"Tres esferas II"- M.C.Escher- Digital Commonwealth |
Otto Koppf no tenía oficinas. Su "despacho" estaba en la mesa de una de las confiterías tradicionales de la ciudad. Allí leía los diarios, cobraba los alquileres de sus locales, y realizaba sus operaciones de usura a la luz del día y al doble de los intereses de plaza. Martello encaró hacia la mesa de Koppf cuando éste ya le hacía señas para que se acercara a tomar un café.
Se
saludaron e intercambiaron banalidades mientras el mozo los atendía y los demás
parroquianos paraban las orejas. Martello se acomodó de forma de quedar de
espaldas al público.
—
Ya me extrañaba que no viniera a verme — dijo Koppf con calma.
—
¿Por qué?— Martello fingió una moderada sorpresa, como para no desilusionar al
viejo.
—
Estuvo en lo de Saguie...— Koppf dejó la frase sin terminar.
—
Entonces, podemos ahorrarnos un montón de tiempo los dos.
—
González del Río vino a verme por un asunto privado — Martello enarcó una ceja
entendedora y Koppf se apuró a aclarar—. No, no es lo que se imagina. Tenía que
pagar los tratamientos de infertilidad de la mujer.
El
comisario curvó la boca hacia abajo mientras asimilaba la información. Y esas cosas nunca son baratas. Su
interlocutor se permitió una sonrisita cómplice.
—
Cuestan fortunas, y González del Río se había dado el lujo de perder unas
cuantas. No le podía decir a su mujer que no podían pagar los tratamientos así
como así.
—
Si González estaba quebrado, ¿cómo pensaba usted que le devolvería la plata?
—
CableStar es una uvita. Como director financiero, González del Río era
desastroso, pero la empresa todavía tiene nombre.
—
Pero González no era el propietario de CableStar ni de las radios— fue el turno
de Martello de sorprender al viejo, que palideció y enrojeció apenas —. La
dueña es la mujer y, según ella, no son bienes gananciales.
Koppf
murmuró algo así como "pero qué hijo de puta" y recompuso su imagen
patriarcal.
—
Supongo que si Carmencita hubiera quedado embarazada, González no habría tenido
problemas en convencerla de vender CableStar.
—
Pero no quedó.
—
Lamentablemente.
—
Y usted estaba empezando a reclamar lo adeudado.
El
viejo negó con un ademán.
—
González vino a pedir más plata. Carmencita quería hacer un nuevo intento y yo
quería más garantías, imagínese.
—
O sea que la noche en que González murió...
—
Quería hablar con él sobre el nuevo préstamo. Iba a dárselo si él aceptaba
poner acciones de las radios como garantía. Las mujeres y los chicos siempre me
conmueven.
Seguro, Herr Corleonenn.
—¿Cómo
piensa recuperar lo que le prestó?
—
Tendré que hablar con Carmencita, explicarle. Es una chica razonable.
Martello
estaba a punto de irse cuando una pregunta se le cruzó y se sentó de nuevo.
—
¿Gónzález le habló alguna vez de su relación con Sandra Bermúdez?
—
¿Hablar? — Koppf soltó una risita como un ladrido—. ¿Para qué? Si lo sabía todo
el mundo...
Menos yo, que soy un caído del catre.
—
Bueno, ella también le costaría plata...
—
A Sandra le interesan las influencias de González del Río en los canales de
televisión, los contactos, los trabajitos que él pudiera conseguirle.
Martello
reparó en que Koppf hablaba de Sandra Bermúdez en presente. Todavía no se había
dado a conocer la identidad del cuerpo. Prefirió
mantener la confidencialidad del dato.
—
Y que él se cobraba en especie.
—
Cualquiera en su lugar hubiera hecho lo mismo— el viejo torció la boca en una
mueca.
—
Sabe, no termino de entender... González se endeudó para pagar los tratamientos
de infertilidad de su mujer; sin embargo, su relación con Sandra Bermúdez era
vox populi, amén de las otras canitas al aire.
—
Comisario, acá estamos acostumbrados a estas cosas. Mientras no se salgan de
sus carriles, todos nos hacemos los zonzos, esposas legítimas inclusive. Los
problemas vienen cuando aparecen hijos extramatrimoniales que nadie espera.
La
última frase le disparó la alarma interna a Martello y lo empujó a hacer la
siguiente visita. Quiso pagar los cafés pero Koppf insistió en invitarlo, así
que le agradeció la cortesía y se fue.
La secretaria de CableStar le informó que la señora estaba con el contador y que demoraría un poco en recibirlo.
—
Puedo esperar — le sonrió lo más luminosamente que pudo y la secretaria
agradeció el piropo tácito.
—
¿Le sirvo un cafecito, comisario?
—
Bueno, gracias...Disculpe, no sé su nombre.
—
Analía— aclaró mientras le alcanzaba la tacita.
—
Analía, usted es un ángel.
—
Lástima que todos no piensen lo mismo— ella cabeceó hacia la puerta del
despacho.
—
La situación debe ser difícil para todos— contemporizó.
—
Y encima, es lo que hay. Esto... o nada.
La
secretaria se volvió a su escritorio tapado de agendas y empezó a apilar
algunas en un extremo. Martello vio que esas tenían iniciales en dorado:
LGR.
—
Analía, ¿usted llevaba las agendas de González?
—
Todas— se pavoneó ella—. El señor Lauro me tenía absoluta confianza— y
"absoluta" sonó en letras de neón.
Diez
minutos después, Martello se había enterado de unas cuantas cosas y aprendido
otras tantas, que podían resumirse en un único enunciado: no hay como una
secretaria eficiente para contarle las costillas a un jefe. Costillas que
incluían horarios, viajes, gastos, amantes fijas y actividades
"extracurriculares", todo codificado y anotado prolijamente en
diversos registros de variados grados de accesibilidad al público en general.
Las probabilidades de que Analía recibiera algún tipo de atenciones especiales
— económicas y de las otras —, por parte del extinto zar de los medios, irían
parejas a su íntimo conocimiento del pedigré del sujeto, conjeturó el
comisario.
—
¿Alguna vez Sandra Bermúdez visitó a González aquí?
—
Día por medio— la mujer bajó un poco la voz—. Sandra entra como Perico por su
casa. Bueno, no hace falta que le explique, ¿no?
Martello
negó con una sonrisita cómplice.
—
¿Cuándo fue la última vez que vino?
—
Y ... — se detuvo a sacar cuentas—, hace como quince días, algo así... Ay,
Dios, justo una semana antes de lo del señor Lauro— se mordió el labio.
—
¿Sandra hizo algún comentario en esa ocasión?
—
El señor Lauro le consiguió algo en Canal 10 — Analía casi susurraba—. Debe
estar bailando en una pata de contenta, imagínese. En la tele, lejos del salame ese del marido,...
—
También iba a estar lejos de González...
La
mujer chasqueó la lengua.
—
Esa es una aprovechada, no anda con un tipo si no puede sacarle algo. Él ya
estaba medio podrido. En otro momento, él mismo la hubiera llevado a la capital
y ese día le dijo que tenía que irse sola porque tenía una reunión. Bueno, era
cierto. Pero al principio cancelaba reuniones importantes para salir con ella—
la mujer hablaba con conocimiento de causa.
Martello
recordó colateralmente que nunca hay que arrepentirse del todo por escuchar a
un chismoso y dedicó los siguientes
minutos de su máxima atención a la información con que Analía regalaba sus
oídos.
Un tipo con cara de contador público harto de
los despelotes de sus clientes salió del despacho, cargado con una carpeta
vieja y gorda, a fuerza de montones de papeles mal acomodados. Analía lo saludó
y el tipo respondió con un gruñido que sonó a "vuelvomañana". La
mujer lo anunció y lo hizo pasar.
María
del Carmen Ayala estaba rodeada de
facturas, recibos, vales de caja y de una atmósfera algo pesada.
—
Lamento interrumpir en este momento...
—
Cualquier interrupción es bienvenida. Esto es un desastre — la mujer se pasó la
mano por el pelo. — Hay órdenes de pago emitidas dos veces, vales de caja sin
respaldo de gastos, espacios de publicidad sin facturar... Problemas con uno de
los bancos... Necesito un café. ¿Quiere uno?
No
había alcanzado la dosis diaria máxima de alcaloides suaves y asintió con una
sonrisa. Ella despejó un espacio en donde apoyar las tazas que Analía trajo
casi enseguida y sin hacer ruido.
Retrato de G.Escher-Umike - M.C.Escher - Digital Commonwealth |
— ¿Cuándo se enteró
de los problemas económicos de CableStar? — Martello preguntó y ella lo miró
sorprendida. Él señaló con el mentón los papeles desparramados.
— Ahora— la mujer
esbozó una media sonrisa triste.
— ¿Entonces, no
sabía que Otto Koppf le había prestado plata a su marido?
— ¿Qué...?
— Acabo de verlo.
Me confirmó que González le debía una suma importante.
— No me imagino los
motivos...— pero a Martello le pareció que ella se los estaba imaginando y
bien.
— Disculpe la
indiscreción pero, según Koppf, ese dinero fue para pagar tratamientos de
infertilidad.
La mirada de la
mujer se volvió opaca y ella pareció hundirse en el sillón.
— Lauro no me dijo
que había pedido prestado. Ahora entiendo... — y sacudió la cabeza.
— Usted misma
admitió que su marido había despilfarrado lo que no tenía.
Ella hizo una pausa
larga antes de responder.
— A veces una no ve
lo que no quiere ver, ¿no? En cualquier momento, don Otto vendrá a reclamar lo
que se le debe. Viejo de mierda, hace no sé cuánto que anda detrás de
CableStar. Parece que esta vez se va a dar el gusto, pero no se la voy a hacer
fácil — masculló entre dientes con ferocidad inesperada.
Martello dedujo que
Carmencita Ayala no era de las que le hacían las cosas fáciles a nadie y una
chispita de intuición le fulguró en algún lugar de la cabeza.
— Necesito hacerle
unas preguntas sobre la semana previa a la muerte de su marido— ella asintió
distraída y él siguió—. Más precisamente, para la fecha en que él le dijo que
había terminado su relación con Sandra Bermúdez.
La mirada de la
mujer se volvió venenosa pero no abrió la boca.
— ¿Después de esa
ocasión, González volvió a hacer alguna referencia a Sandra?
— Se imaginará que
esa no era mi tema de conversación preferido.
—Por supuesto. Pero
se lo pregunto porque el marido de Sandra Bermúdez aseguró que González le
había conseguido un contrato en Canal 10.
— Habrá sido el
precio por dejarlo en paz— escupió ella con desprecio—. Sandra no daba puntada
sin hilo.
El sentido auditivopolicial de Martello le
pasó el aviso. ¿Por qué habla de Sandra
en pasado?
— ¿A qué hora
volvió a casa su marido, la noche en que le dijo que había cortado su relación
con Sandra?
— Alrededor de las
once y media. Supongo— agregó, pero ya había respondido demasiado rápido y con
demasiada precisión como para que Martello pasara de largo.
— ¿Venía de verla?
—preguntó.
— No me lo iba a
decir directamente, ¿no le parece? — restalló la mujer.
— Su secretaria me
confirmó que ese día su marido tuvo una reunión aquí en el canal y que no fue a
ninguna parte.
— No es lo que
Lauro me dijo a mí— retrucó ella, con
cara de "mi palabra vale más que la de esa".
—No, cierto. ¿Su
auto tenía cristales polarizados, verdad?
— Sí— respondió
ella, molesta—, ¿Qué tienen que ver los cristales?
— Que no se sabe
quién conduce el auto.
— Para eso son los
cristales polarizados, ¿no? — esta vez la cara decía "¿sos tan
idiota?"
— Por supuesto...
Sabe, hay algo en todo esto que no me cierra del todo. Roberto Romero vio el
auto de ustedes en la puerta de su casa, esperando a Sandra Bermúdez.
Ella bajó las comisuras
de los labios en un gesto de desentendimiento. Él insistió.
— Pero si González
tenía una reunión aquí, ¿cómo es posible que a la misma hora fuera a buscar a
Sandra para acompañarla?
— ¡Habrá mandado a
alguien a buscarla! ¡Qué se yo! ¡Lo único que me falta es preocuparme por la
puta esa que bien está en donde está! — Las palabras se le amontonaron en la
boca tensa de rabia.
— Sí, yo también
pensé que debía ser otra persona la que estaba en el auto.
¿Por qué esta mujer no me pregunta qué tiene que ver lo
de Sandra Bermúdez con la muerte de su marido? Salta como leche hervida cada
vez que se la menciono, pero habla de ella en pasado. ¿Es tan rencorosa o...?
En los últimos
tiempos, la conjunción disyuntiva "o" tenía la particularidad de
desencadenar bifurcaciones que por lo general desembocaban en hipótesis
desagradables. Y la hipótesis alcanzada en esa bifurcación empezó a crecer y
tomar cuerpo.
"Bien está en donde está". ¿Y en dónde se
supone que está?
Tenía que conseguir
más elementos de juicio, pero ya no podía continuar con las preguntas a María
del Carmen Ayala sin una orden del juez o sin el abogado de ella. Aunque el que no arriesga, no gana.
— Una última
cosita...
— ¿Qué? — lo
interrumpió sin gentileza.
— ¿Podría darme un
detalle de sus actividades de ese día en particular?
Los ojos de la
mujer eran rendijas en la tapa de un pozo.
— Seguro. Me fui
temprano a la capital, a la clínica de fertilidad, y volví a mi casa alrededor
de las nueve y media de la noche — sonrió, y la sonrisa parecía la de una
yarará a punto de embucharse un ratón de campo.
O sea que más temprano podría haber estado en otra parte.
En la puerta de la casa de Sandra Bermúdez, por ejemplo.
Pero ya no tenía
más espacio para continuar sin que la mujer lo acusara de apremios ilegales o
algo parecido. Se despidió murmurando un saludo que no fue correspondido.
Ya en la calle,
cruzó hasta la playa de estacionamiento en la que los empleados y directivos de
CableStar, las FM y la revista, dejaban sus autos. El encargado estaba moviendo
un autito de color gris, bastante baqueteado por el clima y las condiciones de
uso. El hombre lo saludó obsequioso — acá me conocen hasta los perros y yo todavía
no me aprendí las calles, caviló — y le preguntó por el auto de don Lauro.
En tono profesional, Martello aclaró que el vehículo de los González del Río
continuaría secuestrado hasta tanto concluyeran las pericias. El hombre asintió
varias veces con cara de velorio.
— Lindo... Un
autazo, viera. Nuevito, ricién estrenao. Una lástima — parecía más apenado por
el destino del coche que el de su propietario.
— ¿Los autos quedan
siempre con las llaves puestas? — preguntó Martello, dando una ojeada al resto
de los vehículos estacionados, casi todos con las ventanillas abiertas.
— Y sí— respondió
el encargado —, acá e' tranquilo, ¿vio?
Cierto que no había
robos de automotores en la zona, no al menos de los más conspicuos, razonó.
¿Quiénes manejaban el auto de González? El encargado dijo que sólo el finado o
su mujer lo usaban. ¿Nunca se lo prestaba a algún empleado? Nooo, el hombre
puso cara de sacrilegio. Para eso estaba el "vehículo de flota", y
señaló el autito gris que acababa de estacionar. ¿La señora de González usaba
el auto a menudo? Y sí, respondió el hombre. Se lo llevaba y lo dejaba ahí,
para el marido. ¿Le avisaba al marido? El hombre no sabía, no preguntaba. Era
la mujer, ¿no?, le avisaría. A él no le decían nada. Martello le agradeció y se
fue caminando despacito de vuelta a la Regional.
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