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"EL CUERPO EQUIVOCADO" - CAPÍTULO 11

 

Camino de la Regional se cruzó con la mitad de la ciudad, que a esa hora circulaba por la avenida prinicipal sin más objetivo que el de encontrarse con la otra mitad, para ver en qué andaba. Saludó a gente que ni sabía cómo se llamaba, ni si era de su localidad o de la vecina, pero no era cuestión de enemistarse con cualquiera o quedar mal por un "buenas tardes".

De su experiencia en otras ciudades del interior, había adquirido un repertorio de frases neutras y preguntas sin compromiso que le permitían salir bien parado sin hablar de nada más complicado que el tiempo. Que cuándo llovería, que estaba haciendo demasiado calor, que el invierno duraba cada vez menos, que el frío había venido de golpe. Pasar a mayores implicaba tener conocimiento del entorno social, cosa que con los años se le hacía cada vez más difícil. Martello se preguntaba si eso era compatible con la profesión que había elegido y detectaba algunas antinomias en sus cada vez más lamentables hábitos gregarios.

¿Cuánto hacía que no establecía una relación más cercana con sus pares o sus superiores, aunque fuera por estricta conveniencia laboral? "Los ascensos no se ganan nada más que con la chapa", decía un excompañero de camada que sí sabía de recursos para trepar por el escalafón. "Si vos creés que nada más laburando hacés mérito, sos un pichi, Loquito ", y ahí estaba el colega, encaramado a un sillón nuevo de cuero, con aire acondicionado y oficina privada, pegadita a la del secretario de Gobierno de la provincia.

A Martello le gustaba demasiado el "trabajo de campo". No se sentía nacido para general, de esos que arengan a la tropa: "Armémonos y vayan". No le salía. Él tenía que estar ahí, en la línea de fuego, pasara lo que pasara. Por supuesto, así no se hace carrera en ninguna parte y él lo sabía. Sus galones de comisario estaban bien ganados, pero en su fuero interno sentía que no habría más que eso para él. Y no le importaba.

El celular le vibró en el bolsillo, haciéndole cosquillas.

— Habla Martello.

— Hola, nene. ¿Cuánto hace que no me llamás?

Sonrió agradecido. El comisario mayor Sívori. El viejo se lo había puesto bajo el ala cuando él acababa de llegar desde Buenos Aires y era un pajuerano tierra adentro. Era el único que no le decía "Loco" o "Loquito", sino "nene". El viejo Sívori estaba a punto de jubilarse — o más bien la Fuerza estaba a punto de sacárselo de encima —, con todos los honores.

Uno que se ganó los galones a costa de jugárselas.

Sólo que en épocas de Sívori, los méritos valían mejores tiras que en la actualidad.

— ¿Así que ese pelotudo de Herrera te está jodiendo?

— Y... Me pegó una apretada — admitió y dobló en una esquina para alejarse de la avenida. Si tenía que llorar telefónicamente en el hombro de Sívori, no quería orejas indiscretas cerca.

— ¿Qué anda pasando por ahí? Siempre fue una localidad tranquila, sin despelotes... Un lugar para tomarse vacaciones o esperar la jubilación.

— La verdad es que desde hace casi tres meses, no paran de liquidar gente— su propia voz reconociendo los hechos lo sorprendió.

— ¿Raro, no? Digo, en un lugar así...

— Raro de verdad— había oscurecido y la plaza estaba casi vacía. Aprovechó para sentarse en un banco —. Ni que les hubieran dado permiso— bromeó con humor negro.

— Contáme.

Y le contó hasta donde sabía. Sin demasiados detalles, porque Sívori podía imaginárselos y muy bien.

— Ese Gaudet... Un pájaro de cuenta por lo que me decís. Pero lo que le hicieron no fue cosa de mafiosos — puntualizó el viejo.

— No. Yo más bien me inclino por un crimen sexual, relacionado con algo de su pasado.

— Y lo tenía bastante turbio. ¿Investigaste a las víctimas de corrupción y los familiares?

— Sí, pero creo que no habrían esperado tanto tiempo para hacer algo contra Gaudet. Estamos todos un poco desorientados: el forense, el juez y yo.

— No creo que andes muy lejos con eso de que es alguien relacionado con el pasado del tipo. Debe ser algo viejo, porque de otro modo, no se explica el ensañamiento.

Martello reflexionó sobre el comentario de Sívori. Sí: ahí había un odio reconcentrado, madurado lentamente. Y cuando había llegado el momento, había estallado sin aviso previo.

— ¿Y los otros? ¿Cómo vas?

Se abstuvo de mencionar a Grünebaum y le comentó lo último que había estado averigüando sobre González y Bermúdez. Sívori coincidió con las conclusiones de Martello.

— No vas a dejar contenta a mucha gente, nene.

— Me parece que no.

— Si yo estuviera en tu lugar, abandonaría la discreción y empezaría a participar del chismerío. Así te enterás quién le debe a quién, quién cornea a quién y con cuál, y podés hacer un poquito de prevención del delito.

Se rieron.

No estaría nada mal cuidarle las espaldas a Saguie y a Koppf. No porque me caigan simpáticos, sino porque me quiero ir de este lugar con la frente alta y sin más cadáveres.

Se estaban despidiendo cuando el viejo disparó la última frase.

— ¿Sabés a qué dedico las horas muertas? Busco en los sitios de Internet que cazan nazis.

A Martello se le pararon los pelitos de la nuca.

— En  la Argentina debe haber unos cuantos bien escondidos todavía. Y como yo soy un perro viejo, me gusta recordar mis épocas de buscar criminales. Más baratos que éstos, claro, je,je. Por ahí por donde estás ahora, pasaron unos cuantos y otros tantos se deben haber quedado. Como en Bariloche. ¿Te acordás de Priebke?

— ¡Cierto, Priebke! Bueno, si encuentro a alguno por acá, le aviso.

— Pero avisame antes de que se muera o que te lo liquiden— bromeó Sívori y él se atragantó con su propia saliva.

— No hay problema — alcanzó a decir.

— Chau, nene. Cuidate. Llamáme. Mandálo a la mierda a Herrera.

— Seguro, comi.

Guardó el celular en el bolsillo como si guardara un objeto precioso. El viejo Sívori tenía la extraña capacidad de hacer sus apariciones cuando él estaba más necesitado de ellas. No tenía en quién confiar sus especulaciones y lo resentía. La Regional era más parecida a una oficina municipal que a una delegación policial. Los agentes del orden locales esperaban terminar el día y la carrera tranquilos, sin más sorpresas que el borracho del barrio que le había dado una zurra a la mujer, o la captura de un ratero que robaba garrafas y televisores. La gente iba por la calle tranquila, sin que le arrebataran el maletín o la cartera desde una moto en marcha. Todo el mundo se bajaba del auto y lo dejaba abierto. Las casas jamás estaban cerradas con llave, al menos durante el día. No se robaban bancos. Un poco de raterismo durante la temporada, todos malandras venidos de la capital a "hacer el verano", robando casas alquiladas por turistas. ¿Qué carajo estaba pasando en ese pueblo de mierda, que les había dado a todos por tomar la vida y la muerte del prójimo en sus propias manos?

La puta que los parió.

Parecía que la muerte de Gaudet hubiera sido el disparador que todos estaban esperando para lanzarse a hacer su propia experiencia en el asesinato. Lo peor de todo era que todavía no había ningún indicio cierto que apuntara al homicida del empresario.

Se miró los zapatos constelados de motitas del polvo finísimo y omnipresente de la estación seca. Al igual que todos los vecinos, lamentó la sequía tozuda que venía ensañándose con la región y la dejaba sin agua para el verano.

Los hoteles la van a pasar mal en la temporada, se compadeció.

Estaba empezando a hacer frío y volvió a paso rápido a la comisaría: como siempre, había salido sin más abrigo que el saco del traje.

"Hombre con cuboide"- M.C.Escher -Digital Commonwealth


Preguntó por las novedades. El juez de instrucción había dictado la preventiva de Romero así que el hombre dormiría en la Regional hasta el día siguiente, hasta que lo trasladaran. Llamó al juez Litvik y mantuvieron una conversación de quince minutos. Cuando cortó, citó a reunión del personal en su despacho. En menos de cinco minutos, estaban todos adentro, apretujados y lo más lejos posible del escritorio, no fuera cosa que el comi hubiera decidido sancionar a alguien por conductas impropias tales como llevarse pizzas, empanadas y  facturas con crema pastelera, sin pagar.

— ¿Quedó alguien afuera?

— Álvarez, comisario— informó Cáceres.

— Dígale que cierre la puerta con llave y que venga.

Paseó la mirada de una punta a la otra de la fila de uniformes azules en diverso estado de conservación, meditando cómo lograr el mejor efecto con la menor cantidad de palabras posible.

— Señores— arrancó con el tono medido que ya habían aprendido a temerle—, ya saben que Roberto Romero está en esta unidad.

Algunos gestos de sorpresa, otros de "qué te dije"; todos menearon la cabeza para murmurarle algo al vecino.

— Hoy identificó el cadáver de la NN como el de su esposa, Sandra Ramírez y quedó detenido en calidad de sospechoso de homicidio.

Más murmullos.

—La investigación todavía sigue adelante así que les ruego a todos, repito, les ruego extremada discreción sobre este caso. No quiero filtraciones de ningún tipo, ni sobre la identidad de la mujer ni sobre los motivos del arresto de Romero. ¿Está claro?

Paseó una mirada asesina por toda la fila, que había enmudecido para escuchar su tono de voz cada vez más bajo. Hubo varios síes nerviosos.

— ¿Se entendió que todo está bajo secreto de sumario y que si alguno de ustedes lo viola, me voy a encargar no sólo de pedirle la baja deshonrosa, sino de que lo archiven en alguna penitenciaría en donde tengan un amigo del alma esperándolos?

Álvarez estaba más blanco que la pared en la que se apoyaba. A Cáceres le corrían gotitas de transpiración por el cogote. Los demás presentaban diversos grados de nerviosismo.

Bueno, tenía que hacer el intento. Seguro que la noticia ya corrió como reguero de pólvora, perdonando el lugar común.

Se puso de pie despacio, a sabiendas de que no podía ocultar la expresión de desaliento.

Qué manga de pelotudos. Y yo más pelotudo que ellos.

— Pueden retirarse.

Salieron como quien se va de un velorio.   

En un arrebato de inspiración, Martello llamó a los hombres de la patrulla nocturna. Les dio instrucciones específicas y les recordó su número de celular. Después se fue a su casa. La temperatura seguía bajando y el trayecto era demasiado corto como para que la calefacción del auto comenzara a entibiarle el cuerpo.

Apenas entró, sin cerrar la puerta metió unos troncos para encender la salamandra. El acto de prender el fuego lo llenaba de alegría primitiva.

La horda alrededor de la hoguera, contando los avatares del día: la caza esquiva, el avistamiento de los de la tribu del otro lado del valle. El fuego tiene la virtud de reunir a la gente... Aunque se trate de un incendio, filosofó.

En demasiadas ocasiones había visto a los bomberos en medio de uno, echando literalmente a patadas a los curiosos atraídos como polillas por las llamas. El calor le devolvió el alma al cuerpo y junto con ella, un hambre feroz. "Por qué carajo no habrá una rotisería como la gente en este sitio", rezongó mientras rebuscaba en los cajones del freezer. Supremas de pollo con espinacas, supercongeladas. La fotografía a solo efecto ilustrativo las hacía parecer apetecibles. ¿Guarnición? Puré instantáneo comprado en un ataque de previsión culinaria.

Se preparó una bandeja con las cuatro supremas — más parecidas a croquetas hipertróficas que a verdaderas piezas de ave —, un jarro entero de puré y media botella de agua mineral con gas.  Pensó dos veces antes de descorchar una botella de Malbec de buena marca y al final se entregó al pecado capital de la gula, dejando para otra ocasión — y otra botella igual—, el de la avaricia.

Se sentó frente al televisor, control remoto en mano, y recorrió los nosecuántos canales de la televisión satelital, sin decidirse. Boca jugaba el domingo, no tenía ganas de engancharse con una película y su canal favorito de documentales insistía con "la semana de los grandes reptiles". A él le gustaban los bichos con pelo o plumas — en ese orden—, pero no con escamas y en lo posible con un número par de patas ni inferior a dos ni superior a cuatro. Dejó el canal cultural porque había un concierto de piano. Las supercroquetas no estaban tan mal después de todo y el puré le había salido bien: ni chirle ni seco, con el toque justo de manteca. El vino le entibió algo más que el estómago y se agradeció por haberse premiado con él.

Satisfechas las necesidades básicas de alimento y abrigo, agarró el anotador tirado en la mesita baja junto al sofá y empezó a escribir nombres y a hacer dibujitos mientras escuchaba a medias la música. Fryderyk Chopin, "Polonesa" N° 1, op.71, lo instruyó el sobreimpreso de la pantalla. Se sirvió una copa de vino y la dejó a mano. Dibujó una mujer flaca y sin vientre y debajo escribió "Carmencita"; después, una mujer con panza de embarazada: "Sandra". Por último, el monigote varón, "González", y empezó a trazar líneas de unión entre las dos mujeres o más bien, entre el vientre abultado de una y el escueto de la otra. ¿Había mentido Carmencita al relatarle el último encuentro entre su marido y Sandra? Cuando le había referido aquella conversación, parecía sincera. Y amargada.

Pero me esquivó la mirada.  

Algo menos que una idea le vivoreó entre los pensamientos.

¿Y si González...? No, es una locura…

No se atrevía a formular la frase completa y empezó a garabatear. "González", "Sandra", "embarazo", "Carmencita", "estéril", "adopción".

¡Dios santo!  Este tipo no pudo ser tan caradura... Aunque conociendo el paño... No, soy un hijo de puta,... Y si soy tan hijo de puta, ¿por qué pedí la vigilancia? 

Porque tenía la íntima convicción de que había sido tal como él lo acababa de imaginar, pero todavía no podía demostrarlo. ¿Y la muerte de González? ¿Quién era el asesino entonces?

El celular sonó pero a él le pareció que le encendían una alarma dentro de la cabeza. Uno de los hombres de la patrulla le pasó el informe. Martello manoteó la reglamentaria y una campera — tampoco era cuestión de cagarse de frío, y corrió a buscar su auto mientras daba instrucciones al suboficial que lo había llamado.

 ****


"Árboles y animales" - M.C. Escher - Digital Commonwealth


 Los hombres del móvil pasaron de largo, tal como él se los había pedido. Estarían en contacto con él por el celular y el radio. Los suboficiales volverían al lugar en quince minutos, tal como si estuvieran siguiendo una nueva rutina de ronda. Después de todo, la comunidad estaba pidiendo más vigilancia.

Martello avanzó con las luces del auto apagadas y rezando para no salirse del asfalto. Cuando consideró que estaba lo suficientemente cerca, paró y siguió a pie. El barranco estaba apenas iluminado por la luna en cuarto creciente. Esperó a que se le acostumbrara la vista a la penumbra y después de unos segundos, vislumbró un reflejo ajeno al lugar: la luz de una linterna, escondida detrás de algo que la ocultaba y la descubría por momentos.

¿Qué estará buscando?

Se esforzó por recordar los detalles de la autopsia y la frase de Lynch le volvió a la memoria: "estrangulada mediante lazo, posiblemente de cuero". Avanzó con precaución, tanto para prevenir un buen porrazo como para no delatarse. Rebuscó su linterna en el bolsillo de la campera y la encendió. Oyó crujir hojas y ramas secas, y una puteada entre dientes.

Esperó con los pelos de la nuca erizados como los de un perro, una mano sobre la linterna y la otra en la reglamentaria. Acopló su respiración al ruido del viento. Un haz de luz dibujó un agujero en la oscuridad que el bulto de una figura se apresuró a tapar. Todavía no, se dijo Martello y dio dos o tres pasos precavidos. Ni se imaginaba cómo alguien podría encontrar cualquier cosa en semejante sitio,  pero él no era del lugar y no conocía el barranco.

Parece que vos sí lo conocés bien.

Escuchó remover las hojas del suelo con furia y entonces la luz de la linterna iluminó algo parecido a una culebra de buen tamaño. Quien buscaba no le tenía miedo a las bichas porque apagó la luz de inmediato. Hubo un silencio y después oyó la respiración agitada de quien trepa por una pendiente empinada. Martello avanzó, sacó la linterna y apuntó directo a la cara de Carmencita Ayala, que traía los pantalones llenos de agujas de "amor seco", abrojos y restos de hojas, una linterna apagada en la mano derecha y un cinturón de cuero en la izquierda.

 ****

 — Señora Ayala, por favor...

— Conozco mis derechos— recitó la tipa por enésima vez, sin mirarlo. — No voy a hablar sin que mi abogado esté presente.

Martello se aguantó la furia violenta que le estaba subiendo desde el bajovientre, salió sin azotar la puerta y fue a llamar al juez de instrucción, que le preguntó quién era el letrado de la mujer. Se lo dijo y casi se cayó de culo cuando Litvik le dijo que salía para la Regional. El comisario le hizo señas a Bustos para que telefoneara al abogado de María del Carmen Ayala.

— El abogado no entra hasta que el juez Litvik lo autorice— aclaró.

El juez llegó en veinte minutos, lo que significaba que había violado la velocidad máxima por un buen margen.

— Bueno, después de todo, no siempre es malo que se filtre información— comentó Litvik con una mueca.

— Ella niega todo.

— Y el abogado la va a sacar por falta de evidencias. Es toda circunstancial.

— ¿Y qué fue a hacer al lugar del hecho? Sabía en dónde había estado el cuerpo, sabía lo que tenía que buscar...

— ¿Quiere que le diga cómo la hace zafar el letrado? Declara que el marido le confesó que él estranguló a la víctima y que perdió el cinturón. Lo único que ella quería era mantener limpias la memoria y buen nombre de su finado. Le dan una pena menor por ocultamiento de pruebas. Ni siquiera es cómplice, sólo una pobre mujer engañada que amaba al turro del marido. Hasta el tribunal siente pena por ella, pobrecita. Ni siquiera va a pasar un tiempito adentro.

— ¿Por qué no se lo pasa por escrito al abogado, doctor? — Martello acotó irritado.

— No hace falta— retrucó Litvik —. Conozco a ese hijo de puta de Larrazábal. Es el penalista más cotizado de la provincia. Me debe unas cuantas.

— Pero tenemos una evidencia por verificar, doctor. ¿Lynch no le pasó el reporte completo de la autopsia? — el juez enarcó las cejas y Martello siguió —: Sandra Bermúdez tenía piel debajo de las uñas. Se había defendido de su atacante.

Los ojitos de Litvik brillaron con ferocidad.

— Cierto... Hay que tomarle una muestra de tejidos o de saliva a Ayala. Y las huellas digitales. Déjela fumar, ofrézcale un café, agua, cualquier cosa. Ya mismo le libro la autorización y la orden para el forense.

— ¿Podremos dejarla adentro?— preguntó Martello, esperanzado.

Litvik apretó la boca y meneó la cabeza.

— No sé. Puedo dictar una preventiva pero Larrazábal seguro pedirá fianza y tendré que dársela. Sin evidencia concluyente,...

— ¿Y si se profuga?

— Ahí le caemos con todo el peso de la ley. Hacemos intervenir a Interpol si es necesario. Pero Larrazábal no es tan estúpido como para dejar que ella se profugue — Litvik tenía una miradita maligna—. Los prófugos no pagan honorarios.

Bustos asomó para avisar que el doctor Ignacio Larrazábal estaba esperando ver a su cliente.

Martello se tomó un par de minutos para estudiar al sujeto vestido con un traje que era el último alarido de la moda, no en la capital provincial sino en las embajadas de Barrio Parque, en Buenos Aires. Larrazábal ostentaba reloj de marca auténtico y bronceado falso de cama solar. La corbata de "Hermès" costaría encima de los doscientos dólares y la camisa llevaría etiqueta de "Hugo Boss" por lo menos.

Hoy en día cualquier gil usa "Christian Dior", pensó Martello recordando la remera que tenía puesta. Magro consuelo, los zapatos del tipo se habían ensuciado de polvo lo mismo que el maletín, también de "Hermès". La nube de perfume lo envolvía como una aureola.  Pensó en Litvik y su traje oscuro y no muy nuevo, los zapatos comunes y corrientes, la corbata anodina y la loción para después de afeitar igual a la que él usaba, y entendió un poco de la inquina del juez hacia la estrella de los tribunales provinciales. Claro, no eran motivos nobles para detestar a una persona, pero sabía que Litvik hacía su trabajo a conciencia, en nombre de un Estado que le pagaba regularmente un sueldo regular, mientras que el otro facturaba cifras de seis ceros por cada defensa que aceptaba. Obvio, no defendía a cualquier perejil: nada más que peces gordos, pájaros de avería y todo el rosario de frases penitenciarias ad hoc.

La debés levantar en pala para pagar todo ese cuero francés. Carmencita va a tener que vender su imperio mediático para pagarte los honorarios.

Volvió a la oficina donde esperaba Carmencita Ayala y educadamente le ofreció algo para tomar. La mujer lo miró rencorosa, pero cuando él le dijo que ya habían llamado a Larrazabál— sin aclararle que estaba allí—, respiró profundo y preguntó si podían traerle un café bien caliente.

Martello le alcanzó la taza con cuidado de tocar nada más que el plato y salió de la oficina. Esperó un par de minutos y entró de nuevo.

— Su abogado ya llegó y el juez de instrucción, también. Por favor, acompáñeme.

La mujer se levantó y cuando salieron, Martello cerró la oficina con llave.

Lo único que me falta es que algún pelotudo diligente lave la tacita.

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