"Bond of union" - M.C.Escher. DigitalCommonwealth |
El café horripilante que se había tomado en el bar le estaba dando una acidez que amenazaba volverse dolor de estómago. Después de consultar con su reloj, Martello dedujo que su patología gástrica se debía a la falta de ingesta de alimentos sólidos durante el transcurso de la jornada. No era la primera vez que se olvidaba de comer cuando estaba detrás de un caso, pero hoy tenía una ventaja: era jueves y "El Belvedere" estaba abierto.
Estacionó en la
playa del restaurante decidido a calmar su apetito fisiológico y sin segundas
intenciones. El mozo lo saludó con la cordialidad habitual.
— Su mesa está
desocupada.
— Ya mismo me
encargo de ocuparla entonces. Poca gente, ¿no?
El mozo se encogió
de hombros resignado. El restaurante estaba vacío.
Magda apareció con
la sonrisa bailándole en los ojos.
— Creí que hoy
cerrábamos vírgenes.
— Está fría la
cosa...
— Mucho— Magda
corrió la silla frente a él y se sentó con un suspiro pesado—. Si sigue así,
cierro hasta la temporada.
— ¿Comés conmigo?
Acababa de
pronunciar la invitación cuando llegó una pareja.
— Parece que me
traés suerte— dijo ella y se levantó.
— Me había hecho
ilusiones— él frunció la trompa.
— No las
pierdas...— Magda no se refería a la comida.
— ¿Puedo pedir mi plato
favorito? — ella levantó una ceja reprobadora—. Por favor...
— El postre lo
elijo yo.
— Hecho.
El mozo le trajo
unas cazuelitas con meze y varias
porciones de focaccia, para que no
llegara desesperado al plato principal. No hubo más comensales que él y la
pareja que se había acomodado en el otro extremo del salón, bien lejos de la
mesa de Martello.
— Enamorados—
murmuró Héctor cuando le trajo su plato—. Ella no va a comer nada para que no
le salga pancita y él va a pedir el plato más barato de la carta porque la
plata tiene que alcanzarle para el hotel.
Martello se mordió
para no reirse. Las predicciones del mozo resultaron ciertas: ella pidió una
ensalada y él, pastas, y tomaron agua. Magda tenía razón en querer cerrar.
—No dejaron ni las
monedas del vuelto— se quejó el mozo cuando le retiró el plato.
Las luces de la
playa de estacionamiento se apagaron. El mozo bajó a cerrar la puerta y el
adicionista saludó desde la barra. Magda asomó en ropas de civil.
— ¿Y mi postre? —
preguntó.
Magda no dijo ni mu
mientras se sentaba.
— Quiero mi postre—
insistió él metiéndole una mano por debajo del suéter y acariciándole el
estómago y el ombligo. Nunca hubiera pensado que el ombligo podía ser tan
erótico.
— ¿Te lo vas a
comer todo de una vez?
— Lo voy a devorar
y después me voy a relamer. O a relamerte, todo depende.
— ¿De qué?
— De cuánto tardes
en servírmelo — encontró el primer botón del jean de Magda y lo desprendió. Su
mano siguió camino abajo hasta que Martello escuchó subir al mozo y se apartó
de la fuente de todos los pecados.
Magda le ofreció
café y él aceptó.
— Yo los preparo—
se fue hasta la barra y le dijo al mozo que podía irse a casa. El hombre saludó
y se fue.
Magda espió que ya
no quedara personal en los alrededores, apoyó una mano en la barra y se impulsó
por encima de un salto.
— ¿Cómo hiciste
eso? — se sorprendió Martello, que se había levantado de la mesa.
— Artes marciales.
Practico para no perder la forma.
— Ojalá nunca te
haga poner de mal humor. ¿Qué es, karate?
— Taekwondo. Es
bueno para liberar tensiones. Deberías practicar. Siempre creí que los policías
sabían artes marciales, como Chuck Norris o Steven Segal.
— Prefiero a Peter
Falk en "Columbo" — dijo mientras se escurría detrás de la barra
hasta la cafetera express, a tomar a
Magda por la cintura.— No sé si quiero el café— le susurró en la nuca.
— Ya están listos —
dijo ella y puso un chorrito de whisky en cada jarrito.
Le alcanzó uno y
ella bebió del suyo. Sin darle tiempo a nada, le estampó la boca en la suya. La
lengua de Magda estaba caliente y sabía a café y whisky. Él bebió de su café y
le devolvió las atenciones una por una, en tanto que le desprendía todos los
botones del jean y se lo bajaba. Ella se sacó el suéter y la ropa interior. Él
la levantó y la apoyó contra la barra y se acomodó las piernas de ella
alrededor de su cintura. Mientras Magda le soltaba la corbata y le desprendía
la camisa, él se abrió la bragueta y sin molestarse por desembarazarse del boxer, la penetró de un solo envión.
Mi primer polvo de parado después de no sé cuántos años.
— Me hacés hacer
cosas de pendejos— le susurró al oído cuando recuperó el primer aliento después
del orgasmo.
— Vamos a mi casa—
ronroneó Magda, todavía colgada de su cintura—. Acá está empezando a hacer
frío.
La ayudó a cerrar
el restaurante y la cocina y se fueron abrazados hasta el auto.
****
Estaban los dos
tirados en la cama, disfrutando de la paz postcoital cuando Magda se sentó de
golpe.
— ¡El postre!— dijo
y saltó de la cama.
Volvió con un plato
cubierto por una tapa plateada, de esas que Martello había visto sólo en
películas.
— Cerrá los ojos y
abrí la boca.
El tacto frío del
metal sobre la lengua fue reemplazado por un terciopelo que le provocó una
oleada de voluptuosidad.
— Dios mío, esto es la representación
gastronómica del pecado. ¿Qué es? — preguntó mientras abría los ojos para no
perderse ni una miguita de la joya negra y dorada que reinaba en medio del
plato.
— Biscuit joconde[1],
ghianduia[2]
y salsa Noissette[3]
perfumada con licor "Strega" y espolvoreada con hojas de or...
La interrumpió para
meterle una cucharada llena de torta en la boca. Ella se tomó el tiempo para
paladear el bocado antes de continuar.
—Me encantó el
nombre que le pusiste: "Pecado".
Continuaron
comiendo, una cucharada cada uno.
— Lo preparé
pensando en vos— dijo Magda cuando dejó el plato vacío sobre la mesita de
noche.
La besó con
suavidad, emocionado por la confesión.
— Hace mucho que
nadie prepara algo pensando en mí.
Magda le enredó sus
dedos en el pelo y lo despeinó.
— ¿Tenías a
alguien?
No supo cómo fue
que empezó a contarle de Laura. Quizás todo estaba esperando ahí, flotando bajo
la capa tenue de otros pensamientos más urgentes, a la espera de la primera
oportunidad para escurrirse hasta la superficie. A medida que hablaba, sentía
llenársele los ojos de lágrimas que no quería limpiar para no traicionarse.
— Todavía sigo
culpándome por lo que hice— murmuró, acostado boca arriba y sin mirar a ninguna
parte.
Magda se incorporó
sobre un codo para mirarlo. Habló con los dientes apretados.
— Vos no hiciste
nada, ¿entendés? ¡Nada! — mordía las palabras—. ¡Ella te lo hizo a vos! ¡Ella
te destruyó las ilusiones, el corazón, tu amor! ¡Estuvo a punto de arrastrarte
con ella, casi te destruyó la vida! ¡Vos sos inocente y ella era una hija de
puta!
Los ojos de Magda
ya no eran los de una gata: eran los ojos amarillos de un lobo.
****
Se despertaron
juntos, a las seis y media.
— Toda-vía está...
os-curo...— Magda tartamudeaba de sueño.
— Tengo que irme.
Estoy esperando una información en la Regional y quiero llegar temprano.
— ¿Algo importante?
— ella preguntó, completamente despierta.
— Tiene que ver con
la muerte de Lauro González— explicó mientras se vestía.
Magda asintió y se
levantó a ponerse una bata de toalla.
— ¿Me llamás esta
noche?
— Seguro— le dio un
beso—. Y si no te llamo, llamame vos. ¿Prometido?
— Prometido.
Ella lo acompañó
hasta la puerta.
— Cerrá con llave—
le dijo y la besó.
Escuchó girar la
cerradura cuando iba para el auto.
"Tower of Babel" - M.C.Escher - DigitalCommonwealth |
¿Y cuándo carajo robaron dos casas, fajaron a dos mujeres
y quién sabe qué más? ¿En el cambio de turno?
Se anotó
mentalmente llamar a los hombres de la patrulla y pegarles una buena levantada
en peso.
— Cáceres...
— Siseñor.
— Acompañe a los
señores, verifique los daños y pregunte en la zona si alguien vio o escuchó
algo.
Cáceres hizo mutis
por el foro con cara de culo: se perdía el mate y las facturas.
Llamó a Bustos a un
aparte.
— ¿Son de la zona?
— le preguntó por los cacos.
— Seguro. En esta
época no hay gente de afuera.
— Los quiero acá —
señaló el suelo—, a mediodía. Y lo que
se llevaron.
— Y... la
mercadería la mandan para la capital rapidito...
— Bueno, que la
traigan de vuelta igual de rapidito.
Bustos sacudió la
cabeza, dio media vuelta y le hizo señas a Álvarez para que lo acompañara.
La agente femenina
Menéndez Leticia — una chica joven con la cara estragada por el acné — tomaba
las declaraciones de las mujeres. Se inclinó junto a la mesita con la máquina
de escribir para hablar con la uniformada y leer los nombres de las
denunciantes. El nombre de la del auto casi le hizo dar un respingo: Alejandra
Weber de Straub.
— Cuando las señoras terminen, que pasen a
verme. De a una — aclaró por las dudas.
Menéndez Leticia se
puso colorada: no estaba acostumbrada a alternar con la superioridad. Él le sonrió y la chica masculló un
"siseñorcomisario", poniéndose de color bordó.
Golpearon a la
puerta de su despacho. Dijo "Pase" y entró la mujer más humilde.
Durante los siguientes quince minutos intentó sonsacarle a la mujer los motivos
de la paliza, sin éxito. La pobre tipa balbuceaba que su marido era un buen
hombre, pero que cuando tomaba "un poquito de má", se ponía
"pesao".
— En cuanto se le
pasa la mona, é' un monaguíio. É bueno con lo'chico', trabajador. Tiene nomá el
problemita ese de la bebida.
— Disculpe, señora,
pero, ¿para qué viene a denunciarlo, entonces?
— Pa' ve' si se
asusta y larga la botéia.
— ¿No sería mejor
que fueran a Alcohólicos Anónimos?
La mujer lo miró
como si le hablaran de ir a Marte.
— ¡Pero si mi
marido no é borracho!
Martello se mordió
las mejillas para no mandarla al carajo y le indicó que fuera a ver a la
licenciada Iraola, la jueza de paz. La mujer se encogió de hombros y salió.
Afuera, esperaba la otra y el comisario la invitó a pasar. La mujer era
atractiva a pesar del moretón en el lado derecho de la cara. La evolución de la
charla fue similar a la anterior, sin los localismos. La señora de Straub no
pensaba avanzar más. Le preguntó porqué.
— Es la primera vez
que hago la denuncia.
— Eso quiere decir
que no es la primera vez que la golpea — afirmó el comisario.
La mujer no
respondió y desvió los ojos.
— No sirve que
usted se calle...
— Esto lo va a
asustar y me va a dejar en paz.
El comentario
críptico le acicateó la curiosidad profesional.
— ¿Dejarla en paz
respecto de qué?
— Yo no lo jodo con
sus cosas. Que no me joda con las mías— respondió la mujer con una ceja
enarcada.
Así que esas tenemos: Straub pone cuernos pero no le
gusta lucirlos.
Resolvió seguir el
consejo de Sívori y ponerse al tanto de las astas locales. Despidió a la señora
Straub, sugiriéndole poner en claro sus diferencias con el marido de forma
menos violenta. La mujer sonrió con frialdad y se fue.
— Comisario— Bustos
asomó la cabeza—. Tengo a la gente que usted buscaba en el calabozo.
— Ya voy. ¿Y... las
cosas?
Bustos sacudió la
cabeza con una sonrisa. Le ordenó a Bustos que se comunicara con Cáceres para
que volviera con los damnificados a reconocer la mercadería robada.
El teléfono lo
distrajo.
— ¡Loquito! Habla Ibáñez.
— Qué hacés, Negro.
— Tengo lo que me pediste— Ibáñez hizo un silencio teatral.
A Martello el corazón le dio un saltito.
— Dale, largá.
— Te lo paso por
fax.
— ¡No seas turro,
decíme!
— Las huellas más
recientes en el depósito de líquido de frenos corresponden a Lauro González del
Río.
Martello respiró
profundo. Le dio las gracias al Negro Ibáñez y después le dio señal
de fax. Las otras huellas presentes en el resto del auto pertenecían a
Mendieta, Horacio. No había huellas del mecánico en ninguna parte del sistema
de frenos, por lo menos en lo que quedaba de él.
Dobló el fax y lo
metió en un sobre. Antes de salir, hizo un llamado más.
— Me voy al juzgado
de instrucción. Llámenme al celular.
Llegó al juzgado en
tiempo récord y encontró a Litvik a punto de irse. Le dio el sobre y el juez
leyó despacio y lo miró con el ceño fruncido.
— ¿Se suicidó?
— Tengo otra
teoría. ¿Me acompaña con un café?
Fueron a un bar en
la esquina del juzgado. El mozo saludó a Litvik, preguntándole si quería lo de
siempre. Martello pidió un cappuccino
para no correr riesgos excesivos por ingesta de café con diversos grados de
quemadura. Mientras Litvik atacaba un "académico" sin jamón, el
comisario le explicó su versión sin dar nombres de más.
— González estaba
ahorcado por deudas y no tenía forma de poner las manos sobre el activo de
CableStar y las radios, porque eran de su mujer.
— Y la deuda la
tenía con gente con la que no se jode— comentó el juez, limpiándose las
comisuras. Litvik estaba más al tanto de lo que Martello suponía, que asintió
sin hablar y se tomó un sorbo del cappuccino,
que no estaba nada mal. Litvik se apoyó en el respaldo de la silla.
— ¿Y por qué se
estrelló, si sabía que el auto no frenaba?
— Hablé con
Borrelli. El líquido de frenos no se vacía tan rápido como podría suponerse.
Depende de cómo se use el freno. González le dejaría el auto con el mínimo
posible y en cuanto su mujer lo usara de nuevo, ocurriría un
"accidente". Llamé a la clínica en donde María del Carmen Ayala se
trataba por el tema de la infertilidad: tenía una cita al día siguiente de la
muerte de González para iniciar un nuevo tratamiento hormonal. Por supuesto,
nunca fue y hasta se olvidó del asunto.
— Qué sutil—
ironizó el juez —. Pero— levantó el índice derecho—, si González sabía todo
eso, ¿por qué cuernos aceleró hasta matarse?
— Había tomado de
más y quizás no pensó que iba tan rápido. Pero creo que tengo una hipótesis
adicional. Se me acaba de ocurrir, gracias a una denuncia que recibimos hoy—
Litvik se acodó en la mesa para escucharlo—. Carmencita confirmó que González
no dejaba pasar una pollera, así que no debe haber perdonado ni a las mujeres
de vecinos y amigos, si es que le quedaba alguno. Hoy, la señora Straub vino a
hacer una denuncia por malos tratos. Lo único que quería, dijo, era que el
marido la dejara en paz: "yo no lo jodo con sus cosas, que él no me joda
con las mías". La noche del accidente, tanto Russo como Straub llamaron a
González al celular, mientras lo seguían en auto. González imaginó el motivo de
los llamados, se puso nervioso, estaba un poco pasado de alcohol ... y chau.
El juez pidió un
café y Martello, otro cappuccino.
— Deberíamos
verificar la relación de González con la mujer de Straub... y con la de
Russo.
— Discretamente.
— Por supuesto. No
es cuestión de ensuciar el buen nombre de nadie— la sonrisa de Litvik parecía
la de un tiburón —. Sí, podría ser. Todo puede ser ...
— "...En la
dimensión desconocida" — dijeron los dos a la vez.
Martello volvió a
la Regional a la velocidad permitida. Desde el auto llamó a Bustos para que le
consiguiera los teléfonos de las casas de Straub y Russo. Cuando estaba
poniendo el pie izquierdo en el umbral de la Regional, Cáceres lo atajó con
cara de susto.
— Comisario,
denunciaron un hecho.
— ¿De qué tipo,
cabo?
— Policial.
— No me diga — la
voz se le volvió de terciopelo pero Cáceres no acusó recibo.
— En la casa de don
Saguie.
— ¿Un robo?
— No: lo
encontraron muerto.
— ¿Quiénes lo
encontraron? — Martello recordaba que Saguie vivía solo y no tenía personal de
servicio.
— Una pareja que lo
fue a visitar.
Claro, algún "amigo" que iba a pasar el fin de
semana.
— ¿Llamaron al
forense y a la Científica?
— Lo estábamos
esperando a usted.
— Ya llegué.
Llámenlos y vayamos para lo de Saguie.
— ¿Tengo que ir con
usted? — Cáceres empezó a sudar.
— No. Es una forma
de decir.
Volvió a salir.
Está visto que cuando entro con el pie izquierdo, se me
termina cagando el día.
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