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"EL CUERPO EQUIVOCADO" - CAPÍTULO 8

 8.

"Rind" ("Cáscara")- M.C.Escher Digital Commonwealth


Ella pasa. Los hombres la desean con rabia y la rabia se les reconcentra en la entrepierna. Ella lo sabe y demora un poco más en pasar, para que puedan extender su deseo y su rabia hasta el límite de lo decente. Alguno suelta una guarangada, pero es nada más que calentura sin literatura: alguien un poquito más educado diría algo menos grosero. A ella no le importa: la obscenidad que le dedican es una muestra más de la admiración que despierta.


Pasa apartándose de la cara la cabellera siempre revuelta; se enrosca un rulo en un dedo, lo suelta y se chupa el dedo, distraída. Pero está atenta a las miradas venenosas de las otras mujeres que envidian su belleza vulgar; que critican sus labios demasiado voluptuosos, delineados como los de una vedette; que rehuyen sus ojos siempre maquillados para simular una sorpresa que está lejos de sentir. 

Le gusta el juego de provocar y el de las habladurías, porque sabe que todos hablan de lo que no conocen. Ella elige a sus amantes entre los hombres temerosos del escándalo. ¿Para qué complacer a un soltero que se vanagloriará de su conquista, cuando los casados son discretos a la fuerza? Además, el estado civil de sus víctimas le permite obtener sus verdaderos objetos de deseo. Porque ella no desea al hombre sino lo que pueda conseguir de él. Quizás sea ese el verdadero motivo de la generalizada aversión femenina que despierta. Ella consigue lo que las otras no pueden y lo exhibe en un despliegue de poder femenino que se cree inmune a la maledicencia y la envidia.

Se ve que no conoce el verdadero peligro que corre. La envidia mata.

 

Una noche de descanso hace milagros y Martello era creyente devoto. Se despertó a las seis y media, despejado y muerto de hambre porque tampoco había cenado. Saltó de la cama y se preparó mate. Después de la ducha hizo un poco de tiempo para esperar a que abriera su bar favorito, que era el que conseguía las mejores medialunas de la ciudad, hazaña nada despreciable teniendo en cuenta la escasez de pasteleros dignos de tal nombre en la localidad.

A las ocho se acomodó en un rinconcito tibio, lejos de las ventanas del local, y se despachó media docena de mediaslunas de un tirón, rociadas con dos tazas de café con leche mientras leía los diarios de la mañana. Los diarios de Buenos Aires no habían llegado todavía, pero él ya casi no los leía. A veces le parecía que Buenos Aires estaba en otra dimensión, lejana, indescifrable e impermeable a las minúsculas miserias de todos los días del interior. Monstruosa y megalocefálica, su vientre de dimensiones cósmicas devoraba las catástrofes que ella misma producía. Las relaciones interpersonales morían ahogadas en el mar del anonimato del ascensor de una torre de Catalinas. Buenos Aires te vomitaba en la cara su esplendor, su poderío y su indiferencia con las multitudes que todos los días y a cualquier hora, salían de los trenes, los colectivos y los subtes, los edificios-torre y las villas, sin mirarte, sin hablarte y sin pedir permiso. No había lugar para el chisme diminuto y meticuloso que reunía a los vecinos en la cola del banco, ni para la charla morosa en el mostrador del almacén. Todo era instantáneo: debía serlo para poder sobrevivir.

Él lo había intentado y había fracasado. Hacía mucho, ¿o quizás no tanto?, con Laura. Todavía le dolía, llaga que se negaba a curarse y que él ocultaba pudoroso para que no le vieran la carne y el alma lastimadas. Había intentado entenderla, contenerla y amarla, pero Laura se alejaba cada vez más, perdida en sí misma. Él no había visto — o no había querido ver —, el mal que le carcomía la mirada hundida y la voz cansada, dejándola sin fuerzas para querer seguir viva. Él había creído que podría ayudarla y no entendió que Laura estaba más allá de todo auxilio. Como la noche en que llegó y la encontró amortajada en su propia piel, tirada en la cama de sangre, con los ojos enormes que lo miraban para siempre.

Durante un tiempo anduvo a los tumbos, sin poder explicarle a nadie que ese día él no quería llegar tarde, que estaba preocupado por ella, que la quería, que se sentía culpable.

Después, cuando aceptó la ayuda que a Laura no le había bastado para salvarse, le explicaron que no era su culpa. Que Laura estaba inalcanzablemente enferma y que él solo jamás hubiera podido redimirla de su frenesí de muerte. Trató de comprender y logró hacerlo intelectualmente, lo que le resguardó la vida y la cordura. Pero en su corazón perduraba todavía el reproche que los ojos muertos de Laura le gritarían cada día de su existencia.

"Usted no la mató", le había dicho el psiquiatra. "La ayudó todo lo que pudo, la trajo a la consulta, la alentó con los tratamientos. Los trastornos maníaco-depresivos no se curan, se manejan. Laura llegó a un punto más allá de cualquier ayuda. Lo único que  la hubiera salvado del suicidio hubiera sido la internación, y a la larga eso quizás también  la hubiera matado. Viva en paz."

Así que para vivir en paz se alejó de esa Buenos Aires que lo espantaba porque no la entendía, como no había entendido a Laura.

¿Había alcanzado la paz? En parte. La rutina del trabajo mantenía a raya sus fantasmas casi todo el tiempo, tanto que creyó estar curado. Entonces conoció a Magda y la llaga supuró. Pero él se rebeló, porque quería vivir y aunque tenía miedo de empezar de nuevo, tenía el coraje de atreverse.

— ¿Jefe, le cobro?

— ¿Eh? Sí, Ramón, cóbreme que se me hace tarde.

Los teléfonos de la Regional hervían.

— ¡Comisario! — gritó Bustos tapando el micrófono de uno—. ¡Llamó el forense, que lo llame!

Cabeceó un sí y se escabulló antes de que Cáceres le pusiera al habla con un noticiero de la capital. El cabo hacía señas como un molino de viento mientras farfullaba "¡Canal 10! ¡Canal 10!" y señalaba el auricular, excitado.

— No hay declaraciones. Todo está bajo secreto de sumario— y le hizo un gesto con la mano para que contestara en su lugar.

Cáceres pareció crecer: cuadró los hombros y repitió la frase sin comerse ni una "ese" final.  Bueno, la frase tenía una sola. Cerró la puerta y llamó a Lynch, que le informó lo que él ya sabía: que González estaba alcoholizado la noche del accidente. Martello lo puso en antecedentes sobre el peritaje mecánico. Lynch se quedó en silencio y después dijo:

— Una combinación fatal. Si hubiera estado sobrio, quién sabe se salvaba.

Si yo no lo hubiera dejado ir, así, medio borracho...  Se reprochó pero se guardó la información. No hubiera tenido modo de detenerlo, asustado como estaba González, a menos que lo hubiera arrestado por ebriedad.  

Y uno no hace eso con sus invitados.

Golpearon a la puerta, dijo "Pase" y el agente Álvarez entró con la pila habitual de papelería para firmar. Escabullida entre los expedientes para archivo, estaba la planilla mensual de gastos. La revisó a conciencia para asegurarse de que se correspondía con sus propios registros y encontró una diferencia en el rubro "Combustibles". Salió del despacho planilla en mano, para verificar con los responsables de los patrulleros cuándo se había producido la erogación extraordinaria. No sería la primera vez ni la última que algún uniformado — de cualquier rango y número de galones, eso lo había comprobado durante su estadía en la Central provincial —, llenara su propio tanque a expensas del presupuesto oficial.

El inconveniente se solucionó cuando ingresaron los hombres de la patrulla nocturna. Sí tenían el vale con la autorización pero no habían cargado el combustible la noche anterior sino ese día por la mañana. Le entregaron el ticket de la estación de servicio y Martello, en paz con su conciencia, agregó el dato y firmó la planilla. Se la estaba entregando a Álvarez cuando entró un hombre de aspecto consumido y piel oscura y resquebrajada por años de sol impío, como muchos de los lugareños históricos. Miraba para todos lados, sin saber a quién dirigirse. La agente de turno en el mostrador lo llamó dos veces: "Señor, señor", y el hombre la miró sorprendido. Se acercó y habló en susurros, lo mismo que en un confesionario. Martello, que le daba la espalda al hombre, vio los ojos de la agente abrirse con alarma. La mujer hizo que el hombre se sentara y lo llamó.

— Comisario, este hombre dice haber encontrado un cuerpo.

Martello volteó y lo miró, y el hombre le sostuvo la mirada.

— Tómele la exposición.

— Venga, señor— la agente llamó al hombre y lo hizo pasar detrás del mostrador mientras se acomodaba delante de la tatarabuela de las máquinas de escribir eléctricas. Con voz monótona y dicción empastada por la falta de varias piezas dentarias, el hombrecito desgranó la historia de su hallazgo.

Martello preguntó si podía acompañarlos en un móvil para señalarles el sitio exacto y el hombre asintió.  Sentado junto al conductor, les indicó el camino. El comisario seguía sin habituarse al uso local de desconocer los nombres de calles, avenidas, rutas y puntos cardinales, y en cambio guiarse por la topografía del paisaje para llegar a cualquier parte. Menos mal que sus subordinados eran nativos y conocían los cruces por los árboles, las ruinas de algún almacén de ramos generales de tiempos idos, o la casa de algún vecino más o menos conspicuo que servía de mojón. Martello se sentía un explorador del África Negra de los tiempos de Livingston buscando las fuentes del Nilo y pifiándole fiero.

Sin embargo, inclusive él se dio cuenta de que no iban camino del sitio en el que habían encontrado el cuerpo de Gaudet y se desilusionó. Casi había abrigado la macabra esperanza de que el hallazgo tuviera relación con la muerte del empresario.

Bajaron con cuidado por el barranco, agarrándose de ramas retorcidas llenas de clavel del aire y de raíces viejas desenterradas. El suelo estaba cubierto por un colchón de hojarasca que olía a leve podredumbre vegetal. A medida que descendían el olor cambió, volviéndose  cada vez más dulzón y penetrante hasta hacerse ofensivo. El olor nauseabundo de la carne muerta.

— Aiá,— el hombre señaló un bulto y se los quedó mirando con ojos de perro hambreado. Estaba claro que él no volvería a bajar.

Martello se cubrió la boca y la nariz con un pañuelo y avanzó cuesta abajo. El bulto exhibía jirones mugrientos de prendas de vestir rojas. Mechones de pelo húmedo y revuelto cubrían piadosamente lo que había sido un rostro. En el cuello brillaban una cadena y algo más. Se acercó aguantando la respiración para ver mejor el dije: una "S" dorada, dentro de un circulo. El anular izquierdo aparecía deformado en la base por un anillo, también dorado. Sin tocar nada, trepó por la pendiente y le hizo señas a sus acompañantes, que se habían quedado quietecitos en donde estaban. Quién sabe si la parálisis se debía al azoramiento ante la audacia de su superior o el espanto por la posibilidad cierta de encontrarse cara a cara con un cadáver en no muy buen estado de conservación. Martello se guardó las opiniones sobre su personal subalterno y llamó a la morgue.

 

"Perfume" M.C.Escher Digital Commowealth

****

 De vuelta en la Regional, Cáceres se acercó presuroso con un café caliente y el comisario aprovechó para pedirle que verificara las denuncias recientes de desapariciones de personas. En la cocina, el mate esperaría a los valientes agentes del orden que habían llevado a cabo el operativo de recuperación del cuerpo, así que mejor que el oficial de mayor rango de la Regional se armara de paciencia. La paciencia tampoco le vendría mal cuando empezaran los llamados al directo del mencionado oficial tan pronto como se conociera la noticia del nuevo óbito. Demasiadas muertes en demasiado poco tiempo para un sitio como éste. En cualquier momento me empiezan a tirar de las bolas, meditó Martello camino de su oficina, acompañado del único testigo del caso.

Repasó la declaración mientras el hombre esperaba con paciencia y expresión tótemicas.

—¿Qué hacía en ese lugar? — preguntó con brusquedad.

— Y... sé andar juntando leña chica p'a l'estufa. A vece' sabe habé tronco' má grande y entonce' voy con lo' hijo' p'a que m'ayude a cargálo.

¿Cuándo había ido a juntar leña por última vez?, Martello insistió, sin dejarse conmover por la imagen del padre abnegado socorrido por su prole. Esa mañana, claro. ¿Y antes de eso? El hombre hizo memoria.

— La semana pasá. Dispué no hizo frío, pero antiiér empezó juerte otra vé, asi que me jui a juntá.

¿Vivía cerca? Y sí. ¿Cuánto? Unas quince, veinte cuadras. Martello miró el cuerpo enjuto y nudoso a fuerza de trabajo bruto, sin vacaciones, aguinaldo ni obra social. Después miró los ojos oscuros como el orozuz, velados por las cataratas incipientes. ¿Cómo se ganaba la vida? Había trabajado en las canteras pero los pulmones se le habían endurecido y ya no podía seguir, así que hacía changas de lo que saliera. Los hijos ayudaban cuando podían: él prefería que fueran a la escuela. Sintió vergüenza: ese hombre era incapaz de mentir porque su dignidad no se lo permitía. Le dio las gracias por el testimonio y le dijo que podía irse.

O sea que la tiraron ahí hace una semana a lo sumo.

El estado de descomposición parecía corresponderse con las fechas. De acuerdo con la evidencia, "S" estaba casada.

 ¿Por qué no hay denuncia de la desaparición? Por lo general, la respuesta a una pregunta semejante es: 'Porque el marido es el asesino'. Pero no era cuestión de prejuzgar.

Miró la hora: las ocho y media de una noche helada. Había vuelto a saltarse el almuerzo y el cuerpo le reclamaba combustible. Llamó al "Belvedere" nada más que para recordar que era miércoles, que desde hacía un mes el restaurante cerraba los miércoles y que Magda aprovechaba para bajar a la capital a hacer compras. Con un pinchacito de decepción se fue a casa y pidió una pizza y media docena de empanadas. Mientras empujaba las empanadas con cerveza, decidió que lo primero que haría al día siguiente sería ir a ver a la viuda de González y acomodar todos los horarios y compromisos para estar libre e ir a cenar a lo de Magda.

 

****

 Encontró a María del Carmen Ayala viuda de González del Río en las oficinas de CableStar, en el despacho del extinto director. No se veía muy apenada por la lamentable pérdida: más bien daba la sensación de una ejecutiva ocupada y sin tiempo que desperdiciar.

Lo mismo que el finado, la señora Ayala estaba hablando por teléfono cuando la secretaria lo hizo pasar al despacho. Martello no se perdió la mirada huidiza de la mujer y sus modales apresurados, amén del cambio de vestuario, todo lo cual contrastaba con el aspecto seguro, el pantalón ajustado y el andar envanecido con que lo había hecho pasar cuando visitara a González.

Semejante cambio podía significar varias cosas, a saber: a) que el desconsuelo de la señora Ayala se había transmitido a sus empleados; b) que la señora Ayala tenía previsto un downsizing con posterior reingeneering del imperio mediático; o c) que la señora Ayala estaba al tanto de los diversos grados de simpatía y mutua amistad entre su finado marido y el personal femenino y no le gustaba ni medio.

La mujer colgó el teléfono e intercambiaron saludos corteses.

— ¿Hay alguna novedad? — preguntó ella con voz neutra.

— Recibimos un preliminar de la pericia mecánica— hizo una pausa mientras la secretaria dejaba los pocillos de café sobre el escritorio, salía y cerraba la puerta— El auto no tenía líquido de frenos en el momento del accidente. El circuito estaba completamente vacío.

Ella asintió despacio, absorbiendo la noticia.

— Necesito hacerle algunas preguntas respecto de su marido.

Ella se acomodó en el sillón sin hablar y sin dejar de mirarlo. Martello siguió.

— ¿González tenía algún..., cómo decirlo...

— ¿Enemigo? ¿Gente a la que le caía mal? ¿A la que había cagado? ¿A la que le debía algo más que plata? — la mujer esbozó una sonrisa cínica.

— Podría decirse — respondió Martello en tono llano.

La mueca de la boca femenina se hizo despectiva.

— La mitad de la ciudad, la mayor parte de sus familiares entre los que me incluyo, excompañeros de trabajo de cuando estaba en la capital...

— ¿En Buenos Aires?

— No, acá, en Canal 10. En Buenos Aires no hubiera pasado de chofer de móvil de exteriores, pero en el interior cualquier pinche hace televisión.

— ¿Cómo consiguió entonces manejar tantos medios?

— En estos lugares cualquiera tiene un canal de cable y dos o tres FM de morondanga.

— Que ahora son suyos.

— Siempre fueron míos, — la mujer siseó como una yarará —. Lauro manejaba todo porque yo se lo permití o porque se fue tomando demasiadas atribuciones. Pero todo esto es mío: mi padre me dejó las acciones de las radios y la distribución de televisión por cable en la región. CableStar lo empecé yo y después Lauro se metió para darle "una vuelta de tuerca" a las programaciones. Y yo fui tan imbécil que lo dejé.

— Entonces la muerte de su marido la benefició.

María del Carmen Ayala se incorporó en el asiento.

— Si lo que insinúa es que yo lo maté, no pierda el tiempo. Nada de lo mío le pertenecía, ni siquiera como bien ganancial, aunque él hiciera de cuenta que sí y despilfarrara lo que no tenía.

— ¿Su marido mantenía alguna relación de la que se supone usted no estaba enterada? — preguntó Martello, apuntando a la información que le había dado Saguie.

— ¡Ja! ¿Una? Si pongo en fila a todas las chiruzas a las que le prometió trabajar en televisión a cambio de un polvo, la cola llega hasta la plaza.

— Yo me refería a una relación estable — Martello aclaró calmo.

La mirada envenenada de la mujer se lo confirmó antes que le respondiera.

— Me había prometido dejarla.

— ¿Usted la conocía?

Otra vez la mirada como una puñalada.

— Todos la conocen, ¿quién no? Sandrita Bermúdez — el "Sandrita" restalló como un latigazo.

Martello recordó el dije en el cuello del cadáver y el estómago le dio un pinchazo. 

— ¿Cuándo fue la última vez que discutió con su marido por ella?

Ella se quedó pensando, los ojos bajos.

— La semana pasada, diez días, no sé. Ahí le dije que nos divorciábamos y que lo iba a dejar en la calle— dejó pasar una pausa que Martello no interrumpió—. Me juró que esta vez la dejaba. Que no la quería, que lo perdonara, todas esas estupideces— la mujer apretó los labios pero no pudo contener el quiebre de la voz.

 Lo quisiste mucho, ¿no? Él te cagaba y vos lo perdonabas. El comisario bajó la mirada hasta sus manos entrelazadas.

— ¿Qué pasó después de esa discusión?

— Me dijo que la había dejado. Que era definitivo, que se había dado cuenta de que estaba equivocado... Que ella no nos iba a joder más — la mirada femenina se perdió por las paredes del despacho.

  Martello meditó la última frase y una sensación familiar empezó a caminarle por la espalda. ¿Demasiadas coincidencias? ¿Casualidad? No podía descartar ninguna hipótesis, pero su mentecita paranoica se había agarrado de una y lo chicaneaba, empujándolo a imaginarse posibles situaciones de homicidio en primer grado. Suficiente por hoy. Se levantó y le tendió la mano a la mujer.

— Posiblemente vuelva a hacerle algunas preguntas más.

—No hay problema.

 ****

 De vuelta en la Regional, ordenó que localizaran a Sandra o Sandrita Bermúdez. No habían pasado ni veinte minutos que Bustos entró con cara de preocupación.

— Jefe, ¿mandó buscar a la Sandrita?

— ¿Cuántas Sandra Bermúdez hay acá?

— Que yo sepa, ella y nada más.

— Bien, entonces búsquenla y cítenla. Tengo que hablar con ella.

— ¿No sabe quién es?

Ante lo obvio de su expresión, Bustos explicó: 

— La chica del videoclú. Esa de pelo largo colorado, alta, bien puesta...— hizo una serie de gestos muy aclaratorios con las manos a la altura del pecho y las caderas de una mujer imaginaria.

Así que esa es Sandrita. Evocó a la mujer y su andar sinuoso de provocadora profesional. Sí, la había visto en la puerta del videoclub, exhibiéndose para regocijo y exasperación de los pobres mortales.

— Dígale que el comisario quiere invitarla a tomar un café en la Regional.

Bustos salió y volvió a los cinco minutos.

— ¿Y si le llamo al marido?

— Ah, es casada — dijo más para sí que para el otro.

— ¡Uh, cuánto hace! Con el "Termo" Romero.

Era evidente que su ignorancia en materia social se hacía más patente cada día que pasaba en la ciudad. Pero tampoco se había hecho tiempo para ponerse al tanto de las estrellas locales.

— ¿Por qué él y no ella?

— Porque la Sandrita hace como una semana que se fue a la capital a trabajar en la tele.

Más coincidencias. No prejuzgues, esperá la evidencia.

— ¿Y usted cómo lo sabe?

— Mi mamá es comadre de la tía de la Sandrita. Y la comadre le contó que la sobrina había conseguido un contrato en Canal 10.

— Mire qué bien— murmuró Martello, evaluando las posibilidades de que ese contrato fuera una de las tantas promesas incumplidas del finado Lauro González.

— Si quiere lo llamo al Romero— sugirió Bustos, henchido de orgullo informativo.

— Bueno, que venga él.

Apenas Bustos salió, Martello llamó a la morgue por celular y pidió que en cuanto pudieran, le pasaran algún dato para identificación del cuerpo: huellas digitales, dentadura, cualquier cosa. No había tenido tiempo de cortar que Bustos se apersonó en la oficina.

— Tengo a Romero acá afuera.

— Hágalo pasar pero antes dígame el nombre de pila.

Bustos se quedó pensando qué le había querido decir.

— Que cómo se llama. Me imagino que no lo anotaron como "Termo", ¿no?

— ¡Ah! Roberto. Pero nadie le dice Roberto, le decimos...

— Está bien. Que pase.

Roberto "Termo" Romero era lo último que uno podría imaginarse en materia de maridos de alguien. Desaseado — por no decirle "mugriento" —, el pelo grasiento y largo se le adivinaba grisáceo. La media sonrisita canchera dejaba adivinar un brillo sospechoso cuando el sujeto se presentó. Martello tuvo que esforzarse para ocultar el desagrado.

— Tome asiento, por favor. Estoy tratando de localizar a la señora Sandra Bermúdez.

— Mi señora — aclaró el hombre, ampliando la sonrisa centelleante de oro odontológico.

— Necesito hablar con ella para confirmar una información.

— ¿Hay algún problema con la Sandri?

— En principio no— y no dijo más, a la espera de que Romero confirmara la información que le había dado Bustos.

— Pero la Sandri se fue pa' la capital por un trabajo.

— ¿Podría ubicarla? Quizás podamos charlar telefónicamente y...

— No hay problema. La llamo a la casa de la madre.

Martello le ofreció el teléfono pero Romero negó con la cabeza.

— No, mi suegra tiene celulá. Uso el mío— sacó el último alarido tecnológico del bolsillo del jean manchado y probó dos o tres veces sin éxito —. Q'seyó, habrá salido.

— ¿Cuánto hace que se fue su mujer?

— Y... una semana, masomeno.

— ¿Y usted habló con ella en estos días?

— No— el tipo se encogió de hombros.

— O sea que hace una semana que usted no sabe nada de ella.

— ¿Qué hay? Ella va muy seguido. A vé a la madre, a trabajá... E' modelo, desfila. A vece' se va a otra provincia con lo' desfile' y se queda dié día...— la "s" de "desfile" le sibilaba entre los labios delgados—. A vece' me llama, a vece' no tiene tiempo. Yo no soy celoso, je— otra vez el oro relució altanero en la sonrisa del tipo.

Había algo irritante en el sujeto y no era nada más que su aspecto, se juró Martello. La siguiente pregunta la hizo más que nada para ver si se conmovía con algo.

— ¿Tiene conocimiento de la relación íntima de su mujer con Lauro González del Río?

El hombre enarcó una ceja despectiva mientras se sacaba un mechón de pelo de la frente.

— Acá les gusta hablá mierda de todo el mundo.

— ¿Entonces, usted lo desmiente?

— La gente es envidiosa— pero desvió la mirada y Martello se agarró del microscópico gesto de derrota para machacar.

— Nada más necesito un sí o un no.

El tipo se encogió de hombros.

— La Sandri sabe lo que tiene que hacé.

Nunca conocí un cornudo consciente tan pagado de sí mismo. Pedazo de pelotudo. Martello dudó entre cogotear al mugroso, mandarlo de culo al calabozo por desacato, o seguir preguntando con cara de comisario aburrido. Optó por la última, más que nada en beneficio propio.

— Está enterado de la muerte de Lauro González, ¿no?

— Salió en todo' lo' diario'.

— No fue un accidente. Fue un atentado.

— ¡A la mierda! ¿Lo liquidaron?— el hombre abandonó la postura indolente.

Pero podría ser calculado. Insistamos un poco más.

— Y si su mujer tenía una aventura con González, uno de los sospechosos por esa muerte es usted— Martello se recostó contra el respaldo del sillón para disfrutar del giro de la situación.

No te gustó un carajo,¿eh?

Romero sacó un paquete de cigarrillos negros y le preguntó si podía fumar. Le dijo que sí.

— La Sandri y yo tenemo' una relación... — el tipo hablaba con el cigarrillo entre los dientes—,  cómo le diría, abierta, ¿vio? Nosotro' somo' abierto'. A ella le gusta hacé de modelo, ¿vio?, y yo no le digo nada. ¿Entiende?

— Y González le conseguía trabajos de modelo.

— El tipo tenía un montón de relacione'. En Canal 10, en el 8, el cable. La Sandri salió en un montón de programa de cable.

— ¿Y qué fue a hacer esta vez?

— Fue al Canal Dié, a un show de música tropical.

—¿Usted la vio?

— Fue a hacé las prueba. Pero seguro que queda. Baila bien.

— Y a usted le gusta que ella salga en la tele.

— Y, linda, e' linda. Claro, no e' una piba, ¿vio?, y ahora en la tele la quieren pendeja. Quince, dieciséi año. La Sandri tiene veintinueve. Q'seyó, tenía la ilusión de la tele así que le dije andá y probá total si no te contratan pa' bailá, por ahí quedá para un desfile.

Tiene razón: ella será bonita pero ya no tiene la edad necesaria para hacer de muestraculos en un programa de bailanta.

Con veintinueve, había dejado atrás la edad adecuada para iniciarse en el mundo de la prostitución bien remunerada del espectáculo, al menos mientras mantuviera la carne firme y la boca cerrada... o bien abierta, según el caso. Martello dejó pasar un silencio mientras trataba de encontrar la mirada huidiza del tipo.

— ¿Por qué tolera una situación semejante? No estamos en una ciudad de cinco millones de habitantes como para que nadie sepa lo que pasa en la casa de al lado.

Romero aplastó el cigarrillo en un cenicero.

— Ella me quiere a mí— se golpeó el pecho con el pulgar—. A mí. Soy el único que la banca. ¿Sabe que me dicen "Termo"? ¿A que no sabe por qué?

— Me lo imagino.

Abstengámonos de comparaciones odiosas.

— Ella siempre vuelve conmigo. Siempre— aseveró con un movimiento de la mano.

Y eso te basta para ser feliz. Qué suerte tenés, hermano, con qué poco te arreglás. Prefirió dar por terminada la entrevista, al menos hasta que consiguiera algo más concreto.

— Romero, cuando se comunique con su mujer, infórmele que necesitamos hablar con ella por el caso González. Puede irse, pero no puede salir de la ciudad.

— ¿Qué, soy sopechoso?

— A los efectos de la investigación, todavía sí.

El tipo enarcó las cejas y se pasó la mano por el pelo, echándoselo para atrás.

— Tá bien. Yo la llamo a la Sandri y le esplico.

El tipo se fue y Martello se quedó haciendo dibujitos en el block de anotaciones. Dibujó dijes con letras "S" y autos. El teléfono-fax ubicado encima del archivero sonó y empezó a vomitar hojas con el sello de la morgue judicial. Martello juntó los papeles y leyó ávido. En el tapizado del vehículo de González había de todo: pelos de distintos largos y colores, naturales, sintéticos y teñidos; vellos púbicos; fibras sintéticas de prendas de vestir; manchas de fluidos orgánicos, semen y saliva para empezar. Sangre del occiso y escasos rastros de sangre femenina, grupo A positivo. ¿Antigüedad de las manchas de semen? Una semana como mínimo.

El teléfono sonó de nuevo. Más faxes. Estaba tan interesado en el informe que no prestó atención a los papeles hasta que se cayeron al suelo. Cuando los levantó, encontró las huellas digitales de la mujer encontrada el día anterior más el informe preliminar: muerte por estrangulación. Sin perder un minuto, llamó a la central y pidió hablar con Saulo Ibáñez, el oficial a cargo del archivo de impresiones digitales.

— Negrito, habla Hugo Martello. Necesito un favor.

— ¡Qué hacés, Loquito! Lo que necesites.

— Ahí te voy a mandar un fax. Tengo que identificar esas huellas urgente.

— Lo más rápido que pueda, Loquito. ¿Qué es?

— Víctima de homicidio. NN por ahora.

— Comprendido. Cambio y fuera.

—Chau, hermano y gracias.

La sensación que le había caminado por la espalda toda la mañana le dio un sacudón en el diafragma. Escribió los nombres: Sandra Bermúdez, Lauro González, Roberto Romero, María del Carmen Ayala. Tanta sordidez, tanta mentira, lo espantaban. ¿Dónde estaría Sandra Bermúdez, que su marido no podía localizarla? ¿Sería tan "liberal" la relación? ¿O el tipo al fin se había hinchado las pelotas y...? 

Todavía no sé nada de ese cadáver, aparte de que es mujer  y lleva un dije con una "S". Podría ser cualquiera. Claro, y los chanchos vuelan.


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  "Tres esferas II"- M.C.Escher- Digital Commonwealth Otto Koppf no tenía oficinas. Su "despacho" estaba en la mesa de una de las confiterías tradicionales de la ciudad. Allí leía los diarios, cobraba los alquileres de sus locales, y realizaba sus operaciones de usura a la luz del día y al doble de los intereses de plaza. Martello encaró hacia la mesa de Koppf cuando éste ya le hacía señas para que se acercara a tomar un café. Se saludaron e intercambiaron banalidades mientras el mozo los atendía y los demás parroquianos paraban las orejas. Martello se acomodó de forma de quedar de espaldas al público. — Ya me extrañaba que no viniera a verme — dijo Koppf con calma. — ¿Por qué?— Martello fingió una moderada sorpresa, como para no desilusionar al viejo. — Estuvo en lo de Saguie...— Koppf dejó la frase sin terminar. — Entonces, podemos ahorrarnos un montón de tiempo los dos. — González del Río vino a verme por un asunto privado — Martello enarcó una ceja

"EL CUERPO EQUIVOCADO" - CAPÍTULO 14

  "Jinete", M.C. Escher - Digital Commonwealth Viven espiando la vida de los otros. Detrás de la actitud displicente, debajo de la mirada eternamente encapotada, ocultan la atención insidiosa. No hay actitud, inflexión de la voz o gesto imperceptible que se les escape. La mueca de la boca simula una sonrisa, pero es nada más que el rictus de la evaluación cínica. Viven vidas vampíricas, sorbiendo de sus víctimas informaciones nimias cuyo cúmulo les sirve para listar las miserias ajenas con minuciosidad, para obtener quién sabe qué beneficios. Se saben temidos, odiados, pero no les importa porque eso les vuelca adrenalina en las venas. Se sienten tan poderosos que se olvidan que sirven a alguien más y que ese alguien es más temible que ellos. No piensan que sus propias vidas son observadas, tan cínicamente como ellos lo hacen con otros. Ni siquiera consideran la posibilidad de convertirse en prescindibles, tanta importancia le dan a la información que viciosamente recogen para