¡Felicitamos a quienes forman parte de esta nueva antología!
PRIMER PREMIO:
Motorhome dream
Mariano Tirigall – Beccar (BsAs)
—¿Le cuento
un secreto?
—Hable
tranquilo, ya no hay nadie en el comedor.
—Hoy renuncio
al trabajo. ¿Qué hora es?
—Ocho menos
veinte.
—A las ocho
subo a la oficina del dueño a decírselo. No le va a gustar nada, pero esta vez
no me frena. Renuncio y me voy de viaje: ya compré la motorhome.
—La famosa
motorhome.
—Pero no se
imagine la típica casita rodante. Es una Mercedes Benz con todos los chiches.
La tengo estacionada en casa, en la vereda, tapa el frente entero. Tiene tres
camas, una es matrimonial, calefacción, aire acondicionado, cocina con
heladera, baño completo.
—Yo cada vez
le doy más importancia al baño.
—¿Sabe cuándo
empecé a planear este viaje?
—De chico,
seguramente.
—A los once.
Cuando nos fuimos en casa rodante con mis viejos desde Ramos Mejía hasta
Ushuaia. Ahí se me ocurrió lo de viajar hasta la otra punta, hasta Alaska.
—Ojo con los
esquimales que besan en la boca a cualquiera.
—Buenos Aires—Alaska
en seis meses. ¿A qué no adivina cuántos kilómetros son?
—Y, deben ser
como dieciséis mil.
—Sí, exacto,
dieciséis mil kilómetros. En la pared del living tengo pegado un planisferio
gigante, desde el sócalo hasta el techo, con todo el itinerario punteado
prolijito en negro. Armé una carpeta con un folio para cada ciudad por donde
voy a pasar. Voy a recorrer trece países.
—Trece nunca,
es yeta, métale uno más.
—¿Sabe
cuántas veces renuncié a este trabajo?
—¿Unas
cuatro?
—Exactamente,
cuatro. El día que cumplí treinta y cinco fue la primera. Esa vez el dueño me
dijo que me necesitaba. Me lo dijo de una manera tan franca que me desarmó.
—Claro.
—Sí, pero
esta vez no. Ya tengo treinta y nueve años, es momento de concretarlo, ¿no?
—Treinta y
nueve… Está un poco baqueteado, parece bastante más.
—Y además ya
tengo la motorhome lista. Hasta me compré una rueda de auxilio extra. Piense
que no va a ser todo autopista, voy a ir por rutas de ripio, caminos de montaña.
Y con las ruedas no se jode. ¿Le conté que me hice un curso de mecánica en el
Automóvil Club? Uno de mecánica de camiones.
—Yo, de
autos, nada.
—No crea que
es fácil dejar esta empresa, cuesta. Acá gano muy bien, el dueño me aumentó el
sueldo cada vez que fui a renunciar. Además los empleados me respetan y me
aprecian: las dos cosas, que no es fácil. A pesar de que el dueño me nombró
jefe adelante de todos. Les dijo que yo era su mano derecha.
—Se quedó
manco el pobre.
—Me dio una
oficina para mí solo con una ventana desde donde se ven los árboles del Liceo
Militar. Eso fue después de la tercera vez que renuncié, el día que admitió
que, si no hubiese sido por mí, las exportaciones de la empresa no existirían.
Porque soy el único que habla inglés. Yes, sir, I’m a fluent English speaker.
—Y, sí,
hablar inglés es importante. Yo nunca le di bola.
—No sé si le
dije que la motorhome tiene tres camas.
—Lo comentó.
Una matrimonial.
—Sé que
parece un despropósito para un hombre que va a viajar solo. El tema es que tuve
un pálpito. Un sábado a la mañana, subido a una silla frente a mi mapa,
analizando el norte de Brasil. Fue una de esas intuiciones que te golpean como
una cacerola: En este viaje voy a conocer
a la mujer de mi vida. Lo sentí clarito.
—Tendría que
haber jugado a la quiniela, al 21, es la mujer.
—A mí nunca
me fue bien con las mujeres, pero ese sábado, escuchando a un locutor de la
radio, se me ocurrió que quizá no soy un hombre para las mujeres argentinas.
Que mi personalidad es más para una mujer de otro país.
—Puede ser,
las argentinas son jodidas.
—Me gustaría
conocerla en el fogón de un camping, o en un acantilado del Pacífico. Pero,
aunque me la encuentre en una estación de servicio destartalada, creo que igual
la voy a reconocer. Y voy a seguir el resto del viaje con ella. Va a ir sentada
mirando los mapas a mi derecha, cantándome algo lindo. Y ni hablar de cuando
lleguen los chicos ¿Usted tiene hijos?
—Uno, un
nene.
—Qué bueno. A
mí me gustaría tener dos. Espero que a ella también. Al final del viaje vamos a
tener que elegir en cuál de los dos países vivir: en Argentina o en el de ella.
Mi pálpito me dice que va a ser canadiense o mexicana. ¿Qué hora es?
—Ocho menos
cuarto.
—Avíseme a
las ocho menos cinco que tengo que subir.
—Le aviso,
coma tranquilo.
—Estoy
nervioso. El dueño me va a ofrecer el oro y el moro. Me va a decir que en
Humahuaca voy a querer pegar la vuelta, que estas cosas las hacen los
aventureros, no los ordenados como yo. Pero hoy no me frena, aunque me quiera
asociar, ni que me regale un Volvo 264. Hoy salgo de la oficina como hombre
libre.
—Tome la
servilleta, le quedó un poco de puré.
—Lo lindo es
que no se va a terminar en Alaska. Todas las vacaciones vamos a viajar con la
motorhome en familia. Ya me imagino manejando con el mar al costado, los chicos
jugando al ludo con su mamá en la mesita de la cocina. ¿Qué hora es?
—Ocho menos
diez.
—Esto de
renunciar es complicado, ¿no? En todo caso, a la vuelta puedo conseguir otro
trabajo tan bueno como este, ¿Usted qué piensa?
—Último
bocado, termínese la milanesa. Despacio, no se vaya a atragantar.
—Buenas
noches, caballeros.
—Andreita,
genia, gracias por venir antes. Tengo que rajar para buscar al nene por yudo.
—Hola,
abuelo, ¿cómo anda? No me mire con esa cara, ¿de vuelta se olvidó de mí? Soy
Andrea.
—Abuelo,
Andrea lo va a ayudar con el postre, ¿sabe?
—¿Ya tomó el
donepezilo y el clonazepam?
—Sí, pobre,
cómo le cuesta pasar las pastillas.
—¿Los demás
ya están en los cuartos?
—Todos
acostados menos él. Ya está terminando lo de la motorhome, le deben quedar seis
o siete minutos.
—¿Te conté
que la semana pasada apareció un sobrino a visitarlo? Me dijo que hace poco
donaron la motorhome a una fundación, que estaba como nueva, el cuentakilómetros
en sesenta.
—¿Qué hora
es?
SEGUNDO PREMIO:
CINTHYA (DE REGRESO)
Edmundo Kulino — CABA
—¿Estás bien,
querida? — preguntó Abel.
Cinthya movió afirmativamente
la cabeza. Hacía calor y su pelo produjo una corriente de aire que llegó hasta
los labios del doctor Rossi.
—¿Segura? —
preguntó Rossi –. No es porque piense hacerla regresar —aclaró—. Solo quiero
saber si se siente medicada correctamente. Digo, si se siente normal, sin esos
nervios que... —se encogió de hombros—. Bueno, usted sabe.
Cinthya se acercó
al balcón. El día se veía radiante, como una piedra blanca afectada por la luz.
Las copas de los árboles parecían encendidas debido a la radiación del sol.
—¿Está claro lo
que quiere el doctor? —insistió Abel, su marido y se acercó por detrás.
Ella se volvió. Su
sonrisa centelleó como una pieza de marfil recién lustrada.
—Me siento muy
bien— dijo sin dejar de sonreír—. Me alegra volver a casa. No habrá más
problemas – miró al doctor—. Tampoco habrá problemas con Abel y menos con los
vecinos. Estoy contenta de estar otra vez aquí.
El doctor Rossi le
sonrió. Abel acercó la mano hasta la cintura de Cinhya y también sonrió.
—¿Tomará las
pastillas usted misma? — Rossí hizo una mueca con la boca para demostrar
atención—. Si quiere puedo confeccionar una lista para que la mucama le
recuerde el horario de cada uno de los específicos —agregó.
Cinthya volvió a sonreír
—No necesito
controles —comentó y repitió pausadamente el nombre de cada medicamento y horarios.
Abel festejó con
un silbido agudo.
—¡Bravo! — el
doctor Rossi aplaudió —Si le molesta la música del chico del quinto recuerde lo
que le dije: usted, a esta altura, puede dominarlo todo.
—Lo sé.
—¿Un vermouth? —preguntó
Abel.
—No —respondió
Cinthya—. No olvides que el alcohol esta contraindicado con las pastillas que
tomo.
El doctor Rossi
sonrió y le hizo un guiño a Abel.
—Yo creo que usted
está mucho mejor que antes de enfermarse —le dijo a Cinthya—. Y mejor que
muchos de nosotros que todavía le hacemos tomar pastillas.
—Humm... —emitió
ella con un mohín gracioso —. Me siento bien.
—¿Usted, doctor? —
preguntó Abel —. ¿Un whisky?
—Voy a seguir el
camino prudente de Cinthya. El alcohol y el cigarrillo lejos. De lo contrario,
no haré más que confirmar el dicho famoso; ”haz lo que digo pero no lo que
hago”.
Cinthya y Abel
rieron. Ella se volvió otra vez hacia el vacío. El sol le pegaba de costado y
hacia refulgir el pelo lacio y rubio que caía tapando parte de su cara.
—Hace mucho que no
tomo sol —dijo—. ¿Siempre está abierto el solarium de la terraza?
—Siempre —contestó
Abel.
—Me gustaría
ponerme la malla para tostarme un poco.
La mirada
inquisitoria de Abel llegó hasta el doctor.
Rossi hizo una señal afirmativa con la cabeza y Abel devolvió el gesto.
—Claro, querida.
El sol, te hará bien.
La sonrisa de
Cinhya se amplió. Soltó la baranda del balcón y corrió hacia su dormitorio.
Cerró la puerta y se desvistió con rapidez. Fue hasta el espejo y miró con
atención: su cuerpo aparecía sedoso, esbelto y proporcionado como le gustaba a
Abel. Apoyó las manos sobre las caderas y las empujó hacia abajo. La piel se
deslizó rápido debajo de ellas, sin dejar rastros de celulitis. Abrió uno de
los cajones y tiró sus mallas sobre la cama. Había bikinis, tangas y enterizas.
Eligió una enteriza blanca y se la calzó con rapidez. Enseguida entró al baño y
extrajo varios frascos del botiquín. Los puso en un bolso rojo y se acercó al
“placard”. De entre las cajas, sacó un frasco de mayor tamaño y un lápiz para
labios blanco. Luego, descolgó una salida de baño azul y se la colocó sobre los
hombros. Arregló los frascos en el bolso y salió.
El doctor Rossi y
Abel se habían sentado en los sillones que ocupaban el balcón, casi sobre la
baranda y el vacío, frente a una mesa de mármol.
—Hasta luego —dijo
Cinthya y caminó hacia la puerta de salida.
Hubo una pausa
durante la cual Abel y el doctor Rossi mostraron satisfacción.
—La veo bien —
dijo Abel, sin dejar de mirar la puerta.
—¡Yo diría que muy
bien! —subrayó Rossi—. Sufrió mucho pero ahora está espléndida —confirmó y tomó
con la mano una de las de Abel—. Y ahora sí que aceptaría un whisky — agregó
con una sonrisa cómplice.
—¡Lita! —llamó
Abel y casi de inmediato apareció la mucama —. Dos The Monks —, le pidió.
—Por favor, el mío
con agua —dijo el doctor.
—Los dos con agua —
agregó Abel –. Uno con hielo. Tal vez, festejemos con una borrachera — comentó
y se rió con ganas.
Cinthya salió del
ascensor y entró al solarium. El lugar se veía solitario. Siempre estaba así, a
esa altura del verano, cuando todos disfrutaban del sol en Brasil y Punta del
Este. Atravesó la terraza con pasos rápidos y accedió a la escalera que llevaba
hasta el depósito de agua. La subió con agilidad, caminó hasta el descanso y,
sin tomar una pausa, trepó los escalones que terminaban en la planicie que soportaba
la tapa del tanque. Dejó el bolso sobre la cubierta, se puso en puntas de pie y
estiró los brazos mientras hacía una inspiración profunda. Abajo, las copas de
los árboles se veían lejanas y daban la sensación de configurar un gran parque
geométrico, salpicado de vacíos.
Durante unos
segundos estuvo quieta, mirando e inspirando. Luego, se arrodilló, empujó la
tapa del depósito hasta que el espejo de agua quedó a la vista; sacó del bolso
el frasco grande, el que decía cianuro, y empezó a volcarlo como si fuese sal
sobre el agua fresca, quieta y cristalina.
TERCER PREMIO:
Maneki Neko
Claudio Mamud – CABA
Fue él quien empezó. Hace tres años
para el día de mi cumpleaños, mi amigo de la primaria, Raymundo, se me apareció
con uno de esos horripilantes gatos dorados que mueven una manito.
—Se llama Maneki Neko —me explicó con
sonrisa de vendedor de seguros—. “Maneki” significa ‘invitar a pasar, atraer’,
viene de un verbo japonés que quiere decir eso, “invitar a pasar, atraer”, y
que se pronuncia algo parecido, ahora no me acuerdo. Y Neko es “gato”, ¿ves?
Significa “gato que atrae la suerte, el dinero, los negocios”.
Me explicaba como si fuera un niño de
jardín de infantes. Me quedé pasmado ante semejante regalo, pero como pensé que
debía decir algo, atiné a expresarle que pensaba que esos gatos eran chinos.
“No, no; son japoneses, y te lo regalo para que tengas más clientes”. Le
recordé que era odontólogo, que no tengo clientes sino pacientes, pero él me respondió
que eran lo mismo. Lo peor fue su advertencia: “No te deshagas de él, mirá que
trae mala suerte y además, yo vendré a asegurarme que esté bien visible en tu
casa”. Por temor a que realmente pudiera traerme mala suerte —soy de los que no
pasan debajo de una escalera— lo conservé.
A mi esposa no le desagradó tanto como
a mí. Esos gatos siempre me parecieron espantosos; encima están por todos
lados. ¡Ahora también había uno en mi casa! Mi único consuelo fue que en breve
sería también su cumpleaños, de modo que podría devolverle “la atención”. No
recordaba que tuviera uno de estos gatos en su casa.
Cuando llegó la reunión, después de que
le cantaran el Feliz Cumpleaños, le di mi obsequio: un nosequé neko más grande
que el que me regaló él. Medía como veinte centímetros. Disfruté al ver su cara
de sorpresa y cómo trataba de disimular su desagrado. Esa sonrisa forzada que
me dedicó me alegró todo el día; ¿qué digo el día?, todo el mes.
Me ponía más contento el saber que
Raymundo debería esperar todo un año para poder vengarse. Me equivoqué. Al mes
estaba entrando a mi consultorio con un paquete torpemente envuelto con papel
celofán. Arriba, mal pegado con cinta scotch, hacía equilibro un moño blanco.
“¡Feliz Día de la Patria!”, exclamó al verme. Lo abrí sólo para corroborar lo
que imaginaba. Este gato que movía la mano era más grande que el que le regalé
para su cumpleaños. Le sonreí y le agradecí. No faltaba mucho para que
celebráramos el Día de la Independencia. El 9 de julio entré a su mercería con un gato que
medía setenta centímetros de alto. Al dárselo, para reírme aún más, le dije que
si era más grande atraía más dinero y más rápido.
¿Es necesario que siga? Al momento,
tengo en mi casa doce gatos que mueven la manito, y que, de cualquier manera en
que los coloque, siempre me están mirando fijamente. Hay dos que hasta creo que
me sonríen. Todos tienen distinto tamaño y diferentes colores: tengo blancos,
grises, plateados, rojos; y, los que me resultan más feos, dorados. Para ubicar
el último que me regaló, debí correr el ropero del dormitorio. Ya no sé cómo
calmar a mi esposa. Yo tuve que comenzar a hacer terapia. Aún sigo viendo a la
psicoanalista una vez por semana. Había logrado calmarme, pero ahora estoy más
preocupado que antes. El otro día iba caminando por el centro y vi en un
negocio uno de estos gatos horribles que medía casi un metro y medio. Entré
feliz para comprarlo, pero me dijeron que era imposible, que ya estaba
reservado por un tal Raymundo.
MENCIÓN:
Esto es para vos, Abuelito
Fabián Kon — CABA
Estalló otra
cumbia a todo volumen, y las tipas volvieron al patio, zarandeando el culo. Las
tangas y los corpiños con flecos no contenían la abundancia de carnes de esas
trolas, que ahora rodeaban la mesa para hacerse apoyar y manosear.
El Abuelito me
miró con una sonrisa, señalando a los gatos como si dijera “Esto es para vos,
pingo”.
Lindo regalo,
pensé, mientras agradecía con un gesto. Como si el Abuelito pudiera compensarme
los años que me morfé en Marcos Paz. Sin un mango había ido en cana, y bien
callado me había quedado. El primer año no pude defenderme, y tuve que
entregarme a los tumberos. Después me acomodé, y me fui a otro pabellón a
ranchear con un grupo de ranas que operaban en la triple frontera, desde
Iguazú.
—Esta partuza es
por vos —dijo el Abuelito levantando una Quilmes—, mi pingo querido. Hoy todos
brindamos por vos. Porque… —al Abuelito se le entrecerraron los ojos. Hizo una
pausa, la botella oscilándole en la mano—. Porque vos… Vos sí que te la
bancaste, pingo.
Pingo. Si el
poronga de la banda te llamaba pingo, significaba que eras del palo. Que ya te
había domado y entrenado para que laburaras con él.
Alrededor de la
mesa se festejaron a los gritos las palabras del capo. La Pulga se me abalanzó
en un abrazo empapado en chivo.
—Vos sí que nos
hiciste el aguante, flaco —me dijo en la oreja, y casi me noquea con el
aliento.
El Sardina intentó
levantarse, pero se cayó de culo, y se le cagaron de risa. Se quedó ahí tirado,
a dormir el pedo.
Cuando arrancó un
merengue, las trolas se pusieron a bailar en fila, bien agachadas y
franeleándose las tetas.
—¡Vamoooo! —gritó
el Cuis, y ahí nomás sacó un fierro de abajo de la camisa. Apuntó al cielo, y
vació el cargador.
—Pará, pelotudo
—dijo el Abuelito—, que podés matar un pendejo. —Y señaló para las casas—. Si
de pedo boleteás a algún pibe, los vecinos se nos vienen al humo.
Con el último
cuetazo, el Sardina trató de levantarse del piso, pero enseguida volvió a
tumbarse.
Ahora las minas se
agarraban en trencito, y bamboleaban las cachas alrededor de la mesa.
La banda en pleno
se había juntado para darme la bienvenida. El Abuelito había traído a los de
siempre. La Pulga, encargado de recorrer la ciudad para hacerse de datos de los
depósitos o locales de electrónica. El Cuis, experto en alarmas. El Sardina,
que manejaba los transportes y los escondites del cargamento.
En eso, el
Abuelito se levantó, cazó de las mechas a una, la arrastró hasta donde yo
estaba sentado, y le arrancó el corpiño.
—Cómo extrañaste,
eh. —Me restregaba en la cara las tetas de la tipa. Después, sin soltarla, me
miró a los ojos, muy serio—. ¿Todo bien con vos, pingo? Mirá que tenemos un
laburito en estos días, eh.
—Usted manda a
llamarme y yo estoy, Abuelito —dije, acercando la mano a la sien en un saludo
militar.
Unos días después,
nos encontramos a las tres de la mañana en lo del Abuelito.
—Sin un puto faso,
entienden. Al que pinta limado o chupado, lo echo a los perros. —Siempre la
misma advertencia, y siempre contándonos a último momento los detalles de la
misión.
—Hoy vos sos campana —me ordenó, apenas
subimos a la camioneta.
Me puse al
volante, y manejé siguiendo sus indicaciones.
Y, mientras
recorría las desiertas calles de San Justo, me sentí aliviado. La última vez —mi última vez—, me había tocado entrar
al depósito para cargar la mercadería. Y no me habían esperado: los ortibas se
rajaron apenas oyeron las sirenas. Me quedé atrapado dentro de un local de
electrónica. No encontré una puta puerta trasera para escaparme. Cuando llegó
la cana, salí con las manos bien levantadas y filmando con el celular, por las
dudas y por si sirviera para algo: no sería la primera vez que los gorras te
boleteaban a quemarropa; sin testigos, la merca afanada era para ellos.
Estacioné donde me
indicó el Abuelito, en una esquina ocupada por un local de celulares. El
Abuelito le hizo una seña al Cuis, que se acomodó el pasamontañas y bajó con herramientas
suficientes como para cortar la electricidad de todo el barrio; la idea era
silenciar la alarma.
A los pocos
minutos, vimos la linterna del Cuis titilando desde la puerta del negocio.
—Ahora —dijo el
Abuelito, y se bajaron todos.
Esperé a que
entraran, y enseguida me fui despacio, acelerando sin ruido.
Apenas me alejé,
saqué del bolsillo un celular que había comprado esa tarde, y marqué el 911.
—Esto es para vos,
Abuelito —dije para mí, después de vomitarle a los del 911 la dirección del
local en San Justo. Abandonaría la camioneta, y en un rato ya estaría viajando
en un bondi hacia Iguazú.
MENCIÓN:
La nueva medicina
Flavio Adrián
Circo – Haedo (BsAs)
La mujer
termina su relato y mira con ansiedad al hombre sentado tras el escritorio que
se mantiene en silencio unos segundos y luego pregunta
— ¿Eso es
todo, Susana?
—Sara,
doctor. Sí, esos son todos mis síntomas.
El hombre
tras el escritorio, sosteniendo su mentón con una mano, continúa escrutándola
por un tiempo que a la mujer le resulta excesivo.
—Bien, vamos
a probar con esto, le tiende siete pequeñas pastillas en forma de guisantes.
—¿Qué es,
doctor? Pregunta la mujer contemplando las pastillas blancas sobre el
escritorio.
—No lo
entendería, pócima cuántica de última generación, Sofía
—Sara, doctor
—Bien Sara,
esto va solucionar sus tres problemas.
—¿El
constipado también, doctor?
—Sí, también
eso, considere que sus enfermedades tienen la misma raíz. No existen
enfermedades sino enfermos, es decir desequilibrios orgánicos.
La mira a los ojos, — Pero solo una por día.
Mara.
—Sara,
doctor, — la mujer toma las pastillas y las envuelve en un pañuelo.— Huelen a menta.
—Por
supuesto, no las tome con agua, manténgalas en su boca hasta que se diluyan.
—¿Cuánto
puede llevar eso, doctor?
—¿La dilución
de las pastillas?
La mujer
asiente mientras vuelve a oler el pañuelo y luego lo guarda en su bolso.
—Eso va a
depender de la eficacia de su saliva, Sabrina.
—Sara,
doctor, ¿pueden llegar a tener algún efecto colateral?
—Son
absolutamente inocuas. Lo único que le pido es que mientras el preparado se
diluye en su paladar no haga nada y no piense en nada.
—Eso es muy
difícil para mí, doctor, vivo continuamente con cosas en la cabeza.
—Lo sé, por
eso es esencial, Sandra, que en ese momento acalle sus pensamientos.
—Sara,
doctor. Soy Sara. No sabría cómo hacerlo.
—Se lo
explicaré. Busque algo en su entorno, un árbol, una flor o algún objeto y
concéntrese en contemplarlo, sin hacer observaciones ni conjeturas al respecto.
—¿Eso es
todo, doctor?
—Eso es todo,
Rebeca, pero es mucho. Prométame que va concentrarse en contemplar algo,
acallando su mente mientras la panacea se diluye en su boca.
—Sara,
doctor, se lo prometo.
El hombre se
levanta y la toma de las dos manos.
— La acompaño
hasta la puerta.
—Sus
honorarios, doctor, — dice la mujer abriendo su cartera
— Ah, eso. Lo
que usted considere, Zulema.
— Sara, el
doctor Quintana cobraba seiscientos pesos su consulta.
—Eso va a
estar bien si usted lo considera adecuado.
—¿Dónde dijo
que viajó el doctor Quintana? —pregunta la mujer mientras le entrega los
billetes.
— A Suiza, a
un ateneo presidido por el doctor Freud.
—¿El
psicólogo? Creía saber que había muerto hace unos cuantos años.
—Por
supuesto, debe ser uno de sus hijos o nietos, el director del ateneo.
—¿Usted lo
seguirá reemplazando durante su ausencia? —La mujer le tiende los billetes
—Solo hoy,
Shirley, tal vez mañana el doctor se encuentre aquí.
—Un viaje
corto, doctor, pero soy Sara, no se le olvide.
—Si, por
supuesto. Hoy en día los viajes son muy cortos. — El hombre abre la puerta
—¿Qué hago
cuando termine mi medicina, doctor? — dice la mujer bajo el vano de la puerta.
—No hará
falta que haga nada. Se sentirá bien, plena y feliz. —El hombre la mira a los
ojos y esboza una sonrisa, —se lo aseguro.
La mujer sale
al pasillo.
—¿La
secretaría del doctor Quintana?
—En
Eslovaquia.
—Estoy
confundida, doctor, ¿dónde queda eso?
—Al norte de
Hungría.
—¿También
haciendo un curso?
—No, ella está
practicando alpinismo en los montes Cárpatos.
—¿La señora
Leonor escalando montañas? Debe tener cerca de setenta años.
—Nada es lo
que parece, Judith.
—Sara doctor,
— le tiende la mano y el hombre se la estrecha.
El hombre
ingresa en el departamento. Enciende las luces, el ventilador de la sala de
espera y el aire acondicionado del despacho. Va a la pequeña cocina y enchufa
la heladera, se sienta en uno de los sillones y espera.
La puerta se
abre y el doctor Quintana entra junto a su secretaria.
—Hola Luis, —
le dice al hombre. —¿Pudo solucionar el problema?
—Completamente,
doctor, un viejo cable de la conexión de la cocina que hacía corto. No va a
volver a tener ningún problema.
—¿Cuánto le
debo, Luis?
—Lo que usted
considere, doctor.
El doctor
Quintana saca seis billetes de su billetera. —Seiscientos le parece bien.
—Por supuesto
si usted así lo considera.
El doctor le
estrecha la mano.
—Gracias Luis.
Cuando el
hombre estaba en el pasillo escucha la voz del médico y se detiene.
—Se olvidó
las pastillas, Luis. — El doctor se acercaba y extendía la mano.
—Ah sí, las
mentitas, gracias, doctor.
A la semana,
la secretaria del doctor Quintana atiende el teléfono.
—Hola Leonor,
habla Sara Filstein, llamaba para que felicite al doctor Quintana por el
reemplazo que dejó durante su viaje a no sé dónde. Me encuentro
maravillosamente.
Sergio Gustavo
Simionato- CABA
Parece mentira, pero no hubo muertos.
Tampoco heridos, pero muertos ni uno. Uno no quiere que la gente ande muriendo
así porque sí, pero después de semejante despliegue lo último que se espera es
que se salven todos. En todas las situaciones caóticas a este nivel siempre
alguien saca el número ganador en el sorteo con la parca. No es que no lo hayan
intentado o que no se hayan presentado las oportunidades, pero en ese tema de
las precisiones y las punterías, particularmente en este caso no hubo pericia
en absoluto. Una vez finalizada la trifulca, al hacer el resumen de las
trayectorias de los proyectiles, las curvas lanzadas de las navajas y los
recorridos de las patadas, nos damos cuenta que no quedó superficie virgen. En
algún momento preciso y particular, por cada centímetro de atmosfera de los
trescientos metros cuadrados donde sucedió todo, algún elemento letal circuló
con intenciones dañinas. Que ningún arma se haya encontrado con un ser vivo
durante los siete minutos que duró todo, es un misterio sin explicación. Si se
piensa en términos estadísticos había ochenta por ciento más de posibilidades
de acertar que de fallar, pero fallaron igual. Hubo tantos intentos y estocadas
traicioneras que en dos oportunidades un arma saboteó el plan de otra. Por ejemplo,
en uno de los casos una daga lanzada hacia adelante desvió una bala que
intentaba acertar en otro blanco. También sucedió que una patada voladora
ejecutada hacia un desprevenido, en su recorrido, se encargó de desviar un
palazo que tenía planes letales.
La situación es extraña incluso para
los oficiales experimentados Quiroga y Stagliano (acostumbrados a presenciar
tales combates), que estudian el video extraído del domo ubicado en lo alto del
palo de iluminación. Han sido testigos de infinidad de enfrentamientos de
bandas, que se disputan terrenos, poder, dinero y reputaciones, pero nunca
sucedió lo que ven en el monitor. En todos los casos similares lo que abundan
son los heridos y los muertos, pero aquí no hubo nada de nada. El video es en
blanco y negro y sin sonido. Al principio están todos juntos, hablando
civilizadamente en el terreno baldío sobre la esquina que allí existe. Luego,
sin mediar aviso y tan de repente como un estornudo, dos de los contendientes
toman la posición de guardia y se invitan a pelear. Lo que sigue es un capoeira
delictivo, una danza de mafias donde da la sensación de que lo único importante
es no tener contacto con el oponente. Pareciera que los movimientos son
coreografiados, calculados al milímetro: la cabeza se retira exactamente en el
instante en que avanza el puño o el delincuente se agacha mientras el ataque
pasa centímetros por encima de su humanidad. De pronto Stagliano señala un
rincón de la pantalla, lejos de los pendencieros. La imagen al principio no es
clara, entonces hace un acercamiento con el zoom. Se queda con la boca abierta
mientras con la yema del dedo índice golpetea reiteradamente sobre una sombra
que se mueve. Quiroga se pone de pie y acerca la cara a la pantalla, como si
hiciera un zoom analógico. Primero lo mira a Stagliano y luego mira la
pantalla.
“¿Qué ves ahí?”, le pregunta sin
parpadear. Stagliano sigue observando al ente que se encuentra en el rincón,
sentado con la espalda en la pared. Lleva una capa con capucha oscura que no
permite verle la cara, si es que realmente la tiene. Sobre sus piernas lleva
una especie de recipiente. Stagliano toca un botón del teclado y la imagen
queda congelada. Allí le señala a Quiroga la mano blanca y huesuda que sale de
la túnica y se sumerge en el recipiente que tiene encima. “Deben ser guantes
blancos”, dice Quiroga poco convencido. “Otra cosa no puede ser”, agrega para
no sentirse mal. Stagliano vuelve a dejar correr la cinta. La mano blanca y
delgada retira del recipiente algún producto y se lo lleva a la boca. En
realidad, eso no lo puede ver porque dentro de la capucha hay negrura, pero lo
intuye. Ambos se dan cuenta que la silueta oscura está comiendo el contenido
del cubo. Quiroga aclara “Parece un balde de pochoclo”, y luego se ríe, como si
fuera imposible. Stagliano primero afirma con la cabeza y luego lo dice “Está
comiendo pochoclo…está disfrutando del espectáculo”. “No, imposible, no puede
ser”, dice Quiroga, pero no lo dice convencido. Stagliano vuelve a detener la
imagen y le señala a Quiroga la pared de al lado. Allí, apoyada, se encuentra
una hoz o alguna herramienta similar. “Ahí tenes la explicación, si es que le
podemos decir así”, habla Stagliano con voz tenue.
“¿Me estás diciendo que no hubo ni un
muerto porque la parca prefirió, en lugar de hacer su trabajo, ponerse a
observarlo como si fuera un espectáculo?”, preguntó incrédulo Quiroga. “¿Se te
ocurre una conclusión superadora? ¿Podés explicarme criteriosamente que se
choquen dos bandas y no haya absolutamente ninguna víctima?” pregunta Stagliano
rápidamente.
“Que se yo. Por ahí estoy diciendo
cualquier cosa, pero no se me ocurre nada mejor. Dos bandas que llegan, se
trenzan durante siete minutos y luego se retiran sin una gota de sangre. No hay
testigos, no hay víctimas y si lo pensas bien, casi ni hay delito. En ese
rincón hay un ‘alguien’ con mano esquelética, comiendo algo y de repente no
está más ahí. ¿Qué te importa si la muerte tuvo ganas de tomarse un descanso y
divertirse un poco?”, dice Stagliano con ganas de almorzar. Quiroga intenta dar
su última opinión, pero no le sale nada y levanta los hombros. “Dale, vamos a
comprar algo para comer, después se llena el bar”, dice Quiroga, saliendo. “¿Te gusta que te anden controlando tu
trabajo? Entonces no te metas en el de los demás”, dice Stagliano, y luego
presiona la tecla “delete”, eliminando así el video de la máquina de su
escritorio.
FINALISTA:
El loco
Adrián Carlos Rodríguez- CABA
Angelito vuelve a
sentarse a la mesa del bar. Se mira en el espejo que está a su derecha: la piel
arrugada, los ojos irritados, el pelo desordenado. Se alisa la camisa. Bebe el
agua que queda en el vaso. Llama al mozo y pide otra jarra. Mira el reloj y después
la puerta.
—¿Está rica el
agua, Angelito? — dice el mozo y deja la jarra en la mesa.
Angelito no
contesta. Bebe rápido y le cae un poco en la camisa. Saca unas servilletas, las
mira, y las vuelve a poner en el servilletero. Bebe más agua. Mira el reloj y
después la puerta. En la mesa de la izquierda hay un hombre de traje leyendo un
diario; el hombre mira de reojo a Angelito y sigue leyendo. Angelito se sirve y
bebe. Mira el reloj y después la puerta. Sigue sirviéndose hasta que la jarra
se vacía; le pide al mozo que traiga otra. Entra un chico; pasa por las mesas y
pide monedas. Cuando pasa por la mesa de Angelito, él le muestra un agujero
enorme en uno de los bolsillos del pantalón. El chico insiste.
—¿Querés un vaso
de agua? — dice Angelito.
El chico resopla y
se va a otra mesa. El mozo le deja otra jarra. Angelito mira el reloj y después
la puerta. Se sirve y bebe hasta vaciar la jarra. Pide otra. Mira el reloj y
después la puerta. Entra una señora con un perrito; el mozo le dice que no
puede entrar con el perrito; la señora promete tenerlo en la falda; el mozo se
lo permite. Después pasa por la mesa de Angelito y deja otra jarra. Angelito se
sirve un vaso y pide otra.
—Pero si recién te
dejé una, — dice el mozo con afecto.
Angelito levanta
los hombros y se toma el vaso de un trago. Mira el reloj y después la puerta.
Entra una mujer joven de pelo negro y vestido rojo. Angelito se levanta tan
abruptamente que tira la silla. Se acomoda la camisa adentro del pantalón. Ella
no lo mira.
—¡Llegaste, amor!
¡Por Dios, estás hermosísima!
Él agarra la mano
de la mujer. Ella se la saca con violencia.
—¿Qué está
diciendo? —dice, y se aleja.
—Silvia, ¿no estás
contenta de verme?
—¿Quién es este?
—dice ella con desprecio. El mozo le hace a la mujer un gesto tranquilizador.
—¿Cómo quién soy?
—susurra Angelito y estira la mano para tocarle el pelo. Ella corre la cabeza
hacia atrás y vuelve a mirar al mozo.
—La señorita
tampoco es Silvia, Angelito—dice el mozo.
Angelito lo mira
sobresaltado.
—Dale, sentate y tomá otro vaso de agua —dice
el mozo palmeándole la espalda.
Angelito levanta
la silla caída y se sienta. Descubre a su izquierda a un hombre de traje
leyendo un diario; en la mesa que está al lado de la puerta, a una señora con
un perrito; y en la mesa más alejada, a una mujer hermosa.
Angelito se mira
en el espejo: la piel arrugada, los ojos irritados, el pelo desordenado. Mira
el reloj y después la puerta.
FINALISTA:
José Antonio Caudeli- CABA
Sábado, diez y media de la mañana.
Claudio estacionó su auto en frente de la casa de sus padres en Ituzaingo y
bajó con cuidado, a esa hora estaba todavía con la cintura contracturada por el
stress de la semana. Ya era tarde para tomar un analgésico y esperar que le
hiciera efecto. Sus padres lo esperaban para terminar con un asunto: el de
cavar un pozo donde enterrar el cadáver del perro, la que decían sería su
última mascota.
El Pillo había sido al principio su
cachorro, pero le había durado poco. Un día le había mordido a su nene en la
boca, y por decisión más de su esposa que suya, se lo habían sacado de encima
dándoselo a los abuelos. Pensaron entonces que iba a ser más fácil esta
solución, que enseñarle al nene a no jugar más con la cola del perro. Antonio,
su padre, ya le había comunicado por teléfono que Pillo iba a merecer una tumba
bien cómoda, justo en el medio de ese jardín de pasto amarillento que tenían
detrás. Solo faltaba que tuviera que ponerle una lápida recordatoria con alguna
palabra escrita. ¡Como lo habían querido! Tal vez lo habían querido más que a
él. Esta era pues la venganza de ese bicho, que ese sábado, con casi treinta
grados al sol, él iba a tener que pagar sin protestar.
Varios timbrazos fuertes y al final le
abrieron. El padre en short, la madre en camisón rosa. Primera crítica a manera
de saludo, que tendría que haber venido más temprano, cuando todavía hacía
fresco. Inmediatamente lo llevaron atrás y le presentaron al perro. Ayer
falleció le aclararon, pero él ya sabía que el Pillo había estado moribundo
fácil un mes, tirado como un gusano en el patio. ¿Cuál es el apuro? De cerca
olía a granulado de perro descompuesto, atrapado en su panza hinchada. Una
parte mínima de ese petróleo le brotaba por la comisura del labio y parecía
sonreír. Mejor no mirarlo, porque se le revolvía todo, hasta lo que no había
desayunado.
La madre dijo que le traería la frazada
donde se acostaba el Pillo para que lo envolviera. El padre a su vez trajo
arrastrando una baldosa grande, que al final de todo él iba a tener que colocar
arriba, para apisonar la tierra. Antes de que él diera la primera palada, ya
los dos lo miraban en silencio, desde la sombra de un níspero. Detrás de esos
anteojos de aumento, su padre debía de estar criticándolo; reconcentrado en
minucias que para él eran problemas casi irresolubles; y antes no era así. Supo
ser un tipo culto y sociable que le gustaba leer, escribir cuentos, ir al
Centro Catalán a pasar su tiempo de jubilado. En cambio, hasta hace poco su
único mundo era ese perro. Si ya había cagado, cuantos soretes, los buscaba por
el jardín y los analizaba, y después en función de cómo andaba su intestino le
hacía la comida. Ojalá le hubiera
prestado tanta atención cuando era chico.
Por qué no van adentro a tomarse unos mates,
dejen que yo me encargo. Su padre reaccionó y empezó a ladrar como lo hubiera
hecho el Pillo: que no me tires la tierra para cualquier lado, cavá más hondo,
dale, hacelo con ganas. La madre que pretendía ser la conciliadora, lo
tranquilizaba diciendo que Claudio lo iba a hacer como pudiera. Ella era bien
viva, siempre trataba de no contradecir a su esposo, y lo apoyaba en todo lo
que podía, hasta cuidando que caminara bien y no se cayera cuando iba a hacer
las compras al supermercado. Por lo menos ellos se entendían, eran en si un
bloque sólido que él ya no iba a poder modificar. Antes se iba a romper él, que
a cada rato los llevaba de aquí para allá en auto: al banco, al hospital, hasta
a la misa del domingo. Apenas lograba repartirse entre su trabajo y los padres,
y ya veía con tareas como esa que las cosas se iban a ir poniendo peor.
Eran tan duros como esa tierra seca,
que nunca regaban. Buscaba la profundidad y se topaba con cascotes sueltos de
tiempos en que su padre había rellenado el terreno, y a cada uno de ellos lo
puteaba y lo tiraba bien lejos. Para peor le habían dado una pala plana de
albañil, que era lo único que había en casa y eso ellos no lo entendían.
Seguían hablando y ya no sabía de qué. Tenía ganas de decirles que se callaran,
que no dijeran más pavadas, como llegó a decirle a su madre una vez de chico
cuando estaban cenando. Solo que esa fue la primera y última vez que lo dijo,
gracias a un sopapo que le encajó el padre.
Pidió por favor el vaso de agua que
tendrían que haberle ofrecido. Estaban en otra, no importaba que él se
atragantara con todo ese polvo que flotaba. Sus manos suaves de oficinista se
comenzaban a enrojecer con la tarea. Su espalda era una ristra de nudos que lo
encorvaban hacia el pozo, como si se fuera a tirar de cabeza. Sintió un
pinchazo en el hombro derecho y después muchos más aguijonazos que se lo fueron
adormeciendo. Por eso lanzaba la pala como un proyectil, tratando de no
agarrarla, de sacársela de encima lo antes posible. Debía ir más lento para
recuperarse, inspirando con la boca abierta algo más de ese aire, contaminado
con peste.
La paciencia de ellos ya se agotaba. Lo
miraban con la cara de que Claudio siempre les arruina todo. Entonces, paró.
Sintió que se le clavaba toda la bronca
en el medio pecho y quiso sostenerse con la pala. Pero no pudo y cayó.
Justo junto al perro, como para hacerle
compañía.
FINALISTA:
El espejo
Fernando Gabriel Bozzola – La Lucila
(Bs As)
Hubo que matarlo. Fue un trámite rápido
y quiero creer, porque es indispensable para mí que así sea, que no fue
doloroso.
Tal vez sea visto como algo condenable.
Hay gente que ahora murmura indignada. Cuando el hecho ocurrió todos estuvieron
de acuerdo. Decir todos, puede parecer un pedido de misericordia, pero si no
fueron todos, los que hablan ahora no lo hicieron en ese momento.
Giovanni Lavoratto se metió en nuestras
vidas con la imprudencia de los forasteros.
Fue osada su irrupción en Calligesta,
nuestro poblado. No le pedimos que viniera. No era, él, necesario en nuestras
vidas.
Y mucho menos su infernal instrumento,
que violó las intimidades. Nuestras intimidades, las de cada uno de nosotros.
La más personal de las intimidades.
Calligesta está sobre la cumbre de una
montaña cortada en diagonal. Somos montañeses y no bajamos a la costa. La costa
es peligrosa. La costa es sinónimo de invasión, de peligro, de muerte. Somos
gente humilde que vive de sus cabras, sus ovejas, sus huertos, que saca agua de
pozos profundos, porque no tenemos ríos que navegar. Y todos nos conocemos. Uno
al otro.
Yo sé cómo es Michelle el herrero,
Giuseppe el panadero, cómo es mi hermana y cómo son sus hijos. Con eso nos
alcanza. Así hemos sido felices por generaciones.
Nuestras casas son bajas, de piedra
gris. A las ventanas las tapamos con mantas o esteras para protegernos del frío
o del calor. Del Siroco que sopla en agosto. Así es nuestra vida.
O mejor dicho, así era, hasta que llegó
Lavoratto con su invento diabólico, ese aparato maldito.
No estábamos preparados para algo así.
En cuanto se bajó de su mula apestosa y
se dirigió al mercado del pueblo, su suerte estaba echada.
Porque, ¿quién necesita de eso?, ¿para
qué? Si los demás nos conocen, nos aman o nos odian, nos toleran o nos
maltratan.
Somos lo que los demás dicen que somos.
Ha sido así por siempre.
Hasta que llegó Lavoratto y nos
presentó ante nosotros mismos.
Llegó un sábado.
El sermón lo dije en la misa del
domingo a la mañana.
A la tarde lo enterramos en la cantera
que está en las afueras del pueblo.
A su invento, lo destruimos y los
pedazos los arrojamos por la ladera de la montaña.
Ahora intentamos volver a ser los de
antes.
Pero algo ya ha cambiado.
FINALISTA: Como hermanos
Sabrina Álvarez – 9 de Julio (Bs As)
Si alguien me lo hubiera anticipado,
repetido y machacado que Diego, mi amigo Diego, correría ese riesgo, nunca lo
habría creído. Te aseguro que vos tampoco.
Diego era, cómo decirlo, era un tipo
astuto, no se dejaba convencer así como así. Tenía un carácter bonachón,
tranquilo, pero si te descuidabas te daba vuelta el marote y terminabas dándole
la razón de lo que sea, increíble, pero así era. Un tipo con clase.
Nos conocemos desde el Comercial, no me
olvido más cuando el director entró con el Diego, se pararon en medio del salón
y enseguida nos presentó al nuevo compañero: Diego Riverola, dijo, y el Diego
nos miró a cada uno, con esa mirada fija, intensa, de esas que te abren el
corazón, viste, y con una sonrisa que le cubría la cara. Yo me corrí a un costado
del pupitre y le mostré que se podía sentar conmigo. Sentate con éste, dijo el director,
a ver si lo encaminás un poco, remató con ese vozarrón. El Diego me chocó la
mano con el puño cerrado, bien de onda, y se sentó conmigo.
Desde ese día fuimos inseparables, casi
como hermanos, te diría. En casa pasó lo mismo que en la escuela, se ganó a
toda la familia. No era de hablar mucho ni hacerse el langa por ahí, pero
cuando decía algo, guarda, te cantaba la posta. Bien fino que era para pensar
el chaboncito. Te aseguro que no era un flaco para tenerle lástima, porque con
todo eso que pasó con la madre, ¿qué, no sabés?, jodeme. Qué sé yo, el pibe se
quedó solo con el padre, la vieja se mandó a mudar con un tipo que venía de
afuera, dicen que se la llevó a España a la trola esa. ¡Que me contás! En la
casa ni se la nombra. El padre se la tiene jurada. No, el pibe no habla de eso,
algo me dijo una vez, pero así como al pasar, viste. Y yo qué le iba a decir,
lo escuché y me hice el salame, para algunas cosas es mejor guardarse el
vuelto. Porque el Diego no era de andar moqueando ni haciéndose el mártir para
que lo cuiden, ya te dije que tenía empuje. Se hacía querer el muy turro.
Qué te cuento que hasta mi viejo se
había encariñado. Pobre viejo, si viviera. Claro, porque cuando el Diego lo
conoció ya estaba enfermo, en ese tiempo fue que se vino abajo. Así que lo
agarró mansito el Diego a mi viejo. Le contaba cuentos, lo hacía reír, ¿te
imaginas? Los ojos de mi viejo clavados en la nuca los tengo. ¿Te acordás como
nos miraba? Todos serios, calladitos, no volaba ni una mosca cuando el viejo
abría la boca. La pucha que tenía carácter. Por eso te decía que lo agarró con
las defensas bajas, que si no, qué cuentos le iba a contar el pedazo de trolo
éste. Pero bien ganado que se lo tenía, trabajo de hormiga le dicen,
viste.
Entonces, imaginate, en esta ciudad de
dos por dos, no hace falta tocar varias veces la campana para que se corra la
bola, primero en el barrio y después, como un teléfono descompuesto, comenzaron
los rumores que para qué te voy a contar.
El primero que lo supo fue el Beto, no
me preguntes cómo lo supo, no tuve tiempo de escarbar hasta llegar al pozo,
pero te decía, la palabra del Beto era palabra santa. Porque si me lo hubiese
dicho el Facha, no señor, de la boca de ese tilingo no me fío. Pero al Beto le
creías o reventabas, era posta.
En el baño del club me lo dijo. Se me
cortó el chorro, te juro, seco quedé. Pobre Beto, casi le saco el cogote.
¡Diego y la puta madre que te parió! Encima de que estaba ahí afuera, en la
cancha, esperándonos lo más campante. ¡Má qué partido iba a jugar con esa
revelación! Más vale darle una patada en el orto. Con todas las minas que tenía
dando vuelta. Hasta la hija del colorado Méndez, ése que está forrado en guita,
la única hija, che, alta, rubia; le das seguro, qué decís, no me acuerdo de la
cara, el culo si querés te lo dibujo. Una pendeja infernal, Carla, ah viste que
te acordás. Carla Méndez, ésa, la tenía para hacerse una sopa de babas con la
piba.
Lo peor sabés qué
fue, que no me haya dado cuenta. Cómo no darse cuenta, tan amable, siempre con
la mejor onda, dispuesto a todo. Claro, a todo, qué cacho de infeliz que soy.
No quería salir del baño y tener que enfrentar eso, demasiado repugnante para
mi bocho. Me hice toda la película. Primero lo cagaría a trompadas, después le
deformaría la jeta ésa que tiene, le haría tragar los dientes para que no pueda
abrir la boca por el resto de su vida. Pero me fui por el otro lado, salí
corriendo sin que nadie me viera y lo dejé al Beto hablando solo. No, no fue
por cagón. Qué tenía que andar el Beto mostrándome lo que el Diego ya no podría
esconder. Inmundo me parecía, asqueroso, en serio. ¿Me explicás cómo lo harías
vos? Qué le dirías: ¡Justo con mi vieja, hermano!
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