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"EL CUERPO EQUIVOCADO" - CAPÍTULO 2


CAPÍTULO 2

                      "Belvedere" - M.C. Escher .           www.digitalcommonwealth.org

En casa de Gaudet no había nadie, lo que no sorprendió al comisario, que sabía que el hombre vivía solo. Sí en cambio, era notable el orden en que se encontraba. Lo llamaron desde la puerta: Cáceres, acompañado de una mujer de edad y peso indefinidos, que se identificó como la empleada doméstica del señor Gaudet. Florentina Almada, soltera, tres hijos, domiciliada en la localidad en el barrio de SJ**. Venía los lunes, miércoles y viernes. No cocinaba, pero se encargaba de todo lo demás: limpiar, lavar, planchar. Al señor le gustaban la casa y la ropa bien arregladas y prolijas, y ella era muy limpita, lo cual podía corroborarse por el aspecto pulcro de su ropa gastada. Absorbió la noticia del deceso de su patrón con la boca entreabierta por la sorpresa y el asma que la atacaba cuando se ponía nerviosa. De algún bolsillo, la mujer sacó un pulsador con salbutamol y dos disparos más tarde, estaba en condiciones de seguir hablando.

El día anterior había trabajado en la casa hasta eso de las dos de la tarde. El señor se había ido a la mañana, temprano como siempre. ¿Cómo estaba la casa? Ella encogió un hombro: igual que después de cualquier fin de semana. La cama revuelta, la ropa tirada, los platos sucios. ¿Ropa de alguien más aparte de la de Gaudet? No. ¿La novia de Gaudet se quedaba a dormir? No sabía, ella nunca se cruzaba con nadie aparte del patrón. Pero Gaudet recibía gente en su casa, ¿no? Y sí, ella suponía que sí, porque a veces había muchos platos para lavar y ceniceros sucios. El señor le guardaba la comida que sobraba para que ella se la llevara.

¿Ella también lavaba la ropa de cama? Sí porque el patrón le hacía cambiar la cama seguido, le gustaban las sábanas almidonadas. ¿Las había cambiado el día anterior? Sí, como siempre. ¿Había observado algo extraño en la ropa de ese día? La mujer enrojeció más y balbuceó que quién sabe, el señor habría estado con la novia, pero que ella no sabía.

Martello supuso que Gaudet pagaría bien por los servicios y el silencio de Florentina Almada, pero se limitó a preguntarle si le pagaba puntualmente. Sí, el señor le cumplía. Hasta le aportaba para la jubilación. A veces, le regalaba alguna cosita usada para los chicos mayores. Cuando Martello le preguntó la edad y ella respondió que treinta y siete, el comisario tuvo el tino de poner cara de nada: si hubiera tenido que apostar, le hubiera jugado al cincuenta y cinco y hubiera perdido. ¿Y sus hijos, qué edad tenían? El mayor, veintiuno, los otros, diecisiete y ocho. ¿Vivía sola? Sí, al último marido lo había echado por borracho. Ella era trabajadora y educaba bien a sus hijos. Los mayores también trabajaban, el chiquito iba a la escuela.

En un aparte con Cáceres, el cabo le confirmó los dichos de la mujer.

— Muy trabajadora, la Florentina. Nunca tuvo suerte con los maridos, pobre. Diga que los hijos le salieron derechos...

De cualquier modo, habría que investigar por dónde habían andado los mayores. Le pidió los datos a la mujer y la dejó ir. Mandó al cabo a montar guardia en la entrada, no fuera cosa que con los dedos eternamente manchados de grasa de factura, Cáceres eliminara alguna huella comprometedora. Martello se puso los guantes de látex, verificó que las galochas de polietileno no se le hubieran deslizado de los zapatos y avanzó hacia el interior de la casa. No buscaba huellas: de eso se ocuparía la Científica, pero tampoco era cuestión de dejarlas y confundir un posible rastro.

El dormitorio principal era el único sitio que mostraba señales del paso de su propietario: una percha valet que sostenía camisa, pantalones, saco, corbata y ropa interior; un cigarrillo aplastado en un cenicero, que el comisario guardó en una bolsita. En una más grande metió toda la ropa. Después, levantó apenas el cobertor para verificar que la cama estaba intacta; las sábanas todavía olían a suavizante para ropa. El baño estaba en tan perfecto estado como el cuarto. De puro curioso, olisqueó los frascos de perfume importado, los shampúes y jabones.

De nuevo en el dormitorio, revisó los interiores de las mesitas de luz pero no encontró nada más comprometedor que preservativos de colores, gel íntimo femenino y un catálogo de sexshop de venta por correo. En el vestidor no le fue mejor, aunque encontró los vibradores que estaban marcados en el catálogo. ¿Dónde mierda guardaba este tipo sus papeles personales?

 Volvió a la planta baja, a buscar con paciencia y método. En lo que parecía ser el estudio, había biblioratos con las facturas de servicios de la casa y resúmenes de tarjetas de crédito. Contó cinco tarjetas distintas, todas con un elevado nivel de gastos. Separó los biblioratos para llevárselos. En los portarretratos y paredes había fotos de un Gaudet siempre sonriente para la cámara, en situación de abrazarse o estrechar manos con intendentes, autoridades policiales o alguna trasnochada estrella del espectáculo.

¿Qué era eso que le molestaba tanto?, se preguntó y demoró unos segundos en responderse. La casa era el refugio perfecto de un soltero bon vivant. Demasiado perfecto, con sus botellas de whisky importado y sus sillones de cuero; el horno y el anafe de acero inoxidable y la heladera gigantesca de doble puerta, cargada de champagne; el toilette exquisito para visitas y el baño principal en suite, con bañera con hidromasaje. ¿Dónde carajo se lava la ropa en esta casa?

Salió al jardín y del otro lado del césped inglés, estaba el gimnasio. Cinta, bicicleta para spinning, banco de esfuerzo. Todo nuevo, impecable y listo para ser usado por un atleta. ¿Qué más? Puerta que comunicaba al quincho con mesa para doce personas y un asador impoluto, sin una sola manchita de hollín. La casa hablaba de una vida dedicada a las apariencias, porque si alguien hubiera usado alguna vez el gimnasio o el quincho, o transitado el jardín, habría huellas de su paso. Demasiadas cosas nuevas...

Otra puertita: el lavadero, donde Florentina se ocuparía de eliminar las pruebas de las hazañas amatorias de su patrón. En el garage para dos vehículos no había más herramientas que las de jardín. Ni una pinza o una miserable llave tubo: el finado no era de los que se entretienen el fin de semana lavando el auto o cambiándole los platinos.

Quizás Gaudet fuera de aquéllos que guardan sus cosas personales en el lugar de trabajo, pero ¿en dónde mierda estaban los diminutos testimonios de una vida? Documentos, partidas de nacimiento, actas de matrimonio, de defunción o de divorcio; fotos familiares y de amigos: minucias que constituían la historia de cualquier persona. ¿Hiciste la colimba? ¿A qué se dedicaban tus viejos? ¿Tuviste hijos? ¿En dónde están? Si Gaudet había tenido un pasado, se había esforzado por mantenerlo lo más escondido posible. Que ese pasado fuera lo que había terminado matándolo, era una hipótesis que no podía descartar.

                                                                       ***

— El informe — aclaró Cáceres mientras le dejaba sobre el escritorio una carpeta ajada. 

Martello miró al cabo de reojo porque estaba leyendo los mails del día y cuando abrió la carpeta notó que las hojas del informe estaban mal acomodadas.

— Dígame una cosita, Cáceres— dijo en un tono tan medido que causaba escalofríos—, ¿no sabe guardar los papeles en orden? ¿No le enseñaron los números en la escuela? ¿Para qué carajo se cree que las hojas de un informe forense están numeradas?

Cáceres enrojeció al ritmo de la metralla de preguntas retóricas y farfulló algo así como "Disculpe, señor, se me cayó". Ambos sabían que el cabo había leído con placer morboso el reporte completo, había manoseado las fotos y se las había mostrado a su secuaz Bustos.

— Retírese, cabo. No me pasen llamadas hasta que avise.

Cáceres salió a velocidad supersónica, feliz por no haber terminado durmiendo la siesta en el calabozo.

Con los codos encima del escritorio y la frente apoyada en las palmas, Martello empezó a leer el informe. Era una obra maestra de la medicina legal.

También podría haber servido de argumento a una película de terror para adolescentes, de esas en las que el psicópata corre a la chica con la sierra circular, pensó con acritusted

Lesiones vitales de escasa profundidad con arma punzo-cortante de un solo filo, probablemente, cuchillo. Se negó a revisar las fotografías hasta que comprendió que el asco había sido más fuerte, y que había detalles en los que no había reparado cuando encontraron el cuerpo de Gaudet.

Dios santo, lo carnearon como a un chancho.

Una idea comenzó a tomar forma y llamó a Bustos por el interno.

— Necesito los antecedentes de los casos de corrupción de menores en los que estuvo involucrado Gaudet. Todo lo que tengamos.

— ¿Los videos secuestrados también?

— También.

Más pasto para las fieras.

Los "muchachos" se darían una panzada de cine porno cuando él terminara de revisar la evidencia. Siempre había algún nuevo que no los conocía y el personal de la regional a cargo de la cinemateca se ocupaba de cubrir los baches educativos de la tropa.

Siguió leyendo. El horario del óbito podía calcularse dentro de las quince horas previas al hallazgo del cadáver. Martello hizo unas cuentas rápidas: más o menos a las nueve de la noche del lunes. La muerte se había producido en el lugar del hecho, lo probaban las manchas de sangre alrededor del árbol y sobre el tronco mismo. También se había encontrado sangre en los asientos, tablero, alfombras y tapizado del techo del auto.

 Quienquiera que haya sido el homicida, tiene que haber parecido un matarife kosher cuando terminó.

Contuvo un amago de nausea mientras buscaba el informe del perito criminalista. La pericia tenía un valor relativo, ya que desde que habían encontrado el cuerpo hasta que había llegado el perito gentilmente cedido en préstamo por la central, habían pasado cuarenta y ocho horas. Cierto que había dado orden de acordonar el lugar y dejado una guardia, pero sabía que eso no era impedimento alguno para los vecinos curiosos, algún que otro periodista de policiales debidamente alertado por sus "contactos" en las regionales y, quién sabe, el o los homicidas. Había demasiadas huellas además de las de Gaudet. El auto había sido desbarrancado después de que el pobre tipo casi se arrastrara hasta el árbol. O lo obligaran a hacerlo. Casi desangrado, cortado en pedazos, aterrorizado. Desesperado por unos segundos más de vida.

Martello no pudo evitar el dolor y la lástima. La muerte violenta era algo a lo que no lograba acostumbrarse. No había conseguido encallecerse el alma lo suficiente como para que no le importara, y sabía que eso era a la vez su ventaja y su desventaja.

Paseó la mirada por el escritorio buscando escapar del espanto tipeado en hojas oficio con una Lexicon 80, y encontró una taza de café medio llena. Estiró la mano, la tomó y se bebió el contenido frío y dulzón con una mueca de desagrado. Volvió al informe forense y al llegar a la frase "relaciones sexuales previas al deceso", las teorías que venía elaborando se le cayeron a los pies. "Restos de semen en las mucosas bucales. El grupo sanguíneo y las aglutininas se corresponden con los de la sangre de la víctima". La frase no quería terminar de formársele en la cabeza. El conjunto era demasiado asqueroso, demasiado violento. "Causa del deceso: hemorragia aguda causada por la mutilación." Los puntazos en el cuerpo no hubieran bastado para matar.

Llamó al forense por el celular.

— Habla Martello...

— Ramírez Lynch al habla — lo interrumpieron del otro lado.

No hacía falta que aclararas.

Lynch tenía la virtud de provocar la ira del populacho con sólo presentarse. "Toribio Ramírez Lynch, encantado, che", decía con marcado acento de clase altísima e inalcanzable mientras tendía la mano esbelta de cirujano. Cómo alguien de semejante alcurnia había elegido una rama de la medicina tan poco glamorosa, constituía un misterio para el comisario. Cierto que en la familia de Lynch — Martello se resistía a usar el doble apellido del médico, en nombre de algún oscuro revanchismo clasista —, había habido forenses famosos por su desempeño. Cierto también que el actual representante de la noble prosapia destacaba en sus funciones. Lo que Martello no llegaba a comprender era qué carajo hacia Lynch en un lugar como ese, cuando podría ser estrella de la medicina legal y vedette de la morgue judicial federal.

— Estoy leyendo su reporte sobre Gaudet.

— Duro, ¿no? — dijo Lynch con un dejo de sorna, o al menos así le pareció al comisario. El sentido del humor de los forenses era algo que jamás había llegado a apreciar.

— Quisiera hacerle unas preguntas, doctor.

— Lo escucho.

— ¿Todas las heridas fueron hechas de frente al occiso?

— Así es.

— ¿Existe algún modo de establecer si las heridas de arma blanca son anteriores o posteriores a... la mutilación? — Pensar en la palabra "castración" le encogía el escroto.

— Hay multiplicidad de heridas y tamaños. Algunas grandes podrían haber sangrado menos debido al volumen de la hemorragia principal, así que me inclino por la teoría de que son posteriores.

La voz de Lynch había adquirido una cualidad profesional lejana y fría. Martello lo prefería así antes que en su papel de "socialite".

— Y en cuanto a la cantidad de agresores, ¿cabe la posibilidad de varios individuos?

— Yo no lo desestimaría. El informe que le envié es preliminar: todavía me queda por verificar si la diversidad de profundidades de las heridas se corresponde con golpes asestados por uno o más agresores. No siempre se consigue efectuar tal determinación.

— ¿Alguien podría haberlo sostenido por la espalda mientras lo apuñalaban?

— No lo creo. En la espalda hay varios orificios circulares pequeños, aleatoriamente distribuidos. La ropa de la víctima tenía manchas que se corresponden con esos orificios. Pienso que se deben a las púas del tala en donde encontraron el cuerpo aunque para asegurarlo contundentemente habría que efectuar un análisis microscópico y buscar restos vegetales o tierra en las heridas. Pero podríamos decir sin errar demasiado que se apoyó o lo empujaron contra el árbol para herirlo con el arma blanca.

— Gracias, doctor. ¿Puedo llamarlo si...?

— Cuando guste, che. Un placer. Hasta luego.

Clic. Ni tiempo a saludarlo. Lynch tenía por norma no mantener conversaciones intrascendentes con gente que no era de su mismo estatus socioeconómico.

Que se vaya al carajo.

Bustos entreabrió la puerta — otro que no aprenderá nunca a golpear antes de entrar, pensó Martello con cansancio —, y dejó una pila de papeles nada desestimable en una esquina del escritorio, junto a varios videocasetes. A primer golpe de vista, Martello contó cinco.

Parece que las partuzas fueron unas cuantas.

— ¿Quiere que le traiga la videocasetera? — preguntó el cabo con un no sé qué lascivo en la voz.

— No, Bustos, gracias. Los veré más tarde — el otro puso cara de pelota pinchada, y ya salía cuando Martello lo llamó—. Cabo, ¿sabe de alguien que haga edición de video aquí?

El cabo lo miró como si le estuviera preguntando por la academia de chino mandarín más cercana y Martello sacudió la mano.

— No importa, yo me arreglo.

Revisó los expedientes uno por uno y anotó los nombres de los implicados, imputados, procesados y condenados. A mano, pues era afecto a las marginalia: había descubierto que le resultaban de enorme utilidad a la hora de elaborar hipótesis verificables. Rodeó de signos de exclamación y flechitas la anotación correspondiente a la ausencia de mujeres mayores de edad que hubieran tenido participación en los hechos. Los menores eran varones y mujeres y ninguno superaba los catorce años. La información le sublevó las entrañas.

Qué manga de hijos de puta.

La terminología policial en que estaban redactadas las obscenidades atenuaba apenas lo inmundo del asunto. Echó una ojeada rápida a las declaraciones de los menores: a esos pobres mocosos les habían arruinado la vida, sin importar psicólogos, psiquiatras, asistentes sociales o curanderos de palabra que se hubieran hecho cargo de recomponer los estragos que esos degenerados les habían causado.

No podía descontar que alguno hubiera hecho justicia por mano propia a pesar del tiempo transcurrido. Pero ¿por qué Gaudet? ¿O simplemente sería el primero de una serie infernal? La idea de un vengador anónimo-asesino serial le heló la espina dorsal.

La lista que había armado contenía varios nombres. Los más notables se habían salvado del presidio. Otros menos conspicuos habían zafado con condenas cortas y libertad condicional. Los restantes — los perejiles — se habían comido sus buenos seis años adentro. Todos habían pagado su deuda con la sociedad y se habían reincorporado con discreción a sus actividades habituales.

Miró la hora y se dio cuenta de que tenía hambre: no había comido nada desde el desayuno y eran más de las diez de la noche. Se había prometido ir al supermercado y proveerse de los víveres necesarios para su subsistencia, pero se había olvidado y estaba harto de pizza y empanadas. Ansiaba un plato de comida elaborada, agradable a los ojos y al paladar, regado con un vinito merecedor de elogio. Sin pensarlo más, apagó la computadora, cerró las carpetas, metió los videos y el block anotador en una bolsa para llevárselos, y salió.

En el estacionamiento del restaurante había dos autos y uno era el de la propietaria. La luz tenue y cálida brillaba en las ventanas de la planta alta.

Tengo suerte, todavía está abierto.

Subió, saludó al mozo y eligió una mesa en un rincón lejos de la entrada. En el extremo opuesto, junto a los ventanales, cenaba una pareja no tan joven como el peinado de la dama pretendía hacer creer.

Y a él ya se le están volando las chapas.

Se miró crítico al espejo: el pelo todavía estaba en su lugar, cumpliendo sus nobles funciones piloso-estéticas y de reafirmación del ego masculino. Martello no comulgaba con el "skinhead". El mozo le dejó la carta pero Martello ni siquiera se molestó en abrirla y lo llamó para pedirle el plato y una botella de Pinot Noir de buena bodega. El mozo ya había aprendido que el comisario pertenecía a esa raza alienígena que toma el vino tinto sin hielo, contrariamente a los usos y costumbres de todo el territorio provincial.

Aunque lo que tenía guardado en el baúl del auto amenazaba su capacidad de concentrarse en otra cosa, Martello se impuso la obligación de disfrutar de la comida y del vino y lo consiguió bastante bien. La pareja de la otra mesa se reía en voz baja mientras se hacía arrumacos al convidarse los postres el uno a la otra. Habían pedido una botella de champagne — de regular calidad, comprobó al espiar la etiqueta — y ella metía el dedo en la copa y después en la boca de él, que se lo chupaba y hacía lo propio con sus dedos y la boca de ella.

Martello y el mozo se miraron y levantaron las cejas.

En cualquier momento terminan revolcándose encima de la mesa.

Las cosas no pasaron a mayores, no en el restaurante. El enamorado pidió la cuenta y preguntó si podía llevarse la botella de champagne. Por fin se fueron con su amor y su calentura a otra parte y Martello se quedó cenando solo, no sin admitir que estaba a mitad de camino entre la ironía y la envidia.

— Me imaginé que eras vos— la voz a sus espaldas le arrancó una sonrisa.

— Magda — Martello amagó a levantarse pero ella lo retuvo con una mano en el hombro. En la otra mano traía una copa vacía. Se sentó y él le llenó la copa hasta la mitad.

— Está exquisito — dijo el comisario señalando el plato medio vacío con el mentón—. La buena comida me reconforta el alma.

— Entonces terminá de comer, que si se enfría no es lo mismo— lo instó Magda mientras probaba el vino.

— Pero vos...

— En la cocina se come temprano. Te acompaño con el vino.

Martello volvió a sonreir y continuó comiendo con placer.

— Podría comer esto todos los días.

— Te aburrirías de comerlo y yo de cocinarlo. La próxima vez que vengas, yo te elijo el menú.

— Pero si lo comemos juntos.

Ella lo miró a los ojos durante dos latidos de corazón y él le sostuvo la mirada: había tomado suficiente vino como para haber perdido parte de sus inhibiciones. El mozo, un modelo de discreción, estaba de espaldas, acomodando cubiertos y servilletas.

— De acuerdo— dijo Magda con voz ligera y levantó la copa para sellar el compromiso, y él agradeció el cambio sutil. Apoyó los cubiertos sobre el plato vacío en la posición de las cinco y veinticinco. Era puntilloso con sus modales en la mesa y no le molestaba reconocerlo.

— Poca gente — comentó mientras dejaba la servilleta sin doblar a la izquierda del plato.

— Martes ...— Magda encogió un hombro con resignación—. Acá es así. Estoy empezando a acostumbrarme.

— No te creo una palabra— dijo Martello y ella lo interrogó con la mirada—. Eso de que te estás acostumbrando.

— No, es cierto. Pero mantener la rebeldía es una forma de seguir viva, ¿no? Y vos, ¿qué hacés tan tarde?

— Me quedé trabajando, tenía la heladera vacía, quería una buena cena, un poco de tranquilidad...

— Y te acordaste de mí. Quiero decir, de mi restaurante — aclaró y a él no le pareció que hubiera segundas intenciones. — ¿Mucho trabajo?

— Mucho y muy feo— dijo el comisario casi sin pensar. 

Ella levantó las cejas y él aclaró: — la muerte de Gaudet.

— Ah— ella se mordió el labio. Parecía querer preguntar y no atreverse, hasta que por fin lo soltó.— Escuché comentarios. Algo muy violento, ¿no?

— Una atrocidad— Martello apoyó la copa con fuerza sobre la mesa —. Pero no hablemos de eso ahora.

Continuaron charlando de intrascendencias amables y durante un rato, se sintió un ciudadano común con derecho a pasar un buen momento en compañía agradable. Mientras le pedía la cuenta al mozo, Martello no pudo reprimir un bostezo y vio que Magda tampoco.

— Dios, qué vergüenza — se rió ella mientras se secaba una lagrimita de sueño.

— Yo también estoy muerto. Es tardísimo y tengo que seguir trabajando.

— La próxima vez podrías venir más temprano, así tenemos tiempo de charlar. Siempre me gustó el trabajo de la policía: investigar, seguir un caso, descubrir criminales— los ojos le brillaban con excitación casi infantil.

— No hay nada de glamour en el trabajo de un policía. Las más de las veces es una tarea tediosa, y el porcentaje de casos resueltos no es una estadística de la que nos guste hablar.

Magda lo acompañó hasta la escalera. Cuando Martello arrancaba su auto, vio que se apagaban las luces del restaurante pero en el contraluz de la ventana, distinguió una silueta que saludaba con la mano. El gesto diminuto lo reconfortó.

El restaurante era "El Belvedere", aquél al que Gaudet lo había invitado, alabándolo como "super elegante y super exclusivo". Ambas cosas eran ciertas y la comida era de veras buena. Tan buena como la propietaria, y se sorprendió evocando las curvas de Magda.

Eran casi las doce pero quería ver al menos uno de los videos.Total, para muestra basta un botón.

Eligió uno al azar y lo cargó en la videocasetera. Control remoto en mano, dos o tres veces paró, retrocedió y volvió a pasar la cinta a baja velocidad. No había caso, necesitaría un equipo de edición profesional para encontrar evidencia de lo que buscaba. Cargó otro video y lo pasó a velocidad doble. Más de lo mismo, con otras coestrellas: no valía la pena perder el tiempo. Bostezó hasta que se le saltaron las lágrimas, apagó la videocasetera y el televisor y se fue a dormir.

Cuando el teléfono sonó, pensó que había dormido nada más que quince minutos. Miró la hora en el radiodespertador: las 05:45.

Dios, no hay derecho, necesito dormir una hora más por lo menos.

Al teléfono le importaba una mierda su agotamiento porque seguía sonando implacable.

— Martello...— pudo articular pero la voz le salió velada.

— Comisario, disculpe, habla Romero. ¿Lo desperté?

 Y la puta madre que te parió, ¿vos qué opinás?

Era el sargento del turno de la noche.

— Diga, Romero — obvió la respuesta al otro interrogante.

— Disculpe, comisario, pero hubo un hecho...

— Cabo, — susurró furioso—. No se disculpe más. ¿Qué pasó?

— Llamaron del chalet "El Aguila ". Los perros atacaron al propietario.

— ¿Y por qué no llamaron a los bomberos? — preguntó, al borde de la locura homicida.

— Disculpe, señor. No, ya sé, disc... Quiero decir, llamaron, pero no sirvió para nada. Los perros lo mataron.

— ¿Qué? — se sentó en la cama de sopetón y se mareó.

— Eran los perros de la casa, ¿se da cuenta, señor? Atacaron al dueño... y lo mataron.

— Voy para allá — esta vez la voz le salió aguardentosa y se aclaró la garganta.

— Sí, señor. ¿Le mando un móvil? — El sargento se apiadó.

— Sí, gracias, Romero, — no se sentía en condiciones de manejar.

Se duchó a las apuradas y se lavó los dientes. Mientras se vestía a los trompicones, un pensamiento que no terminaba de formarse lo perseguía por toda la habitación. A punto de salir, tropezó con la mesa del comedor y el block anotador con la lista de nombres. La luz de la verdad le fulguró en la cabeza: Gerardo Grünebaum, propietario de "El Aguila", era uno de los implicados.

Dios mío, no lo permitas. Por favor, que no sea cierto, rezó mientras se subía al patrullero que esperaba en la puerta de su casa.


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