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27° CONCURSO LITERARIO DE CUENTO BREVE: LOS CUENTOS FINALISTAS



¡Felicitamos a quienes forman parte de esta nueva antología!

PRIMER PREMIO:
Motorhome dream
Mariano Tirigall – Beccar (BsAs)

—¿Le cuento un secreto?
—Hable tranquilo, ya no hay nadie en el comedor.
—Hoy renuncio al trabajo. ¿Qué hora es?
—Ocho menos veinte.
—A las ocho subo a la oficina del dueño a decírselo. No le va a gustar nada, pero esta vez no me frena. Renuncio y me voy de viaje: ya compré la motorhome.
—La famosa motorhome.
—Pero no se imagine la típica casita rodante. Es una Mercedes Benz con todos los chiches. La tengo estacionada en casa, en la vereda, tapa el frente entero. Tiene tres camas, una es matrimonial, calefacción, aire acondicionado, cocina con heladera, baño completo.
—Yo cada vez le doy más importancia al baño.
—¿Sabe cuándo empecé a planear este viaje?
—De chico, seguramente.
—A los once. Cuando nos fuimos en casa rodante con mis viejos desde Ramos Mejía hasta Ushuaia. Ahí se me ocurrió lo de viajar hasta la otra punta, hasta Alaska.
—Ojo con los esquimales que besan en la boca a cualquiera.
—Buenos Aires—Alaska en seis meses. ¿A qué no adivina cuántos kilómetros son?
—Y, deben ser como dieciséis mil.
—Sí, exacto, dieciséis mil kilómetros. En la pared del living tengo pegado un planisferio gigante, desde el sócalo hasta el techo, con todo el itinerario punteado prolijito en negro. Armé una carpeta con un folio para cada ciudad por donde voy a pasar. Voy a recorrer trece países.
—Trece nunca, es yeta, métale uno más.
—¿Sabe cuántas veces renuncié a este trabajo?
—¿Unas cuatro?
—Exactamente, cuatro. El día que cumplí treinta y cinco fue la primera. Esa vez el dueño me dijo que me necesitaba. Me lo dijo de una manera tan franca que me desarmó.
—Claro.
—Sí, pero esta vez no. Ya tengo treinta y nueve años, es momento de concretarlo, ¿no?
—Treinta y nueve… Está un poco baqueteado, parece bastante más.
—Y además ya tengo la motorhome lista. Hasta me compré una rueda de auxilio extra. Piense que no va a ser todo autopista, voy a ir por rutas de ripio, caminos de montaña. Y con las ruedas no se jode. ¿Le conté que me hice un curso de mecánica en el Automóvil Club? Uno de mecánica de camiones.
—Yo, de autos, nada.
—No crea que es fácil dejar esta empresa, cuesta. Acá gano muy bien, el dueño me aumentó el sueldo cada vez que fui a renunciar. Además los empleados me respetan y me aprecian: las dos cosas, que no es fácil. A pesar de que el dueño me nombró jefe adelante de todos. Les dijo que yo era su mano derecha.
—Se quedó manco el pobre.
—Me dio una oficina para mí solo con una ventana desde donde se ven los árboles del Liceo Militar. Eso fue después de la tercera vez que renuncié, el día que admitió que, si no hubiese sido por mí, las exportaciones de la empresa no existirían. Porque soy el único que habla inglés.  Yes, sir, I’m a fluent English speaker.


—Y, sí, hablar inglés es importante. Yo nunca le di bola.
—No sé si le dije que la motorhome tiene tres camas.
—Lo comentó. Una matrimonial.
—Sé que parece un despropósito para un hombre que va a viajar solo. El tema es que tuve un pálpito. Un sábado a la mañana, subido a una silla frente a mi mapa, analizando el norte de Brasil. Fue una de esas intuiciones que te golpean como una cacerola: En este viaje voy a conocer a la mujer de mi vida. Lo sentí clarito.
—Tendría que haber jugado a la quiniela, al 21, es la mujer.
—A mí nunca me fue bien con las mujeres, pero ese sábado, escuchando a un locutor de la radio, se me ocurrió que quizá no soy un hombre para las mujeres argentinas. Que mi personalidad es más para una mujer de otro país.
—Puede ser, las argentinas son jodidas.
—Me gustaría conocerla en el fogón de un camping, o en un acantilado del Pacífico. Pero, aunque me la encuentre en una estación de servicio destartalada, creo que igual la voy a reconocer. Y voy a seguir el resto del viaje con ella. Va a ir sentada mirando los mapas a mi derecha, cantándome algo lindo. Y ni hablar de cuando lleguen los chicos ¿Usted tiene hijos?
—Uno, un nene.
—Qué bueno. A mí me gustaría tener dos. Espero que a ella también. Al final del viaje vamos a tener que elegir en cuál de los dos países vivir: en Argentina o en el de ella. Mi pálpito me dice que va a ser canadiense o mexicana. ¿Qué hora es?
—Ocho menos cuarto.
—Avíseme a las ocho menos cinco que tengo que subir.
—Le aviso, coma tranquilo.
—Estoy nervioso. El dueño me va a ofrecer el oro y el moro. Me va a decir que en Humahuaca voy a querer pegar la vuelta, que estas cosas las hacen los aventureros, no los ordenados como yo. Pero hoy no me frena, aunque me quiera asociar, ni que me regale un Volvo 264. Hoy salgo de la oficina como hombre libre.
—Tome la servilleta, le quedó un poco de puré.
—Lo lindo es que no se va a terminar en Alaska. Todas las vacaciones vamos a viajar con la motorhome en familia. Ya me imagino manejando con el mar al costado, los chicos jugando al ludo con su mamá en la mesita de la cocina. ¿Qué hora es?
—Ocho menos diez.
—Esto de renunciar es complicado, ¿no? En todo caso, a la vuelta puedo conseguir otro trabajo tan bueno como este, ¿Usted qué piensa?
—Último bocado, termínese la milanesa. Despacio, no se vaya a atragantar.
—Buenas noches, caballeros.
—Andreita, genia, gracias por venir antes. Tengo que rajar para buscar al nene por yudo.
—Hola, abuelo, ¿cómo anda? No me mire con esa cara, ¿de vuelta se olvidó de mí? Soy Andrea.
—Abuelo, Andrea lo va a ayudar con el postre, ¿sabe?
—¿Ya tomó el donepezilo y el clonazepam?
—Sí, pobre, cómo le cuesta pasar las pastillas.
—¿Los demás ya están en los cuartos?
—Todos acostados menos él. Ya está terminando lo de la motorhome, le deben quedar seis o siete minutos.
—¿Te conté que la semana pasada apareció un sobrino a visitarlo? Me dijo que hace poco donaron la motorhome a una fundación, que estaba como nueva, el cuentakilómetros en sesenta.
—¿Qué hora es?

SEGUNDO PREMIO:

CINTHYA (DE REGRESO)                                               
 Edmundo Kulino — CABA                                                           

—¿Estás bien, querida? — preguntó Abel.
Cinthya movió afirmativamente la cabeza. Hacía calor y su pelo produjo una corriente de aire que llegó hasta los labios del doctor Rossi.
—¿Segura? — preguntó Rossi –. No es porque piense hacerla regresar —aclaró—. Solo quiero saber si se siente medicada correctamente. Digo, si se siente normal, sin esos nervios que... —se encogió de hombros—. Bueno, usted sabe.
Cinthya se acercó al balcón. El día se veía radiante, como una piedra blanca afectada por la luz. Las copas de los árboles parecían encendidas debido a la radiación del sol.
—¿Está claro lo que quiere el doctor? —insistió Abel, su marido y se acercó por detrás.
Ella se volvió. Su sonrisa centelleó como una pieza de marfil recién lustrada.
—Me siento muy bien— dijo sin dejar de sonreír—. Me alegra volver a casa. No habrá más problemas – miró al doctor—. Tampoco habrá problemas con Abel y menos con los vecinos. Estoy contenta de estar otra vez aquí.
El doctor Rossi le sonrió. Abel acercó la mano hasta la cintura de Cinhya y también sonrió.                                                                                                                      
—¿Tomará las pastillas usted misma? — Rossí hizo una mueca con la boca para demostrar atención—. Si quiere puedo confeccionar una lista para que la mucama le recuerde el horario de cada uno de los específicos —agregó.
 Cinthya volvió a sonreír
—No necesito controles —comentó y repitió pausadamente el nombre de cada medicamento y   horarios.
Abel festejó con un silbido agudo.
—¡Bravo! — el doctor Rossi aplaudió —Si le molesta la música del chico del quinto recuerde lo que le dije: usted, a esta altura, puede dominarlo todo.
—Lo sé.
—¿Un vermouth? —preguntó Abel.
—No —respondió Cinthya—. No olvides que el alcohol esta contraindicado con las pastillas que tomo.
El doctor Rossi sonrió y le hizo un guiño a Abel.
—Yo creo que usted está mucho mejor que antes de enfermarse —le dijo a Cinthya—. Y mejor que muchos de nosotros que todavía le hacemos tomar pastillas.
—Humm... —emitió ella con un mohín gracioso —. Me siento bien.
—¿Usted, doctor? — preguntó Abel —. ¿Un whisky?
—Voy a seguir el camino prudente de Cinthya. El alcohol y el cigarrillo lejos. De lo contrario, no haré más que confirmar el dicho famoso; ”haz lo que digo pero no lo que hago”.
Cinthya y Abel rieron. Ella se volvió otra vez hacia el vacío. El sol le pegaba de costado y hacia refulgir el pelo lacio y rubio que caía tapando parte de su cara.
—Hace mucho que no tomo sol —dijo—. ¿Siempre está abierto el solarium de la terraza?
—Siempre —contestó Abel.                                                                                       
—Me gustaría ponerme la malla para tostarme un poco.
La mirada inquisitoria de Abel llegó hasta el doctor.  Rossi hizo una señal afirmativa con la cabeza y Abel devolvió el gesto.
—Claro, querida. El sol, te hará bien.
La sonrisa de Cinhya se amplió. Soltó la baranda del balcón y corrió hacia su dormitorio. Cerró la puerta y se desvistió con rapidez. Fue hasta el espejo y miró con atención: su cuerpo aparecía sedoso, esbelto y proporcionado como le gustaba a Abel. Apoyó las manos sobre las caderas y las empujó hacia abajo. La piel se deslizó rápido debajo de ellas, sin dejar rastros de celulitis. Abrió uno de los cajones y tiró sus mallas sobre la cama. Había bikinis, tangas y enterizas. Eligió una enteriza blanca y se la calzó con rapidez. Enseguida entró al baño y extrajo varios frascos del botiquín. Los puso en un bolso rojo y se acercó al “placard”. De entre las cajas, sacó un frasco de mayor tamaño y un lápiz para labios blanco. Luego, descolgó una salida de baño azul y se la colocó sobre los hombros. Arregló los frascos en el bolso y salió.
El doctor Rossi y Abel se habían sentado en los sillones que ocupaban el balcón, casi sobre la baranda y el vacío, frente a una mesa de mármol.
—Hasta luego —dijo Cinthya y caminó hacia la puerta de salida.
Hubo una pausa durante la cual Abel y el doctor Rossi mostraron satisfacción.
—La veo bien — dijo Abel, sin dejar de mirar la puerta.
—¡Yo diría que muy bien! —subrayó Rossi—. Sufrió mucho pero ahora está espléndida —confirmó y tomó con la mano una de las de Abel—. Y ahora sí que aceptaría un whisky — agregó con una sonrisa cómplice.
—¡Lita! —llamó Abel y casi de inmediato apareció la mucama —. Dos The Monks —, le pidió.                                                                                                                          
—Por favor, el mío con agua —dijo el doctor.
—Los dos con agua — agregó Abel –. Uno con hielo. Tal vez, festejemos con una borrachera — comentó y se rió con ganas.
Cinthya salió del ascensor y entró al solarium. El lugar se veía solitario. Siempre estaba así, a esa altura del verano, cuando todos disfrutaban del sol en Brasil y Punta del Este. Atravesó la terraza con pasos rápidos y accedió a la escalera que llevaba hasta el depósito de agua. La subió con agilidad, caminó hasta el descanso y, sin tomar una pausa, trepó los escalones que terminaban en la planicie que soportaba la tapa del tanque. Dejó el bolso sobre la cubierta, se puso en puntas de pie y estiró los brazos mientras hacía una inspiración profunda. Abajo, las copas de los árboles se veían lejanas y daban la sensación de configurar un gran parque geométrico, salpicado de vacíos.
Durante unos segundos estuvo quieta, mirando e inspirando. Luego, se arrodilló, empujó la tapa del depósito hasta que el espejo de agua quedó a la vista; sacó del bolso el frasco grande, el que decía cianuro, y empezó a volcarlo como si fuese sal sobre el agua fresca, quieta y cristalina.



TERCER PREMIO: 
Maneki Neko
Claudio Mamud – CABA

Fue él quien empezó. Hace tres años para el día de mi cumpleaños, mi amigo de la primaria, Raymundo, se me apareció con uno de esos horripilantes gatos dorados que mueven una manito.
—Se llama Maneki Neko —me explicó con sonrisa de vendedor de seguros—. “Maneki” significa ‘invitar a pasar, atraer’, viene de un verbo japonés que quiere decir eso, “invitar a pasar, atraer”, y que se pronuncia algo parecido, ahora no me acuerdo. Y Neko es “gato”, ¿ves? Significa “gato que atrae la suerte, el dinero, los negocios”.
Me explicaba como si fuera un niño de jardín de infantes. Me quedé pasmado ante semejante regalo, pero como pensé que debía decir algo, atiné a expresarle que pensaba que esos gatos eran chinos. “No, no; son japoneses, y te lo regalo para que tengas más clientes”. Le recordé que era odontólogo, que no tengo clientes sino pacientes, pero él me respondió que eran lo mismo. Lo peor fue su advertencia: “No te deshagas de él, mirá que trae mala suerte y además, yo vendré a asegurarme que esté bien visible en tu casa”. Por temor a que realmente pudiera traerme mala suerte —soy de los que no pasan debajo de una escalera— lo conservé.
A mi esposa no le desagradó tanto como a mí. Esos gatos siempre me parecieron espantosos; encima están por todos lados. ¡Ahora también había uno en mi casa! Mi único consuelo fue que en breve sería también su cumpleaños, de modo que podría devolverle “la atención”. No recordaba que tuviera uno de estos gatos en su casa.
Cuando llegó la reunión, después de que le cantaran el Feliz Cumpleaños, le di mi obsequio: un nosequé neko más grande que el que me regaló él. Medía como veinte centímetros. Disfruté al ver su cara de sorpresa y cómo trataba de disimular su desagrado. Esa sonrisa forzada que me dedicó me alegró todo el día; ¿qué digo el día?, todo el mes.
Me ponía más contento el saber que Raymundo debería esperar todo un año para poder vengarse. Me equivoqué. Al mes estaba entrando a mi consultorio con un paquete torpemente envuelto con papel celofán. Arriba, mal pegado con cinta scotch, hacía equilibro un moño blanco. “¡Feliz Día de la Patria!”, exclamó al verme. Lo abrí sólo para corroborar lo que imaginaba. Este gato que movía la mano era más grande que el que le regalé para su cumpleaños. Le sonreí y le agradecí. No faltaba mucho para que celebráramos el Día de la Independencia.  El 9 de julio entré a su mercería con un gato que medía setenta centímetros de alto. Al dárselo, para reírme aún más, le dije que si era más grande atraía más dinero y más rápido.  

                                                

¿Es necesario que siga? Al momento, tengo en mi casa doce gatos que mueven la manito, y que, de cualquier manera en que los coloque, siempre me están mirando fijamente. Hay dos que hasta creo que me sonríen. Todos tienen distinto tamaño y diferentes colores: tengo blancos, grises, plateados, rojos; y, los que me resultan más feos, dorados. Para ubicar el último que me regaló, debí correr el ropero del dormitorio. Ya no sé cómo calmar a mi esposa. Yo tuve que comenzar a hacer terapia. Aún sigo viendo a la psicoanalista una vez por semana. Había logrado calmarme, pero ahora estoy más preocupado que antes. El otro día iba caminando por el centro y vi en un negocio uno de estos gatos horribles que medía casi un metro y medio. Entré feliz para comprarlo, pero me dijeron que era imposible, que ya estaba reservado por un tal Raymundo.


MENCIÓN:
Esto es para vos, Abuelito
Fabián Kon — CABA

Estalló otra cumbia a todo volumen, y las tipas volvieron al patio, zarandeando el culo. Las tangas y los corpiños con flecos no contenían la abundancia de carnes de esas trolas, que ahora rodeaban la mesa para hacerse apoyar y manosear.
El Abuelito me miró con una sonrisa, señalando a los gatos como si dijera “Esto es para vos, pingo”.
Lindo regalo, pensé, mientras agradecía con un gesto. Como si el Abuelito pudiera compensarme los años que me morfé en Marcos Paz. Sin un mango había ido en cana, y bien callado me había quedado. El primer año no pude defenderme, y tuve que entregarme a los tumberos. Después me acomodé, y me fui a otro pabellón a ranchear con un grupo de ranas que operaban en la triple frontera, desde Iguazú.
—Esta partuza es por vos —dijo el Abuelito levantando una Quilmes—, mi pingo querido. Hoy todos brindamos por vos. Porque… —al Abuelito se le entrecerraron los ojos. Hizo una pausa, la botella oscilándole en la mano—. Porque vos… Vos sí que te la bancaste, pingo.
Pingo. Si el poronga de la banda te llamaba pingo, significaba que eras del palo. Que ya te había domado y entrenado para que laburaras con él.
Alrededor de la mesa se festejaron a los gritos las palabras del capo. La Pulga se me abalanzó en un abrazo empapado en chivo.
—Vos sí que nos hiciste el aguante, flaco —me dijo en la oreja, y casi me noquea con el aliento.
El Sardina intentó levantarse, pero se cayó de culo, y se le cagaron de risa. Se quedó ahí tirado, a dormir el pedo.
Cuando arrancó un merengue, las trolas se pusieron a bailar en fila, bien agachadas y franeleándose las tetas.
—¡Vamoooo! —gritó el Cuis, y ahí nomás sacó un fierro de abajo de la camisa. Apuntó al cielo, y vació el cargador. 
—Pará, pelotudo —dijo el Abuelito—, que podés matar un pendejo. —Y señaló para las casas—. Si de pedo boleteás a algún pibe, los vecinos se nos vienen al humo.
Con el último cuetazo, el Sardina trató de levantarse del piso, pero enseguida volvió a tumbarse.
Ahora las minas se agarraban en trencito, y bamboleaban las cachas alrededor de la mesa.
La banda en pleno se había juntado para darme la bienvenida. El Abuelito había traído a los de siempre. La Pulga, encargado de recorrer la ciudad para hacerse de datos de los depósitos o locales de electrónica. El Cuis, experto en alarmas. El Sardina, que manejaba los transportes y los escondites del cargamento.
En eso, el Abuelito se levantó, cazó de las mechas a una, la arrastró hasta donde yo estaba sentado, y le arrancó el corpiño.
—Cómo extrañaste, eh. —Me restregaba en la cara las tetas de la tipa. Después, sin soltarla, me miró a los ojos, muy serio—. ¿Todo bien con vos, pingo? Mirá que tenemos un laburito en estos días, eh.
—Usted manda a llamarme y yo estoy, Abuelito —dije, acercando la mano a la sien en un saludo militar.

Unos días después, nos encontramos a las tres de la mañana en lo del Abuelito.
—Sin un puto faso, entienden. Al que pinta limado o chupado, lo echo a los perros. —Siempre la misma advertencia, y siempre contándonos a último momento los detalles de la misión.
 —Hoy vos sos campana —me ordenó, apenas subimos a la camioneta.
Me puse al volante, y manejé siguiendo sus indicaciones.
Y, mientras recorría las desiertas calles de San Justo, me sentí aliviado. La última vez —mi última vez—, me había tocado entrar al depósito para cargar la mercadería. Y no me habían esperado: los ortibas se rajaron apenas oyeron las sirenas. Me quedé atrapado dentro de un local de electrónica. No encontré una puta puerta trasera para escaparme. Cuando llegó la cana, salí con las manos bien levantadas y filmando con el celular, por las dudas y por si sirviera para algo: no sería la primera vez que los gorras te boleteaban a quemarropa; sin testigos, la merca afanada era para ellos.
Estacioné donde me indicó el Abuelito, en una esquina ocupada por un local de celulares. El Abuelito le hizo una seña al Cuis, que se acomodó el  pasamontañas y bajó con herramientas suficientes como para cortar la electricidad de todo el barrio; la idea era silenciar la alarma.
A los pocos minutos, vimos la linterna del Cuis titilando desde la puerta del negocio.
—Ahora —dijo el Abuelito, y se bajaron todos.
Esperé a que entraran, y enseguida me fui despacio, acelerando sin ruido.
Apenas me alejé, saqué del bolsillo un celular que había comprado esa tarde, y marqué el 911.
—Esto es para vos, Abuelito —dije para mí, después de vomitarle a los del 911 la dirección del local en San Justo. Abandonaría la camioneta, y en un rato ya estaría viajando en un bondi hacia Iguazú.

MENCIÓN: 

La nueva medicina
Flavio Adrián Circo – Haedo (BsAs)

La mujer termina su relato y mira con ansiedad al hombre sentado tras el escritorio que se mantiene en silencio unos segundos y luego pregunta
— ¿Eso es todo, Susana?
—Sara, doctor. Sí, esos son todos mis síntomas.
El hombre tras el escritorio, sosteniendo su mentón con una mano, continúa escrutándola por un tiempo que a la mujer le resulta excesivo.
—Bien, vamos a probar con esto, le tiende siete pequeñas pastillas en forma de guisantes.
—¿Qué es, doctor? Pregunta la mujer contemplando las pastillas blancas sobre el escritorio.
—No lo entendería, pócima cuántica de última generación, Sofía
—Sara, doctor
—Bien Sara, esto va solucionar sus tres problemas.
—¿El constipado también, doctor?
—Sí, también eso, considere que sus enfermedades tienen la misma raíz. No existen enfermedades sino enfermos, es decir desequilibrios orgánicos.
 La mira a los ojos, — Pero solo una por día. Mara.
—Sara, doctor, — la mujer toma las pastillas y las envuelve en un pañuelo.— Huelen  a menta.
—Por supuesto, no las tome con agua, manténgalas en su boca hasta que se diluyan.
—¿Cuánto puede llevar eso, doctor?
—¿La dilución de las pastillas?
La mujer asiente mientras vuelve a oler el pañuelo y luego lo guarda en su bolso.
—Eso va a depender de la eficacia de su saliva, Sabrina.
—Sara, doctor, ¿pueden llegar a tener algún efecto colateral?
—Son absolutamente inocuas. Lo único que le pido es que mientras el preparado se diluye en su paladar no haga nada y no piense en nada.
—Eso es muy difícil para mí, doctor, vivo continuamente con cosas en la cabeza.
—Lo sé, por eso es esencial, Sandra, que en ese momento acalle sus pensamientos.
—Sara, doctor. Soy Sara. No sabría cómo hacerlo.
—Se lo explicaré. Busque algo en su entorno, un árbol, una flor o algún objeto y concéntrese en contemplarlo, sin hacer observaciones ni conjeturas al respecto.
—¿Eso es todo, doctor?
—Eso es todo, Rebeca, pero es mucho. Prométame que va concentrarse en contemplar algo, acallando su mente mientras la panacea se diluye en su boca.
—Sara, doctor, se lo prometo.
El hombre se levanta y la toma de las dos manos.
— La acompaño hasta la puerta.
—Sus honorarios, doctor, — dice la mujer abriendo su cartera
— Ah, eso. Lo que usted considere, Zulema.
— Sara, el doctor Quintana cobraba seiscientos pesos su consulta.
—Eso va a estar bien si usted lo considera adecuado.
—¿Dónde dijo que viajó el doctor Quintana? —pregunta la mujer mientras le entrega los billetes.
— A Suiza, a un ateneo presidido por el doctor Freud.
—¿El psicólogo? Creía saber que había muerto hace unos cuantos años.
—Por supuesto, debe ser uno de sus hijos o nietos, el director del ateneo.
—¿Usted lo seguirá reemplazando durante su ausencia? —La mujer le tiende los billetes
—Solo hoy, Shirley, tal vez mañana el doctor se encuentre aquí.
—Un viaje corto, doctor, pero soy Sara, no se le olvide.
—Si, por supuesto. Hoy en día los viajes son muy cortos. — El hombre abre la puerta
—¿Qué hago cuando termine mi medicina, doctor? — dice la mujer bajo el vano de la puerta.
—No hará falta que haga nada. Se sentirá bien, plena y feliz. —El hombre la mira a los ojos y esboza una sonrisa, —se lo aseguro.
La mujer sale al pasillo.
—¿La secretaría del doctor Quintana?
—En Eslovaquia.
—Estoy confundida, doctor, ¿dónde queda eso?
—Al norte de Hungría.
—¿También haciendo un curso?
—No, ella está practicando alpinismo en los montes Cárpatos.
—¿La señora Leonor escalando montañas? Debe tener cerca de setenta años.
—Nada es lo que parece, Judith.
—Sara doctor, — le tiende la mano y el hombre se la estrecha.
El hombre ingresa en el departamento. Enciende las luces, el ventilador de la sala de espera y el aire acondicionado del despacho. Va a la pequeña cocina y enchufa la heladera, se sienta en uno de los sillones y espera.
La puerta se abre y el doctor Quintana entra junto a su secretaria.
—Hola Luis, — le dice al hombre. —¿Pudo solucionar el problema?
—Completamente, doctor, un viejo cable de la conexión de la cocina que hacía corto. No va a volver a tener ningún problema.
—¿Cuánto le debo, Luis?
—Lo que usted considere, doctor.
El doctor Quintana saca seis billetes de su billetera. —Seiscientos le parece bien.
—Por supuesto si usted así lo considera.
El doctor le estrecha la mano.
 —Gracias Luis.
Cuando el hombre estaba en el pasillo escucha la voz del médico y se detiene.
—Se olvidó las pastillas, Luis. — El doctor se acercaba y extendía la mano.
—Ah sí, las mentitas, gracias, doctor.
A la semana, la secretaria del doctor Quintana atiende el teléfono.
—Hola Leonor, habla Sara Filstein, llamaba para que felicite al doctor Quintana por el reemplazo que dejó durante su viaje a no sé dónde. Me encuentro maravillosamente.

MENCIÓN:


 Beneficios laborales

Sergio Gustavo Simionato- CABA

Parece mentira, pero no hubo muertos. Tampoco heridos, pero muertos ni uno. Uno no quiere que la gente ande muriendo así porque sí, pero después de semejante despliegue lo último que se espera es que se salven todos. En todas las situaciones caóticas a este nivel siempre alguien saca el número ganador en el sorteo con la parca. No es que no lo hayan intentado o que no se hayan presentado las oportunidades, pero en ese tema de las precisiones y las punterías, particularmente en este caso no hubo pericia en absoluto. Una vez finalizada la trifulca, al hacer el resumen de las trayectorias de los proyectiles, las curvas lanzadas de las navajas y los recorridos de las patadas, nos damos cuenta que no quedó superficie virgen. En algún momento preciso y particular, por cada centímetro de atmosfera de los trescientos metros cuadrados donde sucedió todo, algún elemento letal circuló con intenciones dañinas. Que ningún arma se haya encontrado con un ser vivo durante los siete minutos que duró todo, es un misterio sin explicación. Si se piensa en términos estadísticos había ochenta por ciento más de posibilidades de acertar que de fallar, pero fallaron igual. Hubo tantos intentos y estocadas traicioneras que en dos oportunidades un arma saboteó el plan de otra. Por ejemplo, en uno de los casos una daga lanzada hacia adelante desvió una bala que intentaba acertar en otro blanco. También sucedió que una patada voladora ejecutada hacia un desprevenido, en su recorrido, se encargó de desviar un palazo que tenía planes letales.
La situación es extraña incluso para los oficiales experimentados Quiroga y Stagliano (acostumbrados a presenciar tales combates), que estudian el video extraído del domo ubicado en lo alto del palo de iluminación. Han sido testigos de infinidad de enfrentamientos de bandas, que se disputan terrenos, poder, dinero y reputaciones, pero nunca sucedió lo que ven en el monitor. En todos los casos similares lo que abundan son los heridos y los muertos, pero aquí no hubo nada de nada. El video es en blanco y negro y sin sonido. Al principio están todos juntos, hablando civilizadamente en el terreno baldío sobre la esquina que allí existe. Luego, sin mediar aviso y tan de repente como un estornudo, dos de los contendientes toman la posición de guardia y se invitan a pelear. Lo que sigue es un capoeira delictivo, una danza de mafias donde da la sensación de que lo único importante es no tener contacto con el oponente. Pareciera que los movimientos son coreografiados, calculados al milímetro: la cabeza se retira exactamente en el instante en que avanza el puño o el delincuente se agacha mientras el ataque pasa centímetros por encima de su humanidad. De pronto Stagliano señala un rincón de la pantalla, lejos de los pendencieros. La imagen al principio no es clara, entonces hace un acercamiento con el zoom. Se queda con la boca abierta mientras con la yema del dedo índice golpetea reiteradamente sobre una sombra que se mueve. Quiroga se pone de pie y acerca la cara a la pantalla, como si hiciera un zoom analógico. Primero lo mira a Stagliano y luego mira la pantalla.
“¿Qué ves ahí?”, le pregunta sin parpadear. Stagliano sigue observando al ente que se encuentra en el rincón, sentado con la espalda en la pared. Lleva una capa con capucha oscura que no permite verle la cara, si es que realmente la tiene. Sobre sus piernas lleva una especie de recipiente. Stagliano toca un botón del teclado y la imagen queda congelada. Allí le señala a Quiroga la mano blanca y huesuda que sale de la túnica y se sumerge en el recipiente que tiene encima. “Deben ser guantes blancos”, dice Quiroga poco convencido. “Otra cosa no puede ser”, agrega para no sentirse mal. Stagliano vuelve a dejar correr la cinta. La mano blanca y delgada retira del recipiente algún producto y se lo lleva a la boca. En realidad, eso no lo puede ver porque dentro de la capucha hay negrura, pero lo intuye. Ambos se dan cuenta que la silueta oscura está comiendo el contenido del cubo. Quiroga aclara “Parece un balde de pochoclo”, y luego se ríe, como si fuera imposible. Stagliano primero afirma con la cabeza y luego lo dice “Está comiendo pochoclo…está disfrutando del espectáculo”. “No, imposible, no puede ser”, dice Quiroga, pero no lo dice convencido. Stagliano vuelve a detener la imagen y le señala a Quiroga la pared de al lado. Allí, apoyada, se encuentra una hoz o alguna herramienta similar. “Ahí tenes la explicación, si es que le podemos decir así”, habla Stagliano con voz tenue.
“¿Me estás diciendo que no hubo ni un muerto porque la parca prefirió, en lugar de hacer su trabajo, ponerse a observarlo como si fuera un espectáculo?”, preguntó incrédulo Quiroga. “¿Se te ocurre una conclusión superadora? ¿Podés explicarme criteriosamente que se choquen dos bandas y no haya absolutamente ninguna víctima?” pregunta Stagliano rápidamente.
“Que se yo. Por ahí estoy diciendo cualquier cosa, pero no se me ocurre nada mejor. Dos bandas que llegan, se trenzan durante siete minutos y luego se retiran sin una gota de sangre. No hay testigos, no hay víctimas y si lo pensas bien, casi ni hay delito. En ese rincón hay un ‘alguien’ con mano esquelética, comiendo algo y de repente no está más ahí. ¿Qué te importa si la muerte tuvo ganas de tomarse un descanso y divertirse un poco?”, dice Stagliano con ganas de almorzar. Quiroga intenta dar su última opinión, pero no le sale nada y levanta los hombros. “Dale, vamos a comprar algo para comer, después se llena el bar”, dice Quiroga, saliendo.  “¿Te gusta que te anden controlando tu trabajo? Entonces no te metas en el de los demás”, dice Stagliano, y luego presiona la tecla “delete”, eliminando así el video de la máquina de su escritorio.


FINALISTA:
El loco
Adrián Carlos Rodríguez- CABA

Angelito vuelve a sentarse a la mesa del bar. Se mira en el espejo que está a su derecha: la piel arrugada, los ojos irritados, el pelo desordenado. Se alisa la camisa. Bebe el agua que queda en el vaso. Llama al mozo y pide otra jarra. Mira el reloj y después la puerta.
—¿Está rica el agua, Angelito? — dice el mozo y deja la jarra en la mesa.
Angelito no contesta. Bebe rápido y le cae un poco en la camisa. Saca unas servilletas, las mira, y las vuelve a poner en el servilletero. Bebe más agua. Mira el reloj y después la puerta. En la mesa de la izquierda hay un hombre de traje leyendo un diario; el hombre mira de reojo a Angelito y sigue leyendo. Angelito se sirve y bebe. Mira el reloj y después la puerta. Sigue sirviéndose hasta que la jarra se vacía; le pide al mozo que traiga otra. Entra un chico; pasa por las mesas y pide monedas. Cuando pasa por la mesa de Angelito, él le muestra un agujero enorme en uno de los bolsillos del pantalón. El chico insiste.
—¿Querés un vaso de agua? — dice Angelito.
El chico resopla y se va a otra mesa. El mozo le deja otra jarra. Angelito mira el reloj y después la puerta. Se sirve y bebe hasta vaciar la jarra. Pide otra. Mira el reloj y después la puerta. Entra una señora con un perrito; el mozo le dice que no puede entrar con el perrito; la señora promete tenerlo en la falda; el mozo se lo permite. Después pasa por la mesa de Angelito y deja otra jarra. Angelito se sirve un vaso y pide otra.
—Pero si recién te dejé una, — dice el mozo con afecto.
Angelito levanta los hombros y se toma el vaso de un trago. Mira el reloj y después la puerta. Entra una mujer joven de pelo negro y vestido rojo. Angelito se levanta tan abruptamente que tira la silla. Se acomoda la camisa adentro del pantalón. Ella no lo mira.
—¡Llegaste, amor! ¡Por Dios, estás hermosísima!
Él agarra la mano de la mujer. Ella se la saca con violencia.
—¿Qué está diciendo? —dice, y se aleja.
—Silvia, ¿no estás contenta de verme?
—¿Quién es este? —dice ella con desprecio. El mozo le hace a la mujer un gesto tranquilizador.
—¿Cómo quién soy? —susurra Angelito y estira la mano para tocarle el pelo. Ella corre la cabeza hacia atrás y vuelve a mirar al mozo.
—La señorita tampoco es Silvia, Angelito—dice el mozo.
Angelito lo mira sobresaltado.
 —Dale, sentate y tomá otro vaso de agua —dice el mozo palmeándole la espalda.
Angelito levanta la silla caída y se sienta. Descubre a su izquierda a un hombre de traje leyendo un diario; en la mesa que está al lado de la puerta, a una señora con un perrito; y en la mesa más alejada, a una mujer hermosa.
Angelito se mira en el espejo: la piel arrugada, los ojos irritados, el pelo desordenado. Mira el reloj y después la puerta.

FINALISTA:
 Entierro
José Antonio Caudeli- CABA

Sábado, diez y media de la mañana. Claudio estacionó su auto en frente de la casa de sus padres en Ituzaingo y bajó con cuidado, a esa hora estaba todavía con la cintura contracturada por el stress de la semana. Ya era tarde para tomar un analgésico y esperar que le hiciera efecto. Sus padres lo esperaban para terminar con un asunto: el de cavar un pozo donde enterrar el cadáver del perro, la que decían sería su última mascota.
El Pillo había sido al principio su cachorro, pero le había durado poco. Un día le había mordido a su nene en la boca, y por decisión más de su esposa que suya, se lo habían sacado de encima dándoselo a los abuelos. Pensaron entonces que iba a ser más fácil esta solución, que enseñarle al nene a no jugar más con la cola del perro. Antonio, su padre, ya le había comunicado por teléfono que Pillo iba a merecer una tumba bien cómoda, justo en el medio de ese jardín de pasto amarillento que tenían detrás. Solo faltaba que tuviera que ponerle una lápida recordatoria con alguna palabra escrita. ¡Como lo habían querido! Tal vez lo habían querido más que a él. Esta era pues la venganza de ese bicho, que ese sábado, con casi treinta grados al sol, él iba a tener que pagar sin protestar. 
Varios timbrazos fuertes y al final le abrieron. El padre en short, la madre en camisón rosa. Primera crítica a manera de saludo, que tendría que haber venido más temprano, cuando todavía hacía fresco. Inmediatamente lo llevaron atrás y le presentaron al perro. Ayer falleció le aclararon, pero él ya sabía que el Pillo había estado moribundo fácil un mes, tirado como un gusano en el patio. ¿Cuál es el apuro? De cerca olía a granulado de perro descompuesto, atrapado en su panza hinchada. Una parte mínima de ese petróleo le brotaba por la comisura del labio y parecía sonreír. Mejor no mirarlo, porque se le revolvía todo, hasta lo que no había desayunado.
La madre dijo que le traería la frazada donde se acostaba el Pillo para que lo envolviera. El padre a su vez trajo arrastrando una baldosa grande, que al final de todo él iba a tener que colocar arriba, para apisonar la tierra. Antes de que él diera la primera palada, ya los dos lo miraban en silencio, desde la sombra de un níspero. Detrás de esos anteojos de aumento, su padre debía de estar criticándolo; reconcentrado en minucias que para él eran problemas casi irresolubles; y antes no era así. Supo ser un tipo culto y sociable que le gustaba leer, escribir cuentos, ir al Centro Catalán a pasar su tiempo de jubilado. En cambio, hasta hace poco su único mundo era ese perro. Si ya había cagado, cuantos soretes, los buscaba por el jardín y los analizaba, y después en función de cómo andaba su intestino le hacía la comida.  Ojalá le hubiera prestado tanta atención cuando era chico.
Por qué no van adentro a tomarse unos mates, dejen que yo me encargo. Su padre reaccionó y empezó a ladrar como lo hubiera hecho el Pillo: que no me tires la tierra para cualquier lado, cavá más hondo, dale, hacelo con ganas. La madre que pretendía ser la conciliadora, lo tranquilizaba diciendo que Claudio lo iba a hacer como pudiera. Ella era bien viva, siempre trataba de no contradecir a su esposo, y lo apoyaba en todo lo que podía, hasta cuidando que caminara bien y no se cayera cuando iba a hacer las compras al supermercado. Por lo menos ellos se entendían, eran en si un bloque sólido que él ya no iba a poder modificar. Antes se iba a romper él, que a cada rato los llevaba de aquí para allá en auto: al banco, al hospital, hasta a la misa del domingo. Apenas lograba repartirse entre su trabajo y los padres, y ya veía con tareas como esa que las cosas se iban a ir poniendo peor. 
Eran tan duros como esa tierra seca, que nunca regaban. Buscaba la profundidad y se topaba con cascotes sueltos de tiempos en que su padre había rellenado el terreno, y a cada uno de ellos lo puteaba y lo tiraba bien lejos. Para peor le habían dado una pala plana de albañil, que era lo único que había en casa y eso ellos no lo entendían. Seguían hablando y ya no sabía de qué. Tenía ganas de decirles que se callaran, que no dijeran más pavadas, como llegó a decirle a su madre una vez de chico cuando estaban cenando. Solo que esa fue la primera y última vez que lo dijo, gracias a un sopapo que le encajó el padre. 
Pidió por favor el vaso de agua que tendrían que haberle ofrecido. Estaban en otra, no importaba que él se atragantara con todo ese polvo que flotaba. Sus manos suaves de oficinista se comenzaban a enrojecer con la tarea. Su espalda era una ristra de nudos que lo encorvaban hacia el pozo, como si se fuera a tirar de cabeza. Sintió un pinchazo en el hombro derecho y después muchos más aguijonazos que se lo fueron adormeciendo. Por eso lanzaba la pala como un proyectil, tratando de no agarrarla, de sacársela de encima lo antes posible. Debía ir más lento para recuperarse, inspirando con la boca abierta algo más de ese aire, contaminado con peste.
La paciencia de ellos ya se agotaba. Lo miraban con la cara de que Claudio siempre les arruina todo. Entonces, paró.
Sintió que se le clavaba toda la bronca en el medio pecho y quiso sostenerse con la pala. Pero no pudo y cayó.
Justo junto al perro, como para hacerle compañía.

FINALISTA:
El espejo
Fernando Gabriel Bozzola – La Lucila (Bs As)

Hubo que matarlo. Fue un trámite rápido y quiero creer, porque es indispensable para mí que así sea, que no fue doloroso.
Tal vez sea visto como algo condenable. Hay gente que ahora murmura indignada. Cuando el hecho ocurrió todos estuvieron de acuerdo. Decir todos, puede parecer un pedido de misericordia, pero si no fueron todos, los que hablan ahora no lo hicieron en ese momento.
Giovanni Lavoratto se metió en nuestras vidas con la imprudencia de los forasteros.
Fue osada su irrupción en Calligesta, nuestro poblado. No le pedimos que viniera. No era, él, necesario en nuestras vidas.
Y mucho menos su infernal instrumento, que violó las intimidades. Nuestras intimidades, las de cada uno de nosotros. La más personal de las intimidades.
Calligesta está sobre la cumbre de una montaña cortada en diagonal. Somos montañeses y no bajamos a la costa. La costa es peligrosa. La costa es sinónimo de invasión, de peligro, de muerte. Somos gente humilde que vive de sus cabras, sus ovejas, sus huertos, que saca agua de pozos profundos, porque no tenemos ríos que navegar. Y todos nos conocemos. Uno al otro.
Yo sé cómo es Michelle el herrero, Giuseppe el panadero, cómo es mi hermana y cómo son sus hijos. Con eso nos alcanza. Así hemos sido felices por generaciones.
Nuestras casas son bajas, de piedra gris. A las ventanas las tapamos con mantas o esteras para protegernos del frío o del calor. Del Siroco que sopla en agosto. Así es nuestra vida.
O mejor dicho, así era, hasta que llegó Lavoratto con su invento diabólico, ese aparato maldito.
No estábamos preparados para algo así.
En cuanto se bajó de su mula apestosa y se dirigió al mercado del pueblo, su suerte estaba echada.
Porque, ¿quién necesita de eso?, ¿para qué? Si los demás nos conocen, nos aman o nos odian, nos toleran o nos maltratan.
Somos lo que los demás dicen que somos.
Ha sido así por siempre.
Hasta que llegó Lavoratto y nos presentó ante nosotros mismos.
Llegó un sábado.
El sermón lo dije en la misa del domingo a la mañana.
A la tarde lo enterramos en la cantera que está en las afueras del pueblo.
A su invento, lo destruimos y los pedazos los arrojamos por la ladera de la montaña.
Ahora intentamos volver a ser los de antes.
Pero algo ya ha cambiado.

FINALISTA: Como hermanos
Sabrina Álvarez – 9 de Julio (Bs As)

Si alguien me lo hubiera anticipado, repetido y machacado que Diego, mi amigo Diego, correría ese riesgo, nunca lo habría creído. Te aseguro que vos tampoco.
Diego era, cómo decirlo, era un tipo astuto, no se dejaba convencer así como así. Tenía un carácter bonachón, tranquilo, pero si te descuidabas te daba vuelta el marote y terminabas dándole la razón de lo que sea, increíble, pero así era. Un tipo con clase.
Nos conocemos desde el Comercial, no me olvido más cuando el director entró con el Diego, se pararon en medio del salón y enseguida nos presentó al nuevo compañero: Diego Riverola, dijo, y el Diego nos miró a cada uno, con esa mirada fija, intensa, de esas que te abren el corazón, viste, y con una sonrisa que le cubría la cara. Yo me corrí a un costado del pupitre y le mostré que se podía sentar conmigo. Sentate con éste, dijo el director, a ver si lo encaminás un poco, remató con ese vozarrón. El Diego me chocó la mano con el puño cerrado, bien de onda, y se sentó conmigo.
Desde ese día fuimos inseparables, casi como hermanos, te diría. En casa pasó lo mismo que en la escuela, se ganó a toda la familia. No era de hablar mucho ni hacerse el langa por ahí, pero cuando decía algo, guarda, te cantaba la posta. Bien fino que era para pensar el chaboncito. Te aseguro que no era un flaco para tenerle lástima, porque con todo eso que pasó con la madre, ¿qué, no sabés?, jodeme. Qué sé yo, el pibe se quedó solo con el padre, la vieja se mandó a mudar con un tipo que venía de afuera, dicen que se la llevó a España a la trola esa. ¡Que me contás! En la casa ni se la nombra. El padre se la tiene jurada. No, el pibe no habla de eso, algo me dijo una vez, pero así como al pasar, viste. Y yo qué le iba a decir, lo escuché y me hice el salame, para algunas cosas es mejor guardarse el vuelto. Porque el Diego no era de andar moqueando ni haciéndose el mártir para que lo cuiden, ya te dije que tenía empuje. Se hacía querer el muy turro.
Qué te cuento que hasta mi viejo se había encariñado. Pobre viejo, si viviera. Claro, porque cuando el Diego lo conoció ya estaba enfermo, en ese tiempo fue que se vino abajo. Así que lo agarró mansito el Diego a mi viejo. Le contaba cuentos, lo hacía reír, ¿te imaginas? Los ojos de mi viejo clavados en la nuca los tengo. ¿Te acordás como nos miraba? Todos serios, calladitos, no volaba ni una mosca cuando el viejo abría la boca. La pucha que tenía carácter. Por eso te decía que lo agarró con las defensas bajas, que si no, qué cuentos le iba a contar el pedazo de trolo éste. Pero bien ganado que se lo tenía, trabajo de hormiga le dicen, viste. 
Entonces, imaginate, en esta ciudad de dos por dos, no hace falta tocar varias veces la campana para que se corra la bola, primero en el barrio y después, como un teléfono descompuesto, comenzaron los rumores que para qué te voy a contar.
El primero que lo supo fue el Beto, no me preguntes cómo lo supo, no tuve tiempo de escarbar hasta llegar al pozo, pero te decía, la palabra del Beto era palabra santa. Porque si me lo hubiese dicho el Facha, no señor, de la boca de ese tilingo no me fío. Pero al Beto le creías o reventabas, era posta.
En el baño del club me lo dijo. Se me cortó el chorro, te juro, seco quedé. Pobre Beto, casi le saco el cogote. ¡Diego y la puta madre que te parió! Encima de que estaba ahí afuera, en la cancha, esperándonos lo más campante. ¡Má qué partido iba a jugar con esa revelación! Más vale darle una patada en el orto. Con todas las minas que tenía dando vuelta. Hasta la hija del colorado Méndez, ése que está forrado en guita, la única hija, che, alta, rubia; le das seguro, qué decís, no me acuerdo de la cara, el culo si querés te lo dibujo. Una pendeja infernal, Carla, ah viste que te acordás. Carla Méndez, ésa, la tenía para hacerse una sopa de babas con la piba.
Lo peor sabés qué fue, que no me haya dado cuenta. Cómo no darse cuenta, tan amable, siempre con la mejor onda, dispuesto a todo. Claro, a todo, qué cacho de infeliz que soy. No quería salir del baño y tener que enfrentar eso, demasiado repugnante para mi bocho. Me hice toda la película. Primero lo cagaría a trompadas, después le deformaría la jeta ésa que tiene, le haría tragar los dientes para que no pueda abrir la boca por el resto de su vida. Pero me fui por el otro lado, salí corriendo sin que nadie me viera y lo dejé al Beto hablando solo. No, no fue por cagón. Qué tenía que andar el Beto mostrándome lo que el Diego ya no podría esconder. Inmundo me parecía, asqueroso, en serio. ¿Me explicás cómo lo harías vos? Qué le dirías: ¡Justo con mi vieja, hermano! 

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