Camino de la
Regional se cruzó con la mitad de la ciudad, que a esa hora circulaba por la
avenida prinicipal sin más objetivo que el de encontrarse con la otra mitad,
para ver en qué andaba. Saludó a gente que ni sabía cómo se llamaba, ni si era
de su localidad o de la vecina, pero no era cuestión de enemistarse con
cualquiera o quedar mal por un "buenas tardes".
De su experiencia
en otras ciudades del interior, había adquirido un repertorio de frases neutras
y preguntas sin compromiso que le permitían salir bien parado sin hablar de
nada más complicado que el tiempo. Que cuándo llovería, que estaba haciendo
demasiado calor, que el invierno duraba cada vez menos, que el frío había
venido de golpe. Pasar a mayores implicaba tener conocimiento del entorno
social, cosa que con los años se le hacía cada vez más difícil. Martello se
preguntaba si eso era compatible con la profesión que había elegido y detectaba
algunas antinomias en sus cada vez más lamentables hábitos gregarios.
¿Cuánto hacía que
no establecía una relación más cercana con sus pares o sus superiores, aunque
fuera por estricta conveniencia laboral? "Los ascensos no se ganan nada
más que con la chapa", decía un excompañero de camada que sí sabía de
recursos para trepar por el escalafón. "Si vos creés que nada más laburando
hacés mérito, sos un pichi, Loquito ", y ahí estaba el colega, encaramado
a un sillón nuevo de cuero, con aire acondicionado y oficina privada, pegadita
a la del secretario de Gobierno de la provincia.
A Martello le
gustaba demasiado el "trabajo de campo". No se sentía nacido para
general, de esos que arengan a la tropa: "Armémonos y vayan". No le
salía. Él tenía que estar ahí, en la línea de fuego, pasara lo que pasara. Por
supuesto, así no se hace carrera en ninguna parte y él lo sabía. Sus galones de
comisario estaban bien ganados, pero en su fuero interno sentía que no habría
más que eso para él. Y no le importaba.
El celular le vibró
en el bolsillo, haciéndole cosquillas.
— Habla Martello.
— Hola, nene.
¿Cuánto hace que no me llamás?
Sonrió agradecido.
El comisario mayor Sívori. El viejo se lo había puesto bajo el ala cuando él
acababa de llegar desde Buenos Aires y era un pajuerano tierra adentro. Era el
único que no le decía "Loco" o "Loquito", sino "nene".
El viejo Sívori estaba a punto de jubilarse — o más bien la Fuerza estaba a
punto de sacárselo de encima —, con todos los honores.
Uno que se ganó los galones a costa de jugárselas.
Sólo que en épocas
de Sívori, los méritos valían mejores tiras que en la actualidad.
— ¿Así que ese
pelotudo de Herrera te está jodiendo?
— Y... Me pegó una
apretada — admitió y dobló en una esquina para alejarse de la avenida. Si tenía
que llorar telefónicamente en el hombro de Sívori, no quería orejas indiscretas
cerca.
— ¿Qué anda pasando
por ahí? Siempre fue una localidad tranquila, sin despelotes... Un lugar para
tomarse vacaciones o esperar la jubilación.
— La verdad es que
desde hace casi tres meses, no paran de liquidar gente— su propia voz
reconociendo los hechos lo sorprendió.
— ¿Raro, no? Digo,
en un lugar así...
— Raro de verdad—
había oscurecido y la plaza estaba casi vacía. Aprovechó para sentarse en un
banco —. Ni que les hubieran dado permiso— bromeó con humor negro.
— Contáme.
Y le contó hasta
donde sabía. Sin demasiados detalles, porque Sívori podía imaginárselos y muy
bien.
— Ese Gaudet... Un
pájaro de cuenta por lo que me decís. Pero lo que le hicieron no fue cosa de
mafiosos — puntualizó el viejo.
— No. Yo más bien
me inclino por un crimen sexual, relacionado con algo de su pasado.
— Y lo tenía
bastante turbio. ¿Investigaste a las víctimas de corrupción y los familiares?
— Sí, pero creo que
no habrían esperado tanto tiempo para hacer algo contra Gaudet. Estamos todos
un poco desorientados: el forense, el juez y yo.
— No creo que andes
muy lejos con eso de que es alguien relacionado con el pasado del tipo. Debe
ser algo viejo, porque de otro modo, no se explica el ensañamiento.
Martello reflexionó
sobre el comentario de Sívori. Sí: ahí había un odio reconcentrado, madurado
lentamente. Y cuando había llegado el momento, había estallado sin aviso
previo.
— ¿Y los otros?
¿Cómo vas?
Se abstuvo de
mencionar a Grünebaum y le comentó lo último que había estado averigüando sobre
González y Bermúdez. Sívori coincidió con las conclusiones de Martello.
— No vas a dejar
contenta a mucha gente, nene.
— Me parece que no.
— Si yo estuviera
en tu lugar, abandonaría la discreción y empezaría a participar del chismerío.
Así te enterás quién le debe a quién, quién cornea a quién y con cuál, y podés
hacer un poquito de prevención del delito.
Se rieron.
No estaría nada mal cuidarle las espaldas a Saguie y a
Koppf. No porque me caigan simpáticos, sino porque me quiero ir de este lugar
con la frente alta y sin más cadáveres.
Se estaban despidiendo
cuando el viejo disparó la última frase.
— ¿Sabés a qué
dedico las horas muertas? Busco en los sitios de Internet que cazan nazis.
A Martello se le
pararon los pelitos de la nuca.
— En la Argentina debe haber unos cuantos bien
escondidos todavía. Y como yo soy un perro viejo, me gusta recordar mis épocas
de buscar criminales. Más baratos que éstos, claro, je,je. Por ahí por donde
estás ahora, pasaron unos cuantos y otros tantos se deben haber quedado. Como
en Bariloche. ¿Te acordás de Priebke?
— ¡Cierto, Priebke!
Bueno, si encuentro a alguno por acá, le aviso.
— Pero avisame
antes de que se muera o que te lo liquiden— bromeó Sívori y él se atragantó con
su propia saliva.
— No hay problema —
alcanzó a decir.
— Chau, nene.
Cuidate. Llamáme. Mandálo a la mierda a Herrera.
— Seguro, comi.
Guardó el celular
en el bolsillo como si guardara un objeto precioso. El viejo Sívori tenía la
extraña capacidad de hacer sus apariciones cuando él estaba más necesitado de
ellas. No tenía en quién confiar sus especulaciones y lo resentía. La Regional
era más parecida a una oficina municipal que a una delegación policial. Los
agentes del orden locales esperaban terminar el día y la carrera tranquilos,
sin más sorpresas que el borracho del barrio que le había dado una zurra a la
mujer, o la captura de un ratero que robaba garrafas y televisores. La gente
iba por la calle tranquila, sin que le arrebataran el maletín o la cartera
desde una moto en marcha. Todo el mundo se bajaba del auto y lo dejaba abierto.
Las casas jamás estaban cerradas con llave, al menos durante el día. No se
robaban bancos. Un poco de raterismo durante la temporada, todos malandras
venidos de la capital a "hacer el verano", robando casas alquiladas
por turistas. ¿Qué carajo estaba pasando en ese pueblo de mierda, que les había
dado a todos por tomar la vida y la muerte del prójimo en sus propias manos?
La puta que los parió.
Parecía que la
muerte de Gaudet hubiera sido el disparador que todos estaban esperando para
lanzarse a hacer su propia experiencia en el asesinato. Lo peor de todo era que
todavía no había ningún indicio cierto que apuntara al homicida del empresario.
Se miró los zapatos
constelados de motitas del polvo finísimo y omnipresente de la estación seca.
Al igual que todos los vecinos, lamentó la sequía tozuda que venía ensañándose
con la región y la dejaba sin agua para el verano.
Los hoteles la van a pasar mal en la temporada,
se compadeció.
Estaba empezando a
hacer frío y volvió a paso rápido a la comisaría: como siempre, había salido
sin más abrigo que el saco del traje.
"Hombre con cuboide"- M.C.Escher -Digital Commonwealth |
Preguntó por las
novedades. El juez de instrucción había dictado la preventiva de Romero así que
el hombre dormiría en la Regional hasta el día siguiente, hasta que lo
trasladaran. Llamó al juez Litvik y mantuvieron una conversación de quince
minutos. Cuando cortó, citó a reunión del personal en su despacho. En menos de
cinco minutos, estaban todos adentro, apretujados y lo más lejos posible del escritorio,
no fuera cosa que el comi hubiera decidido sancionar a alguien por conductas
impropias tales como llevarse pizzas, empanadas y facturas con crema pastelera, sin
pagar.
— ¿Quedó alguien
afuera?
— Álvarez,
comisario— informó Cáceres.
— Dígale que cierre
la puerta con llave y que venga.
Paseó la mirada de
una punta a la otra de la fila de uniformes azules en diverso estado de
conservación, meditando cómo lograr el mejor efecto con la menor cantidad de
palabras posible.
— Señores— arrancó
con el tono medido que ya habían aprendido a temerle—, ya saben que Roberto
Romero está en esta unidad.
Algunos gestos de
sorpresa, otros de "qué te dije"; todos menearon la cabeza para
murmurarle algo al vecino.
— Hoy identificó el
cadáver de la NN como el de su esposa, Sandra Ramírez y quedó detenido en
calidad de sospechoso de homicidio.
Más murmullos.
—La investigación
todavía sigue adelante así que les ruego a todos, repito, les ruego extremada
discreción sobre este caso. No quiero filtraciones de ningún tipo, ni sobre la
identidad de la mujer ni sobre los motivos del arresto de Romero. ¿Está claro?
Paseó una mirada
asesina por toda la fila, que había enmudecido para escuchar su tono de voz
cada vez más bajo. Hubo varios síes nerviosos.
— ¿Se entendió que
todo está bajo secreto de sumario y que si alguno de ustedes lo viola, me voy a
encargar no sólo de pedirle la baja deshonrosa, sino de que lo archiven en
alguna penitenciaría en donde tengan un amigo del alma esperándolos?
Álvarez estaba más
blanco que la pared en la que se apoyaba. A Cáceres le corrían gotitas de
transpiración por el cogote. Los demás presentaban diversos grados de
nerviosismo.
Bueno, tenía que hacer el intento. Seguro que la noticia
ya corrió como reguero de pólvora, perdonando el lugar común.
Se puso de pie
despacio, a sabiendas de que no podía ocultar la expresión de desaliento.
Qué manga de pelotudos. Y yo más pelotudo que ellos.
— Pueden retirarse.
Salieron como quien
se va de un velorio.
En un arrebato de
inspiración, Martello llamó a los hombres de la patrulla nocturna. Les dio
instrucciones específicas y les recordó su número de celular. Después se fue a
su casa. La temperatura seguía bajando y el trayecto era demasiado corto como
para que la calefacción del auto comenzara a entibiarle el cuerpo.
Apenas entró, sin
cerrar la puerta metió unos troncos para encender la salamandra. El acto de
prender el fuego lo llenaba de alegría primitiva.
La horda alrededor de la hoguera, contando los avatares
del día: la caza esquiva, el avistamiento de los de la tribu del otro lado del
valle. El fuego tiene la virtud de reunir a la gente... Aunque se trate de un
incendio, filosofó.
En demasiadas
ocasiones había visto a los bomberos en medio de uno, echando literalmente a
patadas a los curiosos atraídos como polillas por las llamas. El calor le
devolvió el alma al cuerpo y junto con ella, un hambre feroz. "Por qué
carajo no habrá una rotisería como la gente en este sitio", rezongó
mientras rebuscaba en los cajones del freezer. Supremas de pollo con espinacas,
supercongeladas. La fotografía a solo efecto ilustrativo las hacía parecer
apetecibles. ¿Guarnición? Puré instantáneo comprado en un ataque de previsión
culinaria.
Se preparó una
bandeja con las cuatro supremas — más parecidas a croquetas hipertróficas que a
verdaderas piezas de ave —, un jarro entero de puré y media botella de agua
mineral con gas. Pensó dos veces antes
de descorchar una botella de Malbec de buena marca y al final se entregó al
pecado capital de la gula, dejando para otra ocasión — y otra botella igual—,
el de la avaricia.
Se sentó frente al
televisor, control remoto en mano, y recorrió los nosecuántos canales de la
televisión satelital, sin decidirse. Boca jugaba el domingo, no tenía ganas de
engancharse con una película y su canal favorito de documentales insistía con
"la semana de los grandes reptiles". A él le gustaban los bichos con
pelo o plumas — en ese orden—, pero no con escamas y en lo posible con un
número par de patas ni inferior a dos ni superior a cuatro. Dejó el canal
cultural porque había un concierto de piano. Las supercroquetas no estaban tan
mal después de todo y el puré le había salido bien: ni chirle ni seco, con el
toque justo de manteca. El vino le entibió algo más que el estómago y se
agradeció por haberse premiado con él.
Satisfechas las
necesidades básicas de alimento y abrigo, agarró el anotador tirado en la
mesita baja junto al sofá y empezó a escribir nombres y a hacer dibujitos
mientras escuchaba a medias la música. Fryderyk Chopin, "Polonesa" N°
1, op.71, lo instruyó el sobreimpreso de la pantalla. Se sirvió una copa de
vino y la dejó a mano. Dibujó una mujer flaca y sin vientre y debajo escribió "Carmencita";
después, una mujer con panza de embarazada: "Sandra". Por último, el
monigote varón, "González", y empezó a trazar líneas de unión entre
las dos mujeres o más bien, entre el vientre abultado de una y el escueto de la
otra. ¿Había mentido Carmencita al relatarle el último encuentro entre su
marido y Sandra? Cuando le había referido aquella conversación, parecía
sincera. Y amargada.
Pero me esquivó la mirada.
Algo menos que una
idea le vivoreó entre los pensamientos.
¿Y si González...? No, es una locura…
No se atrevía a
formular la frase completa y empezó a garabatear. "González",
"Sandra", "embarazo", "Carmencita",
"estéril", "adopción".
¡Dios santo! Este tipo no pudo ser tan caradura... Aunque conociendo el paño... No, soy un hijo de puta,... Y si soy tan hijo de puta, ¿por qué pedí la vigilancia?
Porque tenía la íntima convicción de que había sido tal como él lo acababa de
imaginar, pero todavía no podía demostrarlo. ¿Y la muerte de González? ¿Quién
era el asesino entonces?
El celular sonó
pero a él le pareció que le encendían una alarma dentro de la cabeza. Uno de
los hombres de la patrulla le pasó el informe. Martello manoteó la
reglamentaria y una campera — tampoco era cuestión de cagarse de frío—, y corrió a buscar su auto mientras
daba instrucciones al suboficial que lo había llamado.
"Árboles y animales" - M.C. Escher - Digital Commonwealth |
Martello avanzó con
las luces del auto apagadas y rezando para no salirse del asfalto. Cuando
consideró que estaba lo suficientemente cerca, paró y siguió a pie. El barranco
estaba apenas iluminado por la luna en cuarto creciente. Esperó a que se le
acostumbrara la vista a la penumbra y después de unos segundos, vislumbró un
reflejo ajeno al lugar: la luz de una linterna, escondida detrás de algo que la
ocultaba y la descubría por momentos.
¿Qué estará buscando?
Se esforzó por
recordar los detalles de la autopsia y la frase de Lynch le volvió a la
memoria: "estrangulada mediante lazo, posiblemente de cuero". Avanzó
con precaución, tanto para prevenir un buen porrazo como para no delatarse.
Rebuscó su linterna en el bolsillo de la campera y la encendió. Oyó crujir
hojas y ramas secas, y una puteada entre dientes.
Esperó con los
pelos de la nuca erizados como los de un perro, una mano sobre la linterna y la
otra en la reglamentaria. Acopló su respiración al ruido del viento. Un haz de
luz dibujó un agujero en la oscuridad que el bulto de una figura se apresuró a
tapar. Todavía no, se dijo Martello y dio dos o tres pasos
precavidos. Ni se imaginaba cómo alguien podría encontrar cualquier cosa en
semejante sitio, pero él no era del
lugar y no conocía el barranco.
Parece que vos sí lo conocés bien.
Escuchó remover las
hojas del suelo con furia y entonces la luz de la linterna iluminó algo
parecido a una culebra de buen tamaño. Quien buscaba no le tenía miedo a las
bichas porque apagó la luz de inmediato. Hubo un silencio y después oyó la
respiración agitada de quien trepa por una pendiente empinada. Martello avanzó,
sacó la linterna y apuntó directo a la cara de Carmencita Ayala, que traía los
pantalones llenos de agujas de "amor seco", abrojos y restos de
hojas, una linterna apagada en la mano derecha y un cinturón de cuero en la
izquierda.
— Conozco mis
derechos— recitó la tipa por enésima vez, sin mirarlo. — No voy a hablar sin
que mi abogado esté presente.
Martello se aguantó
la furia violenta que le estaba subiendo desde el bajovientre, salió sin azotar
la puerta y fue a llamar al juez de instrucción, que le preguntó quién era el
letrado de la mujer. Se lo dijo y casi se cayó de culo cuando Litvik le dijo
que salía para la Regional. El comisario le hizo señas a Bustos para que
telefoneara al abogado de María del Carmen Ayala.
— El abogado no
entra hasta que el juez Litvik lo autorice— aclaró.
El juez llegó en
veinte minutos, lo que significaba que había violado la velocidad máxima por un
buen margen.
— Bueno, después de
todo, no siempre es malo que se filtre información— comentó Litvik con una
mueca.
— Ella niega todo.
— Y el abogado la
va a sacar por falta de evidencias. Es toda circunstancial.
— ¿Y qué fue a
hacer al lugar del hecho? Sabía en dónde había estado el cuerpo, sabía lo que
tenía que buscar...
— ¿Quiere que le
diga cómo la hace zafar el letrado? Declara que el marido le confesó que él
estranguló a la víctima y que perdió el cinturón. Lo único que ella quería era
mantener limpias la memoria y buen nombre de su finado. Le dan una pena menor
por ocultamiento de pruebas. Ni siquiera es cómplice, sólo una pobre mujer
engañada que amaba al turro del marido. Hasta el tribunal siente pena por ella,
pobrecita. Ni siquiera va a pasar un tiempito adentro.
— ¿Por qué no se lo
pasa por escrito al abogado, doctor? — Martello acotó irritado.
— No hace falta—
retrucó Litvik —. Conozco a ese hijo de puta de Larrazábal. Es el penalista más
cotizado de la provincia. Me debe unas cuantas.
— Pero tenemos una
evidencia por verificar, doctor. ¿Lynch no le pasó el reporte completo de la
autopsia? — el juez enarcó las cejas y Martello siguió —: Sandra Bermúdez tenía
piel debajo de las uñas. Se había defendido de su atacante.
Los ojitos de
Litvik brillaron con ferocidad.
— Cierto... Hay que
tomarle una muestra de tejidos o de saliva a Ayala. Y las huellas digitales.
Déjela fumar, ofrézcale un café, agua, cualquier cosa. Ya mismo le libro la
autorización y la orden para el forense.
— ¿Podremos dejarla
adentro?— preguntó Martello, esperanzado.
Litvik apretó la
boca y meneó la cabeza.
— No sé. Puedo
dictar una preventiva pero Larrazábal seguro pedirá fianza y tendré que
dársela. Sin evidencia concluyente,...
— ¿Y si se profuga?
— Ahí le caemos con
todo el peso de la ley. Hacemos intervenir a Interpol si es necesario. Pero
Larrazábal no es tan estúpido como para dejar que ella se profugue — Litvik
tenía una miradita maligna—. Los prófugos no pagan honorarios.
Bustos asomó para
avisar que el doctor Ignacio Larrazábal estaba esperando ver a su cliente.
Martello se tomó un
par de minutos para estudiar al sujeto vestido con un traje que era el último
alarido de la moda, no en la capital provincial sino en las embajadas de Barrio
Parque, en Buenos Aires. Larrazábal ostentaba reloj de marca auténtico y
bronceado falso de cama solar. La corbata de "Hermès" costaría encima
de los doscientos dólares y la camisa llevaría etiqueta de "Hugo
Boss" por lo menos.
Hoy en día cualquier gil usa "Christian Dior", pensó
Martello recordando la remera que tenía puesta. Magro consuelo, los zapatos del
tipo se habían ensuciado de polvo lo mismo que el maletín, también de
"Hermès". La nube de perfume lo envolvía como una aureola. Pensó en Litvik y su traje oscuro y no muy
nuevo, los zapatos comunes y corrientes, la corbata anodina y la loción para
después de afeitar igual a la que él usaba, y entendió un poco de la inquina
del juez hacia la estrella de los tribunales provinciales. Claro, no eran
motivos nobles para detestar a una persona, pero sabía que Litvik hacía su
trabajo a conciencia, en nombre de un Estado que le pagaba regularmente un
sueldo regular, mientras que el otro facturaba cifras de seis ceros por cada
defensa que aceptaba. Obvio, no defendía a cualquier perejil: nada más que
peces gordos, pájaros de avería y todo el rosario de frases penitenciarias ad hoc.
La debés levantar en pala para pagar todo ese cuero
francés. Carmencita va a tener que vender su imperio mediático para pagarte los
honorarios.
Volvió a la oficina
donde esperaba Carmencita Ayala y educadamente le ofreció algo para tomar. La
mujer lo miró rencorosa, pero cuando él le dijo que ya habían llamado a
Larrazabál— sin aclararle que estaba allí—, respiró profundo y preguntó si
podían traerle un café bien caliente.
Martello le alcanzó
la taza con cuidado de tocar nada más que el plato y salió de la oficina.
Esperó un par de minutos y entró de nuevo.
— Su abogado ya
llegó y el juez de instrucción, también. Por favor, acompáñeme.
La mujer se levantó
y cuando salieron, Martello cerró la oficina con llave.
Lo único que me falta es que algún pelotudo diligente
lave la tacita.
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