros trabajados y los brazos recios. Las piernas de músculos largos y felinos podrían haber sido las de un atleta. El estrógeno había cumplido con sus deberes hormonales llenándole los pechos, y la cintura y las caderas eran el marco adecuado para la curva apenas esbozada del abdomen, pero no había otras concesiones a la mórbida suavidad que suele acompañar las redondeces femeninas. Martello sintió una punzadita de vergüenza ante su pancita de cuarentón mediano, pero Magda se encargó de hacerle olvidar su escaso estado atlético. 
No se hicieron el amor. Fue un duelo a muerte. Magda era una amazona que lo montó, mordió, lamió, chupó y llevó al éxtasis, arrancándole el aire junto con los orgasmos. No le importó rendirse y entregarse: ella jugó con su cuerpo y él se dejó adorar como un ídolo pagano por la sacerdotisa todopoderosa. Su propio falo era el instrumento de tortura que ella usaba para someterlo. Él la penetraba pero era ella quien lo encerraba en su carne y lo encadenaba con sus piernas. Nunca antes había disfrutado de ser el objeto y no el sujeto del sexo, y la mera idea le quemaba la sangre en las venas y en la verga. Intentó comportarse como un caballero y ponerse un preservativo, pero ella se lo sacó de las manos. 
 — No hace falta — lo miró a los ojos—. Estoy sanita y vos también, ¿no? 
 — Sí...— asintió confuso—, pero, bueno, ... te quiero cuidar... 
— Está todo bien. No te voy a acusar de paternidad irresponsable— sonrió burlona y dio por terminado el tema enterrándole la lengua en la boca, con un beso que lo dejó sin aire y sin argumentos. 
Más tarde, a las seis de la mañana, mientras se duchaba en su casa y dejaba que los picotazos calientes del agua intentaran despegar el olor a sexo de su piel, quiso recordar si ella había gozado tanto como él. Hubo un momento en el que le pareció que ella se abandonaba y perdía el control absoluto que había ejercido sobre él toda la noche. No estaba seguro. De lo único que podía estar seguro era de cuánto había disfrutado él y de la nula culpa que había sentido. 
"Soy un irresponsable sexual. Y lo peor de todo es que me gustó."
Tuvo que pelearse con la erección que amenazaba con obligarlo a volver a prácticas juveniles. 
 "Carajo, parezco un borrego."
Perdió el desafío y salió de la ducha con ganas de tirarse en la cama y dormir media horita, nada más. Se despertó a las ocho y se vistió a las apuradas, intimando al sujeto de abajo a responder a los mandos naturales. 

                                                                             **** 

"Cóncavo y convexo" ,M.C. Escher - Digitalcommonwealth


 En la Regional, el nivel de quilombo no salía de los parámetros normales, lo que le causó una moderada alegría. Dos choques sin heridos, de esos accidentes estúpidos que ocurrían por manejar con exceso de confianza y no hacer las señales reglamentarias. Uno de los borrachos habituales dormía la resaca en el calabozo. Una mujer insistía en hacer una exposición para dejar constancia de la prolongada ausencia injustificada de uno de sus empleados y la agente de turno intentaba convencerla de que era asunto del juzgado de paz y no de la policía. 
 — Buenos días, comisario. Llamó el comisario inspector general Herrera. 
 — Gracias, Álvarez. Ya lo llamo. 
"Se acabó la paz. Herrera llama para tirarme de las pelotas." Alguien aburrido en la jefatura regional había agarrado las estadísticas, y ahí estaba su anodino distrito turístico esforzándose por sobresalir en los diagramas de barras de los últimos meses. El celular le cortó el brote de autoconmiseración. 
— Martello. 
— Habla Ibáñez, Loquito. 
 — ¡Negro! ¿Tenés alguna novedad de las huellas? 
— No tiene antecedentes. 
Martello puteó para sus adentros. La búsqueda por huellas dactilares se complicaba. Ibáñez se ofreció a buscar en sus ratos libres. 
— Podemos empezar por los registros de la localidad. En una de esas, tenemos suerte. 
¿Y si no tenían suerte y la mujer no pertenecía a la localidad, la región o la provincia, Ibáñez iba a revisar los "pianitos" de toda la ciudadanía? Era una locura y se lo dijo. 
 — Dale, Loquito. No me digas que no tenés ninguna candidata. 
 — La verdad es que...sí tengo — no lo había admitido hasta ese momento —. Pero quería asegurarme de que no fuera otra persona...
Tomó la decisión. 
 —No busques más. 
 Se saludaron y se prometieron un encuentro y un café. Martello levantó el interno para pedir que citaran a Romero. Tuvo que aclarar que se trataba de el "Termo" para que supieran a quién llamar. 
— Señor, Romero está esperándolo— anunció Álvarez. 
Roberto Romero estaba de color gris y con un aspecto peor que el que le conocía, si es que podía haber algo peor. 
 — ¿Habló con su mujer? — preguntó sin dar vueltas. 
— No 'sta en lo de la madre. No fue — la voz le temblaba. 
— O sea que hace más de quince días que no sabe nada de Sandra. 
— No. 
— Quédese acá — le ordenó y salió de su despacho para llamar. 
Arregló que los esperaran y volvió a entrar.
— Vamos. — ¿Adónde?
 — A la morgue. 
Los ojos del tipo se llenaron de miedo. 

 ****

Morgue judicial de Córdoba- Archivo de "La Voz del Interior"

 
 El pasillo de color indefinible se le hizo eterno. Casi tuvo que arrastrar a Romero, que no sabía qué hacer primero, si vomitar o desmayarse. El auxiliar los llevó hasta las heladeras y el olor inconfundible de la muerte congelada le llenó la nariz, los pulmones y el cerebro. Romero murmuraba una letanía incomprensible. El auxiliar, con la indiferencia de la práctica, abrió el cajón metálico y descubrió el cuerpo. Romero balbuceó dos o tres incoherencias de las que el comisario alcanzó a entender "tatuaje". — ¿En dónde está el tatuaje? 
— La espalda... Abajo. 
El auxiliar sacudió la cabeza y desapareció por la puerta del archivo para volver con un sobre del que sacó un paquete con fotos. Una toma era del coxis y mostraba un tatuaje de filigranas y flores. Romero asintió con la boca abierta de horror. Martello sacó del sobre una bolsita plástica con el dije de la letra "S" y la alianza matrimonial. Romero se puso a llorar, primero sin ruido y después a los gritos. El comisario le hizo una seña silenciosa al auxiliar y éste cerró el cajón. 
No sería esa la primera ni la última vez que Martello tuviera que acompañar a alguien a reconocer un cadáver, pero siempre le provocaba la misma sensación nauseosa. No por el estado del cuerpo en sí, sino por empatía con quien tenía que hacer la identificación. El recuerdo implacable del cuerpo de Laura desparramado en una sábana encharcada de sangre, se le superponía a todos los cuerpos de todas las morgues a las que había ido o tendría que ir durante lo que durara su carrera de policía. Hicieron el viaje de vuelta en tiempo record y se detuvieron en la casa de Romero para que el hombre recogiera el documento de su mujer y poder comparar las huellas. 
Martello se fue haciendo a la idea de un día largo y tedioso. 
— Comisario, el comisario inspector general Herrera volvió a llamar — anunció Álvarez con cara de velorio.
"La puta que me parió, lo que me faltaba." Asintió con una sonrisa forzada y le pidió al agente que llamara a Herrera y se lo pasara a su oficina. La conversación no fue agradable y Herrera dejó bien en claro que la situación local se estaba tornando inaceptable para la superioridad, lo cual significaba que dado que el sacrosanto culo del señor comisario inspector general estaba en peligro, el suyo propio corría riesgo cierto de ser roto a la brevedad. Querían resultados, detenidos y procesados en el menor lapso posible. De nada sirvió explicarle al señor comisario inspector general que el caso Gaudet tenía análisis de ADN en curso que requerían un tiempo determinado y que tanto las muertes de González del Río como de Sandra Bermúdez eran demasiado recientes. Herrera contraatacó con la frasecita de las primeras cuarenta y ocho horas, sin que le importara una mierda que el cuerpo de la mujer hubiera sido encontrado por casualidad hacía una semana, cuando llevaba una semana de muerta. Martello tuvo ganas de recordarle a su superior los reclamos nunca satisfechos de más personal mejor calificado, pero apretó los dientes y prometió resultados con los dedos cruzados. 
Salió de su oficina con dolor de cabeza y de estómago, y se llevó a Romero a una piecita que habitualmente los muchachos de la Regional usaban para descansar y tomarse unos mates. Ahí no había teléfonos, así que si llamaban por el directo para romperle las pelotas, no lo encontrarían. 
 El día en que la occisa desapareció — la terminología procesal la había convertido en eso—, Sandra Bermúdez tenía que tomar el ómnibus de las ocho de la noche para llegar a casa de su madre a un horario razonable y acostarse temprano para estar fresca para la audición al día siguiente. Romero había estado en el videoclub, entrado y salido dos o tres veces, no sabía, y cerrado a las diez de la noche. O a las diez y media, no se acordaba. Sandra se había ido en taxi desde su casa. Él se había ido a comer al boliche de siempre. ¿A qué hora? No se acordaba. ¿A qué hora había vuelto a casa? Tarde. ¿Con quién había estado? Solo, bueno, con la gente del boliche. No podía dar una sola precisión de horarios ni personas que pudieran atestiguar en dónde había estado y a qué hora. Martello salió para pedirle a Bustos que verificaran si quince días atrás, alguna de las empresitas de remises y taxis de la ciudad había llevado a la mujer desde su casa hasta la estación. ¿No se había preocupado porque su mujer no lo llamaba? Romero intentó encontrar algún argumento válido, pero no lo tenía y se encogió en la silla. ¿Conocía el lugar en donde habían encontrado el cuerpo? Sí, todo el mundo lo conocía. Abandonado hacía mucho, en las épocas de gloria de la ciudad allí funcionaba un club de golf. Ahora era a medias un basural, a medias un monte desgreñado de talas, molles y espinillos en el que ni los bichos querian vivir. Bustos asomó la cabeza y le hizo señas. En el pasillo, le informó que ninguna empresa de taxis había llevado a Sandra Bermúdez o recibido un llamado suyo pidiendo un auto para ir a la terminal en las últimas tres semanas. Sandra siempre llamaba a la misma empresa, así que estaban seguros. 
 — ¿Quién llevó a su mujer a la terminal de ómnibus? 
 — El taxi. 
— No — lo enfrentó y Romero bajó los ojos .
— ¿Quién la llevó? — Martello insistió.
 El otro se encerró en un silencio empecinado. 
— ¿No habrá sido González? ¿Usted no se ofreció a llevarla, ella le dijo que no hacía falta, usted la quiso sorprender y cuando llegó a su casa la vio subirse al auto de González? 
 Romero estaba más mudo que nunca, la boca retorcida en una mueca deforme; el pecho subiéndole y bajándole a fuerza de pasar aire a los trompicones por la garganta. 
Martello siguió golpeando. 
— Y como eran una "pareja abierta", en lugar de hacer un escándalo ahí mismo, los alcanzó en la ruta, hizo bajar a su mujer y volvió con ella para casa mientras discutían. Sólo que en vez de ir al centro, donde todos escucharían la pelea, se fueron a un lugar más discreto, porque ustedes nunca se peleaban en público. 
 El hombre levantó la cabeza y negó. 
— No, no... Yo nunca... A vece' me calentaba, qué soy yo, ¿eh?, un boludo, un forro, pero ella decía que todo era pa' nosotro'... Lo' gile' son ello', decía... .Qu'seyó, a vece' le daba un sopapo, pero ella se l'aguantaba... 
 — Pero esta vez se le fue la mano, Romero. 
 — ¡No, no la seguí, se lo juro! — sollozó y se tapó la cara —. ¡Yo lo' vi a ello' nel'auto, pero no hice nada, se lo juro! Me volví al negocio...No hice nada... 
—¿Sabía que su mujer estaba muerta cuando le vació el sistema de frenos al auto de González? 
— Yo no le hice nada a Gonzále — murmuró Romero.
 — Pongámoslo de esta forma: ¿sabía que Sandra estaba muerta cuando González se mató? 
— No, no, yo la esperaba, ella iba a volvé... — el llanto lo dejó sin voz.
Martello se puso de pie, mirando con pena a ese desecho que tenía delante y salió a pedirle a Bustos que lo comunicara con el juez de instrucción para pedirle la orden de arresto. Le informó a Romero que estaba demorado y que no podía abandonar la sede policial y se volvió a su despacho con un regusto amargo en la boca. Recordó las palabras de un forense famoso: "Cualquiera de nosotros puede convertirse en un homicida. Un ciudadano honesto puede matar en un momento de emoción violenta". Romero tenía todas las fichas en contra. Bien podía haber liquidado a su mujer y después a González. ¿Estaba seguro? No, ni siquiera estaba convencido, pero no tenía otro candidato tan bueno como él y necesitaba uno para taparle la boca a Herrera, al menos por un tiempo.
 Se sentía un soberano hijo de puta y no lo consoló el pensamiento de que Romero tenía los móviles. Falta verificar la evidencia. 
"Aunque Romero no parece del tipo de los que borran sus huellas con cuidado. Y además, está lo que González le dijo a su mujer sobre la Bermúdez: que ella no los iba a joder más. ¿Por qué no? Quién sabe, Sandra lo estaba presionando demasiado, y entonces..." 
Encima de su escritorio estaban las hojas de fax de la morgue con el peritaje preliminar del auto de González. Tuvo una corazonada y llamó a Lynch. 
 — Martello, qué dice, che. Estaba a punto de llamarlo. 
 — Transmisión de pensamiento, doctor.
 — Así que identificaron a la NN. Tengo novedades interesantes respecto de ese caso. 
— Espere que tomo nota. 
Mientras escribía, el pulso del comisario se aceleró hasta que la sangre le galopó en las sienes. Sandra Bermúdez estaba embarazada de seis semanas. Su grupo sanguíneo era A positivo. Bajo las uñas había restos de piel: la mujer se había defendido de su atacante, que la había golpeado hasta dejarla inconsciente y estrangulado mediante lazo, posiblemente de cuero por el tipo de lesiones. No había existido ataque sexual.
 — Doctor, una última pregunta. Recuerda la pericia del auto de González del Río, ¿verdad? 
 Del otro lado, Lynch asintió. 
 — Había manchas de semen en los asientos del auto. ¿Se podría comparar el ADN de González con el del feto de Bermúdez y con el del atacante? 
 Lynch se entusiasmó con la idea y le prometió que hablaría con el juez para pedir las autorizaciones. Si la mujer estaba embarazada de otro, Romero más que nunca tendría motivos para matarla y matar después al tipo. Entonces, ¿por qué González le dijo lo que le dijo a María del Carmen? Empezó a anotar fechas de entrevistas, reuniones y hallazgos y dedujo que González se había reconciliado con su mujer para la época en que Sandra había sido asesinada. ¿González sabría del embarazo? ¿Sandra lo habría chantajeado con eso? Se levantó de un salto y cuando pasó delante del mostrador de la entrada, avisó que salía y que lo localizaran en el celular.  

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