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"EL CUERPO EQUIVOCADO" - CAPÍTULO 12

"Retrato de Jetta Umiker" M.C.Escher DigitalCommonwealth

El arresto de María del Carmen Ayala no había contribuído a la popularidad de Martello, pero el comisario no se preocupaba por el rating. Quince días atrás, el abogado de Carmencita había pedido fijación de fianza y Litvik había establecido una cifra digna de un mafioso, así que la señora seguía bajo arresto hasta que lograra reunir los fondos. El juez también había librado las órdenes de allanamiento de la vivienda y las empresas de la señora Ayala. 

 La evidencia obtenida en las oficinas de CableStar y sus dependencias podía ser considerada circunstancial. 

  Léase, mierda pura en tarrito de azafrán para un juicio. 

 No era cuestión de ofrecer a Larrazábal la oportunidad de lucirse destrozando punto por punto cualquier correlato de horarios, ausencias, citas del finado González, idas y venidas de Sandra Ramírez y cruces con Carmencita Ayala. Carmencita estaba al tanto de todos los detalles, gracias a las prolijas agendas de Analía y a sus prerrogativas como propietaria de CableStar y esposa del director general. ¿Eso la calificaba como homicida? ¡Pero por favor! Cualquier esposa humillada y engañada se pegaría a los talones de su marido y la amante y no por ello sería responsable de asesinato. 

 Necesitaba evidencia tangible de la culpabilidad de la mujer, de su premeditación. Así que antes de ir a la casa había releído la autopsia hasta que le dolieron los ojos, para saber con qué debía encontrarse. Y había encontrado. Allí estaba, colgada en la pared entre otras herramientas, a modo de paráfrasis funesta de "La carta robada". Si no hubiera conocido el informe forense, la habría pasado por alto. Tomó la maza de madera con las manos protegidas por guantes descartables y la metió en la conspicua bolsita plástica. Después, rumbeó para lo del casero a interrogar a la esposa, que cumplía con las tareas de limpieza y cocina en la casa grande. Sí, había lavado una blusa de la señora con manchitas de sangre. La señora Carmencita le había dicho que se había raspado. ¿Se acordaba cuándo la señora la había usado por última vez? Para ir a la clínica. "A la señora Carmencita le gusta ir bien arreglada", afirmó la mujer. Guardó la blusa en otra bolsa. El Luminol se encargaría de contarle la verdad al juez. 

Había enviado las evidencias a la Policía Científica. Lynch había confirmado que Sandra Bermúdez estaba embarazada de Lauro González del Río y que la piel bajo sus uñas pertenecía a María del Carmen Ayala. Los restos de sangre en la blusa de Carmencita correspondían tanto a su propietaria como a la occisa. El fiscal tenía un caso fácil. Sería el turno de Larrazábal de pelarse algo más que las manos. 

Faltaba establecer quién había matado a Lauro González. La fiscalía se ensañaría con Carmencita, que no podría alegar "estado de emoción violenta" si había dejado al auto sin líquido de frenos. Pero, ¿era verdad? La mujer tenía coartada para ese día: había salido a almorzar con las chicas de la fundación de beneficencia del hospital público de la ciudad y después se había quedado en su casa, sin cenar. La casera había confirmado la llegada de su patrona pasadas las tres y media y que no había vuelto a salir.

Lo de "chicas" era una gentileza cronológica hacia las damas patricias; lo de "hospital público" era una denominación que no se correspondía con la realidad del servicio sanitario local. 

  A gatas te pueden atender por una uña encarnada. Si te pasa algo serio, rezá porque la ambulancia llegue rápido a la capital. 

 El comisario se había entrevistado con la señora presidenta de la fundación, que había confirmado la presencia de Carmencita en el almuerzo para planificar el siguiente evento para recaudar fondos. Se había lamentado por el terrible percance de Carmencita y esperaba de todo corazón que todo fuera un gran error, insistió, mirándolo con patricio disgusto. Antes de irse, le preguntó en dónde habían almorzado y la señora presidenta le proporcionó el nombre de un restaurante en la localidad vecina.

"Acá no hay un solo lugar decente en dónde almorzar", sentenció la señora. "Es cierto", coincidió y la señora sonrió con suficiencia. "El Belvedere abre únicamente de noche", agregó Martello y se despidió, dejando a la mujer con las palabras en la boca. Por Magda sabía que las damas de la fundación no frecuentaban su establecimiento de avanzada gastronómica: preferían el vitel thonné y el pollo al champignon con papas a la crema, desterrados de la cocina de "El Belvedere" por anacrónicos. 

Había interrogado nuevamente a Roberto Romero, que insistía en su inocencia. Romero había dado muestras de no tener el coraje de matar, al menos con premeditación. Pertenecía a esa clase de boludos que matan accidentalmente porque se les dispara el arma de pura casualidad, y de paso terminan con una bala en el pie. ¿Y si se estaba haciendo el boludo más de la cuenta? Martello no percibía eso del tipo, y había aprendido a dar cierto crédito a sus percepciones. 

El comisario se encerró en su despacho con una taza grande de café, después de advertirle a Cáceres que tenía que hacer unos llamados importantes y que no quería interrupciones hasta nuevo aviso. Cáceres asintió muy comedido, "Siseñor", pero él le pescó la sonrisita irónica. 

Seguro que cree que tengo que llamar al turro de Herrera y la está disfrutando

Sacó sus anotaciones sobre las muertes de González y Bermúdez. 

Y la pregunta del millón es...¿quién querría cargarse a González, además de su mujer?
"Stars" M.C.Escher Digital Commonwealth

¿Koppf? González le servía más vivo que muerto. Sus acólitos Straub y Russo no parecían tener mucha iniciativa personal. ¿Saguie? No era su estilo. Y además, ¿con qué motivo? ¿Algún enemigo que había quedado en el camino, como había mencionado Carmencita con el sarcasmo ensuciándole la voz? Cada frase que había pronunciado la mujer la inculpaba más y más. Y sin embargo... Tenía que hacer una verificación: no podía cargarle esa muerte sin estar completamente seguro de que era culpable. Su conciencia no se lo perdonaría. 

Llamó al ingeniero Borrelli, que le dio una clase magistral telefónica sobre las diversas formas de dejar a un auto sin líquido de frenos, fuera accidental o intencionalmente. Cuando pudo cortar la comunicación, Martello tenía una idea de tiempos y oportunidades. Faltaba determinar quién había tenido todo eso a su disposición. 

 Salió de su despacho con ceño fruncido y expresión oscura — como si me hubieran cagado a pedos de nuevo —, y nadie se atrevió a interceptarlo. 

 — Enseguida vuelvo. Ubíquenme en el celular. 

 — Siseñor. 

 En la playa de estacionamiento de CableStar, el encargado estaba tomando mate con la oreja pegada a la radio. Lo saludó con temor reverente y él le sonrió con amabilidad, aclarándole que quería hacerle unas preguntitas y nada más. El hombre abrió mucho los ojos y puso cara de dar el pésame. Sí, él estaba trabajando el día del accidente del señor González del Río. Sí, había venido solo: la señora Carmencita vino más tarde a buscar el coche, a eso de la una. 

 — ¿Ella le dijo adónde iba? 

 — ¿A quién, a mí?— se sorprendió el hombre y soltó una risita —. ¡Ni me dirige la palabra! 

 — ¿Y a qué hora volvió? 

 — Esperesé. 

 Entró al cuartito que servía de oficina y puesto de vigilancia. De encima de la mesa, recogió un cuaderno manoseado. Tenía dos columnas: "Hora ingreso" y "Hora salida", escritas ambas veces sin hache, y en cada renglón figuraba la patente de los autos. 

 — A ve'... Sí, acá le anoté, vea — y le mostró los renglones correspondientes a la señora. 

 Carmencita había vuelto a las tres y cuarto.

 — ¿Me permite...? 

 — ¡Faltaba má! — El hombre le entregó el cuaderno y le ofreció la silla. 

 El registro era prolijo y completo: el hombre se tomaba en serio su trabajo y anotaba a cuanto ser viviente entrara y saliera en auto del estacionamiento. El día fatídico, González había salido a las cinco y vuelto a las cinco y media: eso Martello ya lo sabía porque era el horario en que el finado había ido a verlo a la Regional para decirle que tenía la información. Se habían encontrado para cenar y después... No hubo más "después". 

 De puro curioso, pasó a la hoja del día anterior. Carmencita no había aparecido por el estacionamiento, pero González había llegado a las nueve de la mañana, vuelto a salir a las tres y media, regresado a las seis y media y salido definitivamente a las diez menos cuarto de la noche. Le dio las gracias al encargado y se acordó de preguntarle el nombre. 

 — Julio Rivero pa' servirle — sonrió el hombre.

 — Gracias, don Rivero. 

                                                                               **** 

 De vuelta en la Regional, pidió más café y se sentó a escribir un punteo de los hechos del último día de la vida de González. Cuando había venido a verlo a la Regional, estaba nervioso. En el restaurante, se había mostrado más inquieto todavía. De acuerdo con los dichos de Straub y Russo, el hombre estaba asustado cuando lo llamaron por el celular. Todo el tiempo, Martello había pensado que ese nerviosismo creciente se debía a la información que le había exigido. Sin embargo, el director general de CableStar le había vendido carne podrida y él había estado a punto de tragársela. ¿A quién más se la había vendido? Dibujó monigotes y les puso los nombres debajo; después dibujó signos pesos volando alrededor. González había puesto sus empresas al borde de la quiebra y Koppf le estaba dando empujoncitos para que saltara. ¿Por qué le habría ocultado González a su mujer el asunto de los préstamos? ¿Por amor? ¿Para protegerla? María del Carmen Ayala no parecía el tipo de mujer que requiriera de un capullo de algodones para transitar por la vida. Por otro lado, la relación de González con Sandra parecía estar terminada, de acuerdo con lo referido por Analía, la secretaria. Volvió a repasar lo que sabía y lo que suponía. González era un mentiroso. Le mentía a Carmencita, a Sandra; le había mentido a él y a Koppf. Carmencita siempre lo perdonaba, a pesar de las amarguras, del despilfarro y de las amantes; a la que no había perdonado era a la pobre Sandra y a su embarazo. 

Una idea empezó a rondarle la cabeza y lo hizo llamar a Analía, a CableStar. No le resultó fácil llegar al tema del que quería hablar: tuvo que ponerle la oreja a las quejas y temores de la "secretaria de nadie", como se denominaba autoconmiserativamente. ¿Qué iba a pasar con el canal y las radios y la revista? ¿Quién se haría cargo? ¿Cómo pagarían los sueldos? Con lo difícil que estaba la situación del país, ¿qué iba a hacer ella si se quedaba sin trabajo? En cuanto pudo meter baza, le preguntó y Analía le dio la información precisa. Le agradeció y pudo despedirse después de prometerle que hablaría con el intendente y con los notables de la ciudad para que se ocuparan de encontrar la forma de sostener al canal local. Miró la hora: si se apuraba, llegaba a ver al mecánico de González antes de que cerrara.

                                                                        **** 

 El taller mecánico de Horacito Mendieta — así, en diminutivo, en el cartel — parecía un quirófano: limpio, azulejado y luminoso. Horacito se ufanaba de atender los mejores autos de la ciudad y localidades vecinas. El mecánico miró el modelo '2002 de Martello casi con pena. En las paredes, junto a un pañol de herramientas quirúrgicas estaban los cuadritos con los diplomas de cursos tomados en las casas matrices de las mejores marcas del mercado. 

 — Efetivamente, comisario, yo le atendía lauto a don Lauro. Le atendía todo' lojauto' desde hace die' año'. 

 — Era un vehículo nuevo. 

 — Efetivamente. Y don Lauro lo cuidaba. Siempre cuidaba mucho lojauto'. Lo' cambiaba seguido. 

— ¿Qué tal manejaba don Lauro? 

 — Y... Le gustaba pisarlo' lojauto'. Por eso lo' tenía hecho' un violín. Cuando a uno le gusta andar fuerte, lauto tiene que está bien de todo: motor, embrague, freno. 

— ¿Cuándo fue la última vez que vino? 

Horacito fue a buscar una agenda y le informó la fecha, la hora y la duración del servicio. Martello sacó las cuentas mentalmente: un día antes de matarse. Le preguntó al mecánico si el auto tenía algún problema y el hombre se encogió de hombros: don Lauro era un poco maniático y lo traía una vez al mes por las dudas. El auto estaba en perfectas condiciones. Ese mes le había pedido adelantar la fecha de la visita y por suerte él tenía un turno. 

 — ¿Don Lauro entendía de autos? 

 — Efetivamente — el mecánico sacudió la cabeza con vigor—. Le gustaba la mecánica. Una ve' me dijo que él hubiera querido corré en TC o rally, pero que la mujer no lo dejaba porque era peligroso. Igual él le hacía uno' toquecito' por la' suya'. Yo me daba cuenta, claro. Que el ralentí, que lo' chiclé, bueno, eso ante' ; en lo' má' nuevo, la inyesión. Lo' fierro' le tiraban. 

 — ¿La mujer venía al taller? 

 — Nooo — Horacito estiró los labios para acentuar la negativa —. Ni pisaba por acá. ¡A gata debe sabé por dónde se le pone la nasta a lauto! 

 — ¿Don Lauro iba también a algún otro taller? 

 — ¿Con ese auto? ¡Ni soñando! — aseguró el mecánico —. Acá tenemo' lo último de lo último en tenología compudatarizada para testeá losircuito' de lo' modelo' má moderno'. — Y señaló a R2D2 recién llegado de "La guerra de las galaxias", lleno de displays, visores, conectores y otros "ores" más que él desconocía, ya que su pobre autito todavía tenía carburador y no sabía qué querían decir "ABS" o "airbag". 

 — No le digo que no haya otro' tayere' . Hay de eletricidá, de chapa y pintura — se agarraba los dedos de a uno para enumerar —, pero como éste, nada de nada — se ufanó Horacito. 

Le agradeció la información y se estaba metiendo en el auto cuando el mecánico le dijo: 

 — Jefe, cuando quiera— señaló el auto con el mentón—, me lo trai y le hacemo' un servi que se lo dejo hecho un violín. Ahí sí que va a alcansá a lo' malandra'. 

                                                                           **** 

 De regreso a la Regional, Martello condujo despacio para tener tiempo de pensar. Se detuvo un momento en la banquina — el taller de Mendieta estaba sobre la ruta provincial —, para llamar a Bustos e indicarle que verificara si González había concurrido a algún otro taller mecánico en los días previos a su muerte. 

 — Enseguidita, comisario. Son dos o tres talleres, nada más. ¿Quiere que le avise al celular?

— Sí, por favor. Espero la información. 

 Estaba entrando a la ciudad cuando le sonó el celular. Respondió sin detenerse — me van a multar y me voy a joder ¬—, y Bustos le informó que González ni había ido ni era cliente de ninguno de los otros talleres. Algo de todo lo anterior no cerraba con el accidente y eso le molestaba a Martello como una piedrita en el zapato. Tanto le molestaba que paró el auto, agarró el anotador extra que siempre llevaba en la guantera y se metió en un bar al que nunca había entrado. Pidió un café doble y empezó a ordenar la información reciente. Lo primero que hizo fue anotar los horarios de idas y venidas de González para no perderse ningún detalle y encontró la primera discrepancia. Había una diferencia de casi una hora y cuarto entre el horario que Mendieta tenía registrado como salida de González, y el que figuraba como de ingreso en la playa de estacionamiento. Martello había hecho el recorrido desde el centro hasta el taller en menos de quince minutos y teniendo en cuenta que al finado le gustaba darle al acelerador, calculó que podría haber hecho el recorrido en la mitad del tiempo. ¿Qué había hecho González durante los aproximadamente setenta minutos restantes? 
 
Manoteó el celular y llamó a Borrelli. 

 — Me pescó en la puerta, comisario. 

 — Disculpe, ingeniero. Necesito confirmar una cosita, nada más. 

 — Diga.

 — ¿Existe la posibilidad de que haya huellas digitales en el depósito de líquido de frenos del auto de González? 

 — ¡Deben de estar las de todos los mecánicos que le revisaron el auto! 

 — Usted dígame sí o no. 

 — Si esa sección del vehículo se conservó después del impacto, sí. Un segundito... — Borrelli se demoró algo más en responder: estaba buscando el informe de la pericia—. De acuerdo con el reporte, esa parte del vehículo no se destruyó por completo. Sí se podría. 

 — Entonces mañana mismo le mando gente para que haga una toma de improntas dactilares. Muchas gracias. 
Se tomó el peor café doble de su vida pero casi ni se dio cuenta mientras llamaba al "Negro" Ibáñez: seguro que todavía estaba en la repartición. 

 — ¡Qué hacés, Loquito! 

 — Perdoná la hora. Siempre te jodo, Negro. 

 — Todo bien, papá. Decíme. 

 Le dijo lo que quería. Ibáñez se entusiasmó y le prometió mandar gente enseguida y llamarlo apenas tuviera novedades. Siguió anotando, o mejor dicho, recordando lo que había recogido de Saguie, Koppf, Carmencita y Analía. ¿Cómo encajaban los datos entre sí? Saguie sabía algo que él no sabía y se lo había dado a entender. Por ese motivo, había ido a ver a Koppf, que le había explicado con claridad los problemas de González y de cómo éste le había mentido acerca de la titularidad de CableStar y las demás empresas del grupo. Recordó cómo Koppf se había sorprendido. 

También a vos te vendió carne podrida...¿O no?... ¡A la mierda! 

 ¿Y si realmente tenía pensado convertirse en propietario de las empresas...? Y el único modo que tenía González de conseguir esa titularidad era heredando a Carmencita. Sin hijos ni sobrinos o cuñados de por medio, y con los padres de su mujer finados desde hacía tiempo, el heredero universal de María del Carmen Ayala era Lauro González.

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