Ir al contenido principal

"EL CUERPO EQUIVOCADO" - CAPÍTULO 13

 


"Bond of union" - M.C.Escher. DigitalCommonwealth

El café horripilante que se había tomado en el bar le estaba dando una acidez que amenazaba volverse dolor de estómago. Después de consultar con su reloj, Martello dedujo que su patología gástrica se debía a la falta de ingesta de alimentos sólidos durante el transcurso de la jornada. No era la primera vez que se olvidaba de comer cuando estaba detrás de un caso, pero hoy tenía una ventaja: era jueves y "El Belvedere" estaba abierto.

Estacionó en la playa del restaurante decidido a calmar su apetito fisiológico y sin segundas intenciones. El mozo lo saludó con la cordialidad habitual.

— Su mesa está desocupada.

— Ya mismo me encargo de ocuparla entonces. Poca gente, ¿no?

El mozo se encogió de hombros resignado. El restaurante estaba vacío.

Magda apareció con la sonrisa bailándole en los ojos.

— Creí que hoy cerrábamos vírgenes.

— Está fría la cosa...

— Mucho— Magda corrió la silla frente a él y se sentó con un suspiro pesado—. Si sigue así, cierro hasta la temporada.

— ¿Comés conmigo?

Acababa de pronunciar la invitación cuando llegó una pareja.

— Parece que me traés suerte— dijo ella y se levantó.

— Me había hecho ilusiones—  él frunció la trompa.

— No las pierdas...— Magda no se refería a la comida.

— ¿Puedo pedir mi plato favorito? — ella levantó una ceja reprobadora—. Por favor...

— El postre lo elijo yo.

— Hecho.

El mozo le trajo unas cazuelitas con meze y varias porciones de focaccia, para que no llegara desesperado al plato principal. No hubo más comensales que él y la pareja que se había acomodado en el otro extremo del salón, bien lejos de la mesa de Martello.

— Enamorados— murmuró Héctor cuando le trajo su plato—. Ella no va a comer nada para que no le salga pancita y él va a pedir el plato más barato de la carta porque la plata tiene que alcanzarle para el hotel.

Martello se mordió para no reirse. Las predicciones del mozo resultaron ciertas: ella pidió una ensalada y él, pastas, y tomaron agua. Magda tenía razón en querer cerrar.

—No dejaron ni las monedas del vuelto— se quejó el mozo cuando le retiró el plato.

Las luces de la playa de estacionamiento se apagaron. El mozo bajó a cerrar la puerta y el adicionista saludó desde la barra. Magda asomó en ropas de civil.

— ¿Y mi postre? — preguntó.

Magda no dijo ni mu mientras se sentaba.

— Quiero mi postre— insistió él metiéndole una mano por debajo del suéter y acariciándole el estómago y el ombligo. Nunca hubiera pensado que el ombligo podía ser tan erótico.

— ¿Te lo vas a comer todo de una vez?

— Lo voy a devorar y después me voy a relamer. O a relamerte, todo depende.

— ¿De qué?

— De cuánto tardes en servírmelo — encontró el primer botón del jean de Magda y lo desprendió. Su mano siguió camino abajo hasta que Martello escuchó subir al mozo y se apartó de la fuente de todos los pecados.

Magda le ofreció café y él aceptó.

— Yo los preparo— se fue hasta la barra y le dijo al mozo que podía irse a casa. El hombre saludó y se fue.

Magda espió que ya no quedara personal en los alrededores, apoyó una mano en la barra y se impulsó por encima de un salto.

— ¿Cómo hiciste eso? — se sorprendió Martello, que se había levantado de la mesa.

— Artes marciales. Practico para no perder la forma.

— Ojalá nunca te haga poner de mal humor. ¿Qué es, karate?

— Taekwondo. Es bueno para liberar tensiones. Deberías practicar. Siempre creí que los policías sabían artes marciales, como Chuck Norris o Steven Segal.

— Prefiero a Peter Falk en "Columbo" — dijo mientras se escurría detrás de la barra hasta la cafetera express, a  tomar a Magda por la cintura.— No sé si quiero el café— le susurró en la nuca.

— Ya están listos — dijo ella y puso un chorrito de whisky en cada jarrito.

Le alcanzó uno y ella bebió del suyo. Sin darle tiempo a nada, le estampó la boca en la suya. La lengua de Magda estaba caliente y sabía a café y whisky. Él bebió de su café y le devolvió las atenciones una por una, en tanto que le desprendía todos los botones del jean y se lo bajaba. Ella se sacó el suéter y la ropa interior. Él la levantó y la apoyó contra la barra y se acomodó las piernas de ella alrededor de su cintura. Mientras Magda le soltaba la corbata y le desprendía la camisa, él se abrió la bragueta y sin molestarse por desembarazarse del boxer, la penetró de un solo envión.

Mi primer polvo de parado después de no sé cuántos años.

— Me hacés hacer cosas de pendejos— le susurró al oído cuando recuperó el primer aliento después del orgasmo.

— Vamos a mi casa— ronroneó Magda, todavía colgada de su cintura—. Acá está empezando a hacer frío.

La ayudó a cerrar el restaurante y la cocina y se fueron abrazados hasta el auto.

 

****

 

Estaban los dos tirados en la cama, disfrutando de la paz postcoital cuando Magda se sentó de golpe.

— ¡El postre!— dijo y saltó de la cama.

Volvió con un plato cubierto por una tapa plateada, de esas que Martello había visto sólo en películas.

— Cerrá los ojos y abrí la boca.

El tacto frío del metal sobre la lengua fue reemplazado por un terciopelo que le provocó una oleada de voluptuosidad.

  Dios mío, esto es la representación gastronómica del pecado. ¿Qué es? — preguntó mientras abría los ojos para no perderse ni una miguita de la joya negra y dorada que reinaba en medio del plato.

Biscuit joconde[1], ghianduia[2] y salsa Noissette[3] perfumada con licor "Strega" y espolvoreada con hojas de or...

La interrumpió para meterle una cucharada llena de torta en la boca. Ella se tomó el tiempo para paladear el bocado antes de continuar.

—Me encantó el nombre que le pusiste: "Pecado".

Continuaron comiendo, una cucharada cada uno.

— Lo preparé pensando en vos— dijo Magda cuando dejó el plato vacío sobre la mesita de noche.

La besó con suavidad, emocionado por la confesión.

— Hace mucho que nadie prepara algo pensando en mí.

Magda le enredó sus dedos en el pelo y lo despeinó.

— ¿Tenías a alguien?

No supo cómo fue que empezó a contarle de Laura. Quizás todo estaba esperando ahí, flotando bajo la capa tenue de otros pensamientos más urgentes, a la espera de la primera oportunidad para escurrirse hasta la superficie. A medida que hablaba, sentía llenársele los ojos de lágrimas que no quería limpiar para no traicionarse.

— Todavía sigo culpándome por lo que hice— murmuró, acostado boca arriba y sin mirar a ninguna parte.

Magda se incorporó sobre un codo para mirarlo. Habló con los dientes apretados. 

— Vos no hiciste nada, ¿entendés? ¡Nada! — mordía las palabras—. ¡Ella te lo hizo a vos! ¡Ella te destruyó las ilusiones, el corazón, tu amor! ¡Estuvo a punto de arrastrarte con ella, casi te destruyó la vida! ¡Vos sos inocente y ella era una hija de puta!

Los ojos de Magda ya no eran los de una gata: eran los ojos amarillos de un lobo.

 

****

 

Se despertaron juntos, a las seis y media.

— Toda-vía está... os-curo...— Magda tartamudeaba de sueño.

— Tengo que irme. Estoy esperando una información en la Regional y quiero llegar temprano.

— ¿Algo importante? — ella preguntó, completamente despierta.

— Tiene que ver con la muerte de Lauro González— explicó mientras se vestía.

Magda asintió y se levantó a ponerse una bata de toalla.

— ¿Me llamás esta noche?

— Seguro— le dio un beso—. Y si no te llamo, llamame vos. ¿Prometido?

— Prometido.

Ella lo acompañó hasta la puerta.

— Cerrá con llave— le dijo y la besó.

Escuchó girar la cerradura cuando iba para el auto.


"Tower of Babel" - M.C.Escher - DigitalCommonwealth
La mañana venía movidita. Dos vecinos del mismo barrio venían a denunciar sendos robos en sus viviendas; una mujer con un ojo en compota, vestida humildemente y abrigada peor, esperaba para hacer la denuncia de la enésima paliza a manos del marido; otra, con campera de gamulán, lentes negros gigantescos y carísimos y las llaves del auto colgadas de un dedo nervioso, venía por motivos similares. Ambas cruzaron miradas y la más humilde hizo un lugar en el banco de madera despintada para que la otra se acomodara. La del auto se sentó en el borde y se cubrió la boca con el puño cerrado, al tiempo que la primera le palmeaba la otra mano. Martello observaba de reojo, leyendo a medias el reporte nocturno. "Sin novedades", decía.

¿Y cuándo carajo robaron dos casas, fajaron a dos mujeres y quién sabe qué más? ¿En el cambio de turno?

Se anotó mentalmente llamar a los hombres de la patrulla y pegarles una buena levantada en peso.

— Cáceres...

— Siseñor.

— Acompañe a los señores, verifique los daños y pregunte en la zona si alguien vio o escuchó algo.

Cáceres hizo mutis por el foro con cara de culo: se perdía el mate y las facturas.

Llamó a Bustos a un aparte.

— ¿Son de la zona? — le preguntó por los cacos.

— Seguro. En esta época no hay gente de afuera.

— Los quiero acá — señaló el suelo—,  a mediodía. Y lo que se llevaron.

— Y... la mercadería la mandan para la capital rapidito...

— Bueno, que la traigan de vuelta igual de rapidito.

Bustos sacudió la cabeza, dio media vuelta y le hizo señas a Álvarez para que lo acompañara.

La agente femenina Menéndez Leticia — una chica joven con la cara estragada por el acné — tomaba las declaraciones de las mujeres. Se inclinó junto a la mesita con la máquina de escribir para hablar con la uniformada y leer los nombres de las denunciantes. El nombre de la del auto casi le hizo dar un respingo: Alejandra Weber de Straub.

  Cuando las señoras terminen, que pasen a verme. De a una — aclaró por las dudas.

Menéndez Leticia se puso colorada: no estaba acostumbrada a alternar con la superioridad.  Él le sonrió y la chica masculló un "siseñorcomisario", poniéndose de color bordó.

Golpearon a la puerta de su despacho. Dijo "Pase" y entró la mujer más humilde. Durante los siguientes quince minutos intentó sonsacarle a la mujer los motivos de la paliza, sin éxito. La pobre tipa balbuceaba que su marido era un buen hombre, pero que cuando tomaba "un poquito de má", se ponía "pesao".

— En cuanto se le pasa la mona, é' un monaguíio. É bueno con lo'chico', trabajador. Tiene nomá el problemita ese de la bebida.

— Disculpe, señora, pero, ¿para qué viene a denunciarlo, entonces?

— Pa' ve' si se asusta y larga la botéia.

— ¿No sería mejor que fueran a Alcohólicos Anónimos?

La mujer lo miró como si le hablaran de ir a Marte.

— ¡Pero si mi marido no é borracho!

Martello se mordió las mejillas para no mandarla al carajo y le indicó que fuera a ver a la licenciada Iraola, la jueza de paz. La mujer se encogió de hombros y salió. Afuera, esperaba la otra y el comisario la invitó a pasar. La mujer era atractiva a pesar del moretón en el lado derecho de la cara. La evolución de la charla fue similar a la anterior, sin los localismos. La señora de Straub no pensaba avanzar más. Le preguntó porqué.

— Es la primera vez que hago la denuncia.

— Eso quiere decir que no es la primera vez que la golpea — afirmó el comisario.

La mujer no respondió y desvió los ojos.

— No sirve que usted se calle...

— Esto lo va a asustar y me va a dejar en paz.

El comentario críptico le acicateó la curiosidad profesional.

— ¿Dejarla en paz respecto de qué?

— Yo no lo jodo con sus cosas. Que no me joda con las mías— respondió la mujer con una ceja enarcada.

Así que esas tenemos: Straub pone cuernos pero no le gusta lucirlos.

Resolvió seguir el consejo de Sívori y ponerse al tanto de las astas locales. Despidió a la señora Straub, sugiriéndole poner en claro sus diferencias con el marido de forma menos violenta. La mujer sonrió con frialdad y se fue.

— Comisario— Bustos asomó la cabeza—. Tengo a la gente que usted buscaba en el calabozo.

— Ya voy. ¿Y... las cosas?

Bustos sacudió la cabeza con una sonrisa. Le ordenó a Bustos que se comunicara con Cáceres para que volviera con los damnificados a reconocer la mercadería robada.

El teléfono lo distrajo.

— ¡Loquito! Habla Ibáñez.

— Qué hacés, Negro.

— Tengo lo que me pediste— Ibáñez hizo un silencio teatral. 

A Martello el corazón le dio un saltito.

— Dale, largá.

— Te lo paso por fax.

— ¡No seas turro, decíme!

— Las huellas más recientes en el depósito de líquido de frenos corresponden a Lauro González del Río.

Martello respiró profundo. Le dio las gracias al Negro Ibáñez y después le dio señal de fax. Las otras huellas presentes en el resto del auto pertenecían a Mendieta, Horacio. No había huellas del mecánico en ninguna parte del sistema de frenos, por lo menos en lo que quedaba de él.

Dobló el fax y lo metió en un sobre. Antes de salir, hizo un llamado más.

— Me voy al juzgado de instrucción. Llámenme al celular.

Llegó al juzgado en tiempo récord y encontró a Litvik a punto de irse. Le dio el sobre y el juez leyó despacio y lo miró con el ceño fruncido.

— ¿Se suicidó?

— Tengo otra teoría. ¿Me acompaña con un café?

Fueron a un bar en la esquina del juzgado. El mozo saludó a Litvik, preguntándole si quería lo de siempre. Martello pidió un cappuccino para no correr riesgos excesivos por ingesta de café con diversos grados de quemadura. Mientras Litvik atacaba un "académico" sin jamón, el comisario le explicó su versión sin dar nombres de más.

— González estaba ahorcado por deudas y no tenía forma de poner las manos sobre el activo de CableStar y las radios, porque eran de su mujer.

— Y la deuda la tenía con gente con la que no se jode— comentó el juez, limpiándose las comisuras. Litvik estaba más al tanto de lo que Martello suponía, que asintió sin hablar y se tomó un sorbo del cappuccino, que no estaba nada mal. Litvik se apoyó en el respaldo de la silla.

— ¿Y por qué se estrelló, si sabía que el auto no frenaba?

— Hablé con Borrelli. El líquido de frenos no se vacía tan rápido como podría suponerse. Depende de cómo se use el freno. González le dejaría el auto con el mínimo posible y en cuanto su mujer lo usara de nuevo, ocurriría un "accidente". Llamé a la clínica en donde María del Carmen Ayala se trataba por el tema de la infertilidad: tenía una cita al día siguiente de la muerte de González para iniciar un nuevo tratamiento hormonal. Por supuesto, nunca fue y hasta se olvidó del asunto.

— Qué sutil— ironizó el juez —. Pero— levantó el índice derecho—, si González sabía todo eso, ¿por qué cuernos aceleró hasta matarse?

— Había tomado de más y quizás no pensó que iba tan rápido. Pero creo que tengo una hipótesis adicional. Se me acaba de ocurrir, gracias a una denuncia que recibimos hoy— Litvik se acodó en la mesa para escucharlo—. Carmencita confirmó que González no dejaba pasar una pollera, así que no debe haber perdonado ni a las mujeres de vecinos y amigos, si es que le quedaba alguno. Hoy, la señora Straub vino a hacer una denuncia por malos tratos. Lo único que quería, dijo, era que el marido la dejara en paz: "yo no lo jodo con sus cosas, que él no me joda con las mías". La noche del accidente, tanto Russo como Straub llamaron a González al celular, mientras lo seguían en auto. González imaginó el motivo de los llamados, se puso nervioso, estaba un poco pasado de alcohol ... y chau.

El juez pidió un café y Martello, otro cappuccino.

— Deberíamos verificar la relación de González con la mujer de Straub... y con la de Russo. 

— Discretamente.

— Por supuesto. No es cuestión de ensuciar el buen nombre de nadie— la sonrisa de Litvik parecía la de un tiburón —. Sí, podría ser. Todo puede ser ...

— "...En la dimensión desconocida" — dijeron los dos a la vez.

Martello volvió a la Regional a la velocidad permitida. Desde el auto llamó a Bustos para que le consiguiera los teléfonos de las casas de Straub y Russo. Cuando estaba poniendo el pie izquierdo en el umbral de la Regional, Cáceres lo atajó con cara de susto. 

— Comisario, denunciaron un hecho.

— ¿De qué tipo, cabo?

— Policial.

— No me diga — la voz se le volvió de terciopelo pero Cáceres no acusó recibo.

— En la casa de don Saguie.

— ¿Un robo?

— No: lo encontraron muerto.

— ¿Quiénes lo encontraron? — Martello recordaba que Saguie vivía solo y no tenía personal de servicio.

— Una pareja que lo fue a visitar.

Claro, algún "amigo" que iba a pasar el fin de semana.

— ¿Llamaron al forense y a la Científica?

— Lo estábamos esperando a usted.

— Ya llegué. Llámenlos y vayamos para lo de Saguie.

— ¿Tengo que ir con usted? — Cáceres empezó a sudar.

— No. Es una forma de decir.

Volvió a salir.

Está visto que cuando entro con el pie izquierdo, se me termina cagando el día.



[1] Masa con harina de almendras

[2] Chocolate amargo y crema de leche, perfumado con avellanas peladas, tostadas y molidas

[3] Crema de leche adicionada de pastelera y merengue italiano, más praliné de avellanas.

Comentarios

Entradas populares de este blog

EL HOMBRE DE LOS OJOS NEGROS

El padre Rojas salió del hospital con una sensación extraña en el estómago. "Me estoy muriendo".   No tenía miedo a morirse:era el dolor lo que lo asustaba. Mucho. Miedo a no ser capaz de soportar el dolor y pedir piedad y calmantes a gritos. Perder el pudor entre sábanas manchadas con su propios inicuos fluidos.   Se sentó en la plaza a observar a los que tomaban sol, jugaban a la pelota o esperaban pacientemente al pie de la calesita. Reconoció a unos cuantos habituales de los domingos, a otros menos de los sábados, y a muchos más que ni pisaban. Eran más los hipócritas entre los habituales que entre los que lo saludaban por la calle nada más que porque llevaba un ropaje identificable. ¿Cuáles se compadecerían de su sufrimiento? ¿Cuántos irían a preguntar por él durante su agonía, en voz baja, de pie junto a la puerta y sin atreverse a sentarse? Él nunca había abandonado a un moribundo. Cierto que tampoco se había sentado: no le había parecido una actitud correc

"EL CUERPO EQUIVOCADO" - CAPÍTULO 10

  "Tres esferas II"- M.C.Escher- Digital Commonwealth Otto Koppf no tenía oficinas. Su "despacho" estaba en la mesa de una de las confiterías tradicionales de la ciudad. Allí leía los diarios, cobraba los alquileres de sus locales, y realizaba sus operaciones de usura a la luz del día y al doble de los intereses de plaza. Martello encaró hacia la mesa de Koppf cuando éste ya le hacía señas para que se acercara a tomar un café. Se saludaron e intercambiaron banalidades mientras el mozo los atendía y los demás parroquianos paraban las orejas. Martello se acomodó de forma de quedar de espaldas al público. — Ya me extrañaba que no viniera a verme — dijo Koppf con calma. — ¿Por qué?— Martello fingió una moderada sorpresa, como para no desilusionar al viejo. — Estuvo en lo de Saguie...— Koppf dejó la frase sin terminar. — Entonces, podemos ahorrarnos un montón de tiempo los dos. — González del Río vino a verme por un asunto privado — Martello enarcó una ceja

"EL CUERPO EQUIVOCADO" - CAPÍTULO 14

  "Jinete", M.C. Escher - Digital Commonwealth Viven espiando la vida de los otros. Detrás de la actitud displicente, debajo de la mirada eternamente encapotada, ocultan la atención insidiosa. No hay actitud, inflexión de la voz o gesto imperceptible que se les escape. La mueca de la boca simula una sonrisa, pero es nada más que el rictus de la evaluación cínica. Viven vidas vampíricas, sorbiendo de sus víctimas informaciones nimias cuyo cúmulo les sirve para listar las miserias ajenas con minuciosidad, para obtener quién sabe qué beneficios. Se saben temidos, odiados, pero no les importa porque eso les vuelca adrenalina en las venas. Se sienten tan poderosos que se olvidan que sirven a alguien más y que ese alguien es más temible que ellos. No piensan que sus propias vidas son observadas, tan cínicamente como ellos lo hacen con otros. Ni siquiera consideran la posibilidad de convertirse en prescindibles, tanta importancia le dan a la información que viciosamente recogen para