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"EL CUERPO EQUIVOCADO" - CAPÍTULO 7

 


"Encuentro" M.C.Escher- Digital Commonwealth


Lo último que Martello esperaba era encontrar a los cuatro notables en la esquina del accidente. Estaban fuera del auto, espiando el vehículo rodeado por la cinta plástica.  Uno de los efectivos de la camioneta impedía el acercamiento de curiosos: plantado con las piernas separadas, ostentaba el uniforme camouflage con la diestra posada como al descuido en la culata de la reglamentaria. El otro miembro de la patrulla se acercó al trote y se le plantó delante en posición de firmes, igualito que un infante de Marina. 

El Dúo Dinámico en acción,  pensó con sorna el comisario y rezó porque a nadie se le ocurriera hacer un movimiento sospechoso que hiciera que los hombres de élite de la Regional empezaran a los cuetazos.

— ¿Los testigos? — preguntó y el suboficial cabeceó hacia los cuatro hombres. 

Martello miró alrededor. Las luces de algunas ventanas se estaban encendiendo pero nadie asomó, no fuera cosa de quedar pegado y tener que ir a declarar a esa hora de la madrugada.

El grupo estaba nervioso; uno murmuraba "No lo puedo creer, no lo puedo creer" y miraba al auto incrustado en el cerco de piedra artísticamente tallada de una de las casas de la edad de oro de la ciudad. Martello se asomó al interior retorcido y lo iluminó con la linterna que le alcanzó el suboficial. Había manchas oscuras y todavía húmedas sobre lo que quedaba del volante y del asiento del conductor, apenas reconocibles entre pedazos de metal que desgarraban la cabina desde el motor como los dientes de un saurio prehistórico.

Este tipo venía en el aire cuando se la dio.

Se volvió hacia el grupo y empezó a preguntar. Sí, habían visto el accidente. No, no, escucharon el ruido del choque y se desviaron para ver. Bueno, sí, pero lo vieron justo cuando... bueno, ya se sabe, ¿no?

No, no se sabe así que veremos, pensó Martello y siguió preguntando. Dejaron el auto y se acercaron. No, no, mucho no, pero vieron moverse al conductor. Después se dieron cuenta de que era el auto de González del Río. No, no habían tenido tiempo de llamar al 101: la camioneta llegó enseguida. En realidad, ellos sólo pasaban y, no, ni idea de cómo había sido. Hablaban todos juntos, uno encima del otro, apurados, desligándose del asunto lo más rápido posible.

Martello hizo memoria: González se había ido como alma que lleva el diablo; mientras él decidía si volvía por el café o se iba, los cuatro hombres salieron, lo  saludaron y se fueron, ni rápido ni despacio. Pero las luces traseras del auto de González todavía se veían cuando los otros ya estaban en la calle.  El comisario recordó las miradas curiosas de los tipos a la carpeta que González le había entregado.

Y uno de ellos aparece en la lista... ¿Sospecharían algo? En un lugar en donde el deporte local es contarse las costillas unos a otros, las sospechas y suposiciones están a la orden del día.

Mientras los escuchaba atropellarse mutuamente al hablar, una parte de su mente anotaba preguntas para más tarde. Si habían reconocido el auto de González y lo habían visto herido, ¿por qué no intentaron ayudar?

Preguntar a los de la patrulla la hora a la que tuvieron la información del accidente y cuánto tardaron en llegar.

¿Cómo pudo ser que escucharan el ruido del choque y luego vieran el momento del accidente? Alguien se estaría mordiendo algo más que la lengua.

El comisario se alejó para mirar el auto de los tipos pero no encontró señales de impacto. Le hizo señas a uno de los uniformados.

— Dejen una guardia en el lugar. Que nadie invada el perímetro del accidente hasta que llegue el perito. Yo voy a citar a éstos — señaló hacia atrás con un cabezazo —, mañana, a declarar. Averigüen si hubo algún otro testigo y me lo informan a mí directamente, ¿está claro? Nada más que a mí— deletreó. El suboficial chocó los talones y asintió.

El otro uniformado corrió hasta ellos, deseoso de protagonismo.

— ¡Señor! Cuando retiraron al accidentado del vehículo, este objeto quedó en el interior.

Se ve que el chico estudia el léxico a conciencia, pensó Martello mientras tomaba la bolsita de plástico de modo que los hombres a sus espaldas no vieran el contenido. Sin sacar el objeto, dobló con cuidado la bolsa y se la metió en el bolsillo del saco. Volvió y citó al grupito  para el día siguiente. Los hombres se metieron al auto y se fueron a la máxima velocidad permitida, no fuera que el comisario cambiara de opinión y los invitara a tomar café en la Regional.

El día empezó temprano: Martello no había podido dormir. Sin embargo, el insomnio había sido productivo y ya tenía bastantes preguntas para sus citados. En la Regional, los decibeles habituales habían aumentado al doble, en parte debido a la presencia del periodismo local. El run-run alcanzó niveles de griterío y Martello levantó el teléfono para interiorizarse de la situación.

— Insisten en hablar con usted, señor— Bustos jadeaba del otro lado del auricular, lo mismo que un corresponsal de guerra en el momento del bombardeo.

Cómo te gusta el show, Bustos...

— Todavía no hay declaraciones— cortó a sabiendas de que Bustos haría su numerito ante la prensa.

"El comisario no hará declaraciones. No, señor periodista, no insista. No, no podemos adelantar ningún tipo de información". La pantomima continuaba hasta que algún persistente deslizaba alguna clase de soborno más o menos leve en las manos del cabo: entradas para un festival folclórico o la próxima presentación del grupo tropical de moda; vales para cenas gratuitas en las parrillas más conspicuas de la ciudad. Dinero, nunca. Eso sí era criminal y Bustos no comía vidrio. Lo otro podía disfrazarse de sincera amistad, generosidad de los medios gráficos o cualquier otra frase obvia pero eficaz para desviar las sanciones hacia otra parte. Y entonces, luego de la dádiva, el cabo soltaba prenda a cuentagotas, como si se tratase de secretos del recontraespionaje.

Todavía no había informe forense, así que no había mucho para alimentar el fogón del chismerío local, pero Martello no tenía duda alguna de que el ansiado reporte sería leído por muchos ojos de la Regional antes que los suyos, nada más que para retribuir los favores recibidos. Y cuando leyeran el dosaje de alcohol en sangre del occiso, saltarían chispas de los teléfonos.

Levantó el interno para pedir café y Cáceres le anunció que los testigos habían llegado.

— Haga pasar a uno y llámeme por el interno en diez minutos.

El primero en entrar a su despacho fue Santiago Saguie, uno de los ilustres miembros de la lista de González. Martello hizo un esfuerzo por no apretar los dientes. 

Saguie pertenecía a la clase alta de la ciudad, aunque nadie recordara muy bien a qué se había dedicado en sus años mozos. Era obvio que lo que hubiera hecho para subsistir le había alcanzado para adquirir y restaurar una de las mejores propiedades antiguas de la ciudad: un chalet en la falda de la montaña, enmarcado por pinos, cipreses y cedros azules dispuestos con arte. Una ubicación privilegiada por varios motivos: la vista panorámica, la belleza de la construcción en piedra y el aislamiento. El chalet era visible desde varios kilómetros a la redonda, pero no así su acceso, siempre oculto por el monte que cubría los alrededores y protegía la casa de chismosos. Al mirar a Saguie nadie jamás hubiera dicho que el viejo se anotaba en las joditas, con ese aspecto de prócer en el ostracismo.

Martello le preguntó si quería un café pero Saguie negó con la cabeza, así que pidió uno para él. Necesitaba esa dosis de cafeína. Y una o dos más también: el dolor de cabeza lo rondaba como un perro con hambre.

— Y tráigame una aspirina, Cáceres — dijo en tono lo suficientemente medido como para el cabo comprendiera que la orden debía ser cumplida de inmediato y así lo hizo, presentándose en tiempo récord ante la superioridad en posición de firmes, con la taza de café y la aspirina.

— ¿Cómo fue que se encontraron anoche con González? — preguntó el comisario luego de atragantarse con el café y el comprimido.

— No nos encontramos... — Saguie replicó seco.

— Me expresé mal: cómo fue que se lo cruzaron en el momento del accidente.

— Ya le dijimos anoche: escuchamos el ruido del choque, estábamos cerca y llegamos al lugar.

— ¿Cómo supieron adónde ir?

— A esa hora no había mucha gente en la calle. Dimos un par de vueltas y lo encontramos.

Estaban en la avenida principal, a tres cuadras de donde había ocurrido el accidente. Martello le recordó que uno de ellos dijo que habían visto el accidente. Saguie no sabía, no lo recordaba: él se acostaba temprano y aquella salida estaba fuera de sus horarios, así que se había quedado medio dormido. Cosas de viejo. Al preguntarle precisiones sobre la hora, Saguie vaciló entre las doce y media y la una de la madrugada. El interno sonó puntualmente y Martello respondió.

— ¿Me disculpa un momento? Enseguida vuelvo.

— ¿Demorará mucho? Tengo cosas que hacer.

— Cinco minutos— y salió sin darle espacio a Saguie para protestar.

Afuera, le hizo señas a Cáceres y el cabo se acercó al trote a recibir instrucciones. Martello no acababa de entrar a la oficina vacía de su superior — que sólo se ocupaba una vez al mes, cuando el jefe de las Regionales hacía su visita —, que Cáceres apareció escoltando a otro testigo.

Se ve que la ensalivada de culo que le pegué el otro día funcionó. No hay caso, son todos hijos del rigor.

Las preguntas a Otto Koppf fueron parecidas a las que le hizo a Saguie y las respuestas, casi calcadas. ¿Dormitaba en el momento del accidente? Por supuesto que no, respondió el hombre, extrañado. Dejó a Koppf en la oficina y se encerró con los dos restantes: Alberto Straub y Humberto Russo.

La familia Straub figuraba entre las fundadoras de varios hoteles. Cuando el manejo de los negocios recayó en manos de hijos y yernos, prolijamente se ocuparon de irse casi a la ruina con la excusa del deterioro de la economía nacional y los ministros ad-hoc; el desprestigio del turismo interno; los impuestos exactivos que los intendentes pretendían cobrarles justo a ellos, que colaboraban con el municipio regalándole estadías y agasajos baratos para las "estrellas" invitadas a los festivales; o las cenas proselitistas con vino barato incluido, para recaudar fondos para el político local de turno y de paso ganar unos porotos. ¿Y encima tenían que pagar semejantes impuestos? ¡Si la temporada era cada vez más corta y los turistas gastaban cada vez menos! No, si a un trabajador honesto no lo dejan vivir en este país, y allá iban los hijos y los yernos con 4x4 nuevas cada dos años, Brasil y Punta del Este, alguna escapada a Miami, "compromisos de negocios" en Buenos Aires y demás necesidades sociales que los dejaban sin fondos para pagar al Fisco, arreglar las goteras cada vez más grandes, o cambiar las alfombras desgastadas de los otrora hoteles de varias estrellas.

Russo confirmaba el dicho popular que rezaba: "Padre estanciero, hijo caballero, nieto pordiosero". Heredero de campos en el sur de la provincia, se había dado la buena vida en su juventud y subsistía con el alquiler de esos mismos campos que había descuidado y que ahora ponía en manos de arrendatarios más o menos cumplidores, todo dependía de la cosecha.

 Koppf era propietario de varios locales comerciales en la ciudad que administraba hábilmente y sin intermediarios, pero su fuente principal de ingresos eran los préstamos usurarios. Era preferible deberle plata al Fisco que a Koppf, cuyas espaldas estaban cubiertas por abogados capaces de ejecutar — en el sentido procesal del término—, a tu vieja, tu hija y tu hermana juntas para cobrar la deuda. Straub y Russo vivían de las apariencias y de los préstamos a cuentagotas de Koppf, que no comía vidrio y no les daba más de lo que le podían devolver. Y en todo caso, si la deuda crecía, siempre estaban las propiedades. La sospecha generalizada aunque no verbalizada en la ciudad era que, a cambio de los favores recibidos, Straub y Russo hacían las veces de cobradores para Koppf.

 A esas alturas, Martello no esperaba escuchar algo distinto de los dos últimos. Era obvio que al menos tres de ellos habían concertado qué decir.

Se habrán pasado la noche estudiando el libreto.

Eso no le importaba. La contradicción que buscaba estaba en otra parte.

Llamó a Cáceres y le pidió que trajera a Saguie a la oficina de la jefatura mientras él escoltaba a Straub y Russo al mismo lugar. Los cuatro hombres intercambiaron miradas rápidas y se sentaron algo rígidos en las sillas incómodas que Cáceres y Bustos trajeron.

Todavía de pie, Martello metió una mano en el bolsillo como si buscara algo y un teléfono celular empezó a chillar. Russo sacó su aparato, miró la pantallita titilante y casi dio un salto en la silla.

— ¿Algo importante? — preguntó solícito el comisario. Russo estaba pálido mientras respondía a un interlocutor que ya había cortado la comunicación.

Segundos después, otro celular sonó y el que saltó fue Straub, con el mismo resultado. Nuevo chirrido, nuevo sobresalto de Russo. Koppf y Saguie los miraban sorprendidos.

Martello se acomodó en el sillón de la jefatura y sacó un teléfono celular de su bolsillo. Tecleó y les mostró a sus invitados la pantallita del teléfono celular que el suboficial había encontrado en el auto accidentado la noche anterior.

— Éste es el teléfono de González. Anoche, unos minutos antes del accidente, ustedes lo llamaron  tres veces desde sus celulares. Aquí están los números y así es como yo acabo de llamarlos. ¿Qué era eso tan importante que tenían que decirle a González?

— ¡Por Dios, comisario, qué broma de mal gusto! — chilló Russo.

— ¿Creyó que lo llamaba un muerto? — replicó Martello.

— ¡No es gracioso!

— Ya lo creo que no. ¿Podría decirme de qué tenían que hablar con González en el momento de su accidente?

— No creerá que... — Straub amagó a defenderse.

— Yo creo nada más que en las pruebas.

Koppf, Straub y Russo se encerraron en un mutismo tozudo. Saguie, seguro de que el palo no era para él, se acomodó en su silla y se permitió esbozar una sonrisita que le llegó a los ojos verdes medio velados por los párpados arrugados. ¿Entonces, es un asunto de los otros tres? ¿González le debía plata a Koppf? Decidió apretarlos un poquito y puso su mejor cara de efigie funeraria etrusca.

— Señores, puedo pedir que se rastreen sus llamadas. Mientras me llega esa información, puedo decidir dejarlos detenidos en calidad de imputados por homicidio.

El sobresalto les cortó la respiración a los tipos.

— También puedo volver a preguntarles porqué llamaron a González anoche tantas veces, y ustedes pueden responder honestamente y salir de esta comisaría libres de culpa y cargo mientras yo me olvido de los cargos por falso testimonio.

Koppf apretó los labios hasta que le quedaron blancos. Russo y Straub estaban paralizados, a mitad de camino entre la lealtad hacia su benefactor y la posibilidad de pasar unas vacaciones en los calabozos de la Regional. Saguie le dedicó una mirada fría que no transmitía nada.

Koppf aflojó para alivio de sus secuaces

— González del Río tenía una deuda importante conmigo. Lo único que queríamos era sentarnos a tomar un café y charlar sobre el asunto. Llegar a un acuerdo amigable. Les pedí a los muchachos que lo llamaran. Yo no uso celular, soy medio viejo y no me acostumbro— sonrió de costado.

El Provenzano local. Me imagino la clase de "acuerdo amigable".

— ¿Y entonces?

— Lo llamamos una vez y cortó. Vimos pasar el auto y lo seguimos. Llamamos de nuevo. Él iba muy rápido. Muy rápido— Koppf meneó la cabeza y frunció el ceño.

— ¿Quién manejaba de ustedes?

— Yo — dijo Russo.

— ¿Lo persiguieron?

Hubo una pausa larga y Straub continuó.

— Queríamos hablar con él. Bien, sin quilombos. Cuando nos acercamos, él aceleró y se alejó muy rápido. Él — Straub señaló a Russo con un cabezazo —, lo llamó, quería decirle que se tranquilizara, pero González del Río no atendió. Me pareció que quería doblar cuando... cuando se estrelló en esa esquina. Fue un accidente, Dios mío, iba como un loco — el hombre enterró la cara entre las manos.

Russo meneaba la cabeza y Koppf había bajado la mirada al suelo. El único que no mostraba impacto alguno era Saguie.

Se sabe limpio. Pero entonces, ¿qué mierda estaba haciendo con estos tres?  Martello anotó mentalmente una cita privada con el viejo.

El ring del teléfono cortó el aire como con una navaja.

— Comisario, el ingeniero Borrelli para usted — anunció Bustos del otro lado.

— Ya voy. Páselo a mi oficina — y a los cuatro —: espérenme, por favor.

Borrelli era el perito mecánico y accidentológico. Uno de los mejores de la provincia, había que admitirlo, pese a su deformación profesional de explicarlo todo con lujo de detalles. Cuando la cosa se puso seria y Borrelli empezó a describir la fórmula para el cálculo de la energía frenante en el momento del impacto, Martello consideró que lo más saludable para su dolor de cabeza era una pregunta específica.

La respuesta del perito lo dejó sin habla durante diez segundos: el auto de González del Río no tenía una gota de líquido de frenos. ¿Podía haber sido intencional?, preguntó,  y Borrelli estuvo de acuerdo en que era una posibilidad. A Martello se le cayeron algunas hipótesis al suelo. ¿La luz testigo de bajo nivel de líquido de frenos no funcionó?, preguntó. El estado del auto no permitía saber si estaba operativa en el momento del impacto. Si además, como lo demostraba la evidencia de las marcas de neumáticos, el conductor había intentado maniobrar y frenar, el sistema había expulsado el poco líquido que le quedaba y el resultado era el que tenían entre manos. Borrelli prometió adelantarle la pericia completa por fax y se despidieron.

Con la nuca apretada por la mano de un gigante malhumorado de la mitología germana, Martello intentó pensar. Si Koppf de veras quería recuperar su deuda, no liquidaría a González antes de pagarla. No tenía sentido que le hubiera mandado sabotear el auto. Sin embargo, su persecución desató la tragedia. Los hombres habían sido partícipes involuntarios del homicidio que alguien más había organizado.

Volvió al despacho en donde estaban los cuatro y les dijo que podían irse, no sin aclararles que no salieran de la ciudad y que los citaría nuevamente. No dijo una palabra acerca del informe de Borrelli: después de todo, todavía era secreto de sumario.

De vuelta en su oficina, la nausea se hizo dueña y señora de su miserable existencia. Llamó a un agente y lo mandó urgente a la farmacia a comprarle su droga dura preferida: ergotamina con dipirona. Tenía decidido ver a Saguie esa misma tarde y ningún dolor de cabeza lo haría retroceder.

 

****

"Castrovalva (Abruzzi)" M.C.Escher- Digital Commonwealth


Dos comprimidos-bomba más tarde, el dolor de cabeza había cedido y nada más quedaba la nausea. Una molestia menor, comparada con el martirio previo. Sin almorzar para evitar incidentes desagradables — vomitar lo asustaba desde que tenía uso de razón—, se subió al auto y condujo hasta la casona de Saguie.

El paisaje era bellísimo y la casa brillaba en la mitad de la cuesta como una perla berrueca. Pero tan pronto como se tomaba el camino de acceso lleno de vueltas y de árboles, dejaba de ser visible. Desde la pequeña explanada delante de la casa, Martello pudo verificar que desde arriba las curvas del camino estaban bien a la vista. 

El que diseñó el acceso era un maestro del camouflage.

Llamó a la puerta y Saguie en persona abrió. Si estaba sorprendido, el viejo se cuidó de ocultarlo. Lo invitó a pasar con cortesía y le ofreció algo para tomar, pero el comisario ya había cubierto su dosis de alcaloides así que declinó con gentileza.

— Si no le molesta, estaba a punto de servirme un té.

— No hay problema.

Saguie tenía la camisa arremangada y Martello se anotició de los pinchazos en el antebrazo. ¿Sería adicto? Bueno, él no estaba ahí para eso en ese momento. Paseó la mirada por la habitación. Ahí estaba la consabida vitrina con objetos preciados por su dueño. En el interior se exhibían armas de fuego: una  pistola MAB, una MAC-50, un revólver Manurhin y otra pistola más pequeña que no reconoció; una plaqueta, boinas, divisas y charreteras con el dorado ennegrecido por el tiempo. La plaqueta estaba dedicada a "Colonel Jacques Saguie, ses copains et amis — Argel, 1962".

Saguie volvió con la taza y Martello comprendió que en la casa no había personal de servicio. Tampoco había ese desorden cálido y querible de una casa habitada por varias personas. El hombre vivía solo y se las arreglaba bastante bien, por lo visto.

— Ah, mis pequeños trofeos— sonrió Saguie y por primera vez Martello advirtió la levísima guturalidad de las erres del hombre—. Recuerdos de juventud. Tuve que dejar el frente cuando la diabetes me declaró su guerra personal.

Martello respiró un poquito más tranquilo: los pinchazos eran de insulina. Y también entendía un poco mejor el orden estricto de la casa.

— Bien, lo escucho, comisario— dijo el viejo, acomodándose en el sillón para tomarse el té, y Martello tuvo la sensación de que el interrogado era él mismo.

— Quise verlo en privado porque me quedaron algunas dudas. Creo que entendí perfectamente porqué sus compañeros tenían interés en reunirse con González, pero no veo sus propios motivos.

— Estaba en el auto con ellos, nada más.

— Y antes habían cenado juntos.

— Así es. Un encuentro de amigos.

— No sabía que Koppf tenía amigos.

Saguie se rió entre dientes.

— Es cierto que no tiene muchos. Pero conmigo tiene una buena relación.

— Por lo visto, usted no le debe plata.

— No, gracias. Entre mis medios de subsistencia no están los préstamos de usurero. Todavía puedo ganarme la vida por las mías.

Si Saguie lo hubiera dicho humildemente, quizás Martello no hubiera saltado como lo hizo, reflexionó más tarde. Pero el tonito de suficiencia del viejo lo irritó. Lo estaba acicateando, casi invitándolo a preguntar lo que no debía. Y Martello vivía precisamente de eso: de preguntar lo que no debía.

— Por ejemplo, alquilando su casa para orgías — largó sin poder contenerse más.

— ¿Es una acusación? — devolvió Saguie, impertérrito.

Martello sacó dos videocasetes de la bolsa que traía consigo.

— Si tiene una videorreproductora se los puedo mostrar, así le refrescan la memoria.

Ni siquiera entonces el viejo pestañeó o perdió la sonrisita sobradora.

— Ah, siempre el mismo asunto dando vueltas. "Las acciones privadas de los hombres..." Eso dice su Constitución, ¿no?

— Pero si esas acciones privadas afectan a menores de edad, entonces la Constitución autoriza a caerles encima a los hombres con todo el peso de la ley.

El viejo se bebió un buen trago de té antes de responder.

— Por lo general soy discreto. Es lo que se espera de mí. Mi discreción me jugó una mala pasada en esa oportunidad. Por supuesto nunca participé de esos encuentros. Sufrí mucho durante todo el proceso, se lo aseguro.

Martello aguantó la mueca sardónica: "encuentros "

Claro, te habrás quedado sin alquilar el bulín durante un tiempito largo.

— Dígame, Saguie, ¿no le afecta que lo consideren un vulgar alcahuete?

— Vamos, comisario, usted no puede ser tan inocente. ¿De qué se cree que viven los hoteles de esta zona en el invierno? De las trampitas de los ejecutivos, empresarios y funcionarios provinciales, que son capaces de recorrer más de doscientos kilómetros para divertirse en privado. Esto no es Buenos Aires.

— Y usted les ofrece mucha privacidad y discreción.

  Recibo parejas que buscan un refugio menos conspicuo. Aquí no hay registro de pasajeros. Sólo vienen amigos o recomendados por amigos, que invito a pasar una noche o un fin de semana. Me ocupo de la comida, el desayuno, la ropa limpia. Muchas veces no sé ni con quién vienen.

— Como con el asunto de los videos.

— Ese fue un error, lo admito. Gaudet podía ser muy convincente, y nunca aclaró que se trataba de menores. No fui procesado. Ni siquiera estaba en la casa cuando ocurrieron los hechos.

"Los hechos". Eufemismo por "arruinar la vida de mocosos inocentes". Y lo dice tan tranquilo.

— ¿González se contaba entre sus amigos?

— Venía — dijo sin aclarar nada.

— ¿A menudo?

— Podría decirse que con cierta frecuencia. No llevo registros, ya le dije.

 A esas alturas de la conversación, Martello había llegado a varias conclusiones. Una de ellas, que Saguie mentía acerca de los registros. ¿Para qué insistir tanto con algo que no hacía? Porque sí lo hacía pero no quería que lo supieran quienes no debían. ¿Y para qué guardarse la info? Para usarla cuando hiciera falta, claro. ¿Y dónde había adquirido "le colonel Saguie" esos hábitos tan particulares? No en el ejército francés. Pero muy posiblemente en el servicio secreto francés, en Argelia.

Un profesional del apriete, eso es lo que eras en Argelia. Y no te retiraste por la diabetes. Te sacaron cuando vieron que perdían la guerra y te mandaron bien lejos, para lavarse las manos de tus cagadas respaldadas por el Estado. ¿Qué hiciste durante nuestros años de plomo, Saguie? ¿Diste clases en algún centro clandestino de detención?

Profesional contra profesional, Martello sabía que ese no era su momento. Tendría que esperar la oportunidad.

— Una última pregunta y me voy — Saguie lo miró con educado interés—. La información que usted no tenía sobre González, ¿la conocía Koppf?

El viejo sonrió como un gato que se acaba de comer el pescado.

— Si yo tuviera datos que no tengo, no los ofrecería gratuitamente al primer recién llegado.

La respuesta tenía varias interpretaciones y Martello eligió una: Koppf le pagaba al viejo por la información. Pero tenía que ser algo tangible y no simple chusmerío. ¿Fotos? ¿Filmaciones? No podía meterse en la casa de Saguie sin una orden de allanamiento, a buscar pruebas...¿de qué? ¿De los adulterios de media provincia? ¿De las medidas extorsivas de Koppf para cobrarle a sus escasamente inocentes incobrables?  "Las acciones privadas de los hombres..."  Pero había un muerto: González. No, uno no: tres, aunque Grünebaum no contara. Si Saguie no estaba en la casa cuando ocurrieron los hechos, entonces ¿por qué González habría incluído a Saguie en la lista? ¿Querría asustarlo para sacárselo de encima? ¿O recuperar la información que Saguie "no tenía" acerca de él?  Nunca se le había ocurrido que González pudiera usar la bendita lista para su propio beneficio.

Soy un pelotudo de primera clase. Me quería usar para sacarse de encima a Saguie y de paso a Koppf. Y yo me tragué el anzuelo.

Pero González estaba muerto; Saguie, limpio, y Koppf, sin poder cobrar la deuda.

Se levantó con lentitud para que los jirones de nausea, todavía presentes, no lo hicieran vacilar.

— ¿Puedo hacerle una sugerencia, comisario?

— Por supuesto.

— Yo, en su lugar, le preguntaría a Koppf por el motivo de los préstamos a  González del Río.

— Gracias. Es lo que pensaba hacer.

Manejó despacio cuesta abajo mientras pensaba que Koppf sería el más interesado en  preservar la salud de González.

Entonces, ¿por qué este hombre inculpa a Koppf? No, no a él, sino al "motivo".

 Un motivo que Saguie conocía bien.

Un amante. Hombre o mujer, seamos amplios de criterio.

¿Sabotearon el auto de González por celos? Tendría que ir a ver a la viuda de González. Eso sí, esperaría hasta después del entierro: antes, sería de mal gusto.

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