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"EL CUERPO EQUIVOCADO" - CAPÍTULO 3

 

Los perros. Siempre los perros. Jaurías mostrencas que recorren las calles depredando la basura, aterrorizando turistas y provocando el disgusto de los vecinos, asqueados ante la inconducta del perro ajeno, e ignorantes a conciencia de los agravios que comete el propio. No hay quien no abomine de esos monstruos mestizos, grandes como pumas y casi de su mismo color, a veces con un dejo de perdida noble estirpe en el perfil de las orejas o en el rabo peludo y orgulloso.

No hay protesta que valga ante el secreto poderío de las bestias, enseñoreadas del día y la noche de la ciudad y que se reproducen a destajo y sin respeto por las buenas costumbres o los calendarios de sanidad animal.

Alegar que son una auténtica molestia sirve para quedar bien con los damnificados de turno — vecinos con sus jardines estragados, veredas intransitables gracias al desparramo de basura y restos menos respetables, víctimas de mordeduras de calibre variado, — pero cualquier intento del intendente de turno por hacer un saneamiento ejemplificador entre las huestes del infierno disfrazadas de perro es rechazada por una difusa pero omnipresente "Sociedad Protectora de Animales", que defiende a los perros de la calle pero descuida a los chicos de esa misma calle.

La casta privilegiada también existe entre los cánidos que asuelan el territorio: ejemplares de razas puras, lustrosos, enormes y bien alimentados, entrenados para defender las casas de sus amos poderosos y destrozar sin remordimientos a quien ose hollar territorio vedado. Rugen su poderío a través de las cercas de hierro forjado que rodean las casas señoriales, amenazando a cualquier humano o animal que cruce el límite de la distancia prudente. No se unen a la jauría comunitaria, pues son miembros de una propia: ninguno de estos señores feudales modernos ostenta menos de tres o cuatro rottweilers, dobermans, dogos u ovejeros alemanes de fino pedigré al borde de la endogamia. Nada de razas menores ni perritos de compañía: esos son para los que no pueden darle de comer o hacer obedecer a un mastín como Dios manda. Porque también es preciso saber mandarlos, lo mismo que a un grupo de soldados especializados, no sea cosa que se vuelvan contra la mano que les da de comer. No cualquiera puede jactarse de semejante hazaña.

En este lugar, la soberbia y la envidia pasan por los perros. El castigo, también.


Llamar "chalet" a "El Águila" era de un simplismo intelectual sospechoso. Se accedía por un camino privado — punto explícitamente aclarado mediante un cartel más parecido al Verboten de un campo de concentración que a una advertencia para curiosos —, que trepaba por una cuesta empinada hasta un mirador natural, escondido de la indiscreción urbana por los árboles y la ubicación estratégica. Las cocheras estaban ubicadas en la planta de servicio y al piano nobile se accedía por una explanada que al recorrerse a pie, permitía apreciar los exteriores magníficos de la mansión de tres plantas construida en piedra y coronada por dos torres esbeltas. Durante una fracción de segundo la luz lo engañó y creyó ver un ave enorme posarse sobre el muro entre las dos torrecitas. Al acercarse vio que era un águila de piedra con las alas extendidas.

Claro, salame, si se llama “El Águila”, ¿qué esperabas encontrar, una lechuza?

Martello miró los perfiles de la construcción dulcificados por el sol, que ya estaba terminando de asomar, y cayó bajo el hechizo de su belleza eternizada en granito. Golpeó y cuando le abrieron la puerta, casi tartamudeó al presentarse. Álvarez Marcelino, que hacía de chofer, ni siquiera se había atrevido a bajarse del auto, quedándose en el nivel de cocheras.

— Comisario Martello.

— Pase, pase — murmuró una mujer vestida con uniforme negro puesto a las apuradas: tenía los botones corridos respecto de los ojales y le sobraba uno de cada uno.

— ¿La señora Grünebaum...?

— Tá con el dotor. Tuvo que darle un sedante, ¿sabe?

— Me imagino...¡Espere! — llamó a la mucama que se apuraba a escurrirse por el recibidor — Mientras la señora se recupera— inspiró para tomar coraje—, necesito ver... el lugar de los hechos.

La mujer lo miró con mirada bovina y Martello tuvo que repetir el concepto en términos más crudos.

— Tengo que ver el cuerpo.

Esta vez la mujer asintió y señaló la puerta de entrada.

— Por ahí ajuera — hizo señas hacia la derecha—. Todavía 'tán lo' bombero'.

Martello identificó el acento de la mujer como guaraní suavizado por la distancia. ¿ Paraguaya o misionera? El oficial de bomberos lo sacó de sus cavilaciones. Se saludaron y juntos fueron hasta los caniles detrás de la casa.

En medio del embaldosado yacía un bulto cubierto por un rectángulo de plástico negro. Más alejados, los cuerpos de los cuatro perros mostraban las huellas de balazos. Martello se acercó primero a los animales y contó disparos en costillares, ancas y cabezas. Con renuencia, levantó la cubierta ominosa para espiar el cadáver de Grünebaum y lo que vio no le hizo envidiar la forma de morir. Durante menos de un segundo experimentó el mismo horror viscoso que cuando viera el cuerpo mutilado de Gaudet clavado al tala y la sensación lo puso alerta, del mismo modo que si le hubieran rozado la espalda con un cubito de hielo.

Soltó el plástico y se puso de pie para enfrentarse al forense, que se calzaba los guantes de látex con parsimonia. Se saludaron con una sacudida de cabeza y Lynch descubrió el cuerpo. Todos retrocedieron, quién sabe si por respeto o por asco, mientras el médico tomaba muestras de tejidos secundado por un auxiliar, y otro sacaba fotos. En algún momento Lynch hizo una seña y los camilleros se acercaron con la bolsa negra.

—¿Cuánto demorará la autopsia? — preguntó el comisario al alejarse la camilla.

— No hay mucho que examinar— Lynch se encogió de hombros—. Los perros hicieron su trabajo a conciencia.

— Mándeme el informe apenas pueda.

— Por supuesto. Hasta luego.

— Hasta luego.

La situación no daba siquiera para el humor ácido del forense.

Apareció un hombre de unos cincuenta y cinco años que dijo ser el casero. Vivía en las habitaciones en el nivel de las cocheras y hacía trabajos de mantenimiento en la casa y el jardín. Por el aspecto y el aliento, el casero era más proclive a empinar el codo que a doblar el lomo, pero se guardó la opinión.

No había visto o escuchado nada hasta el momento en que los animales comenzaron a ladrar, alrededor de las cinco de la mañana, no estaba seguro. Como los perros ladraban todo el tiempo a cualquier cosa que se les cruzara, él se asomaba si no paraban. Si jodían nada más, les gritaba. Cuando alguien rondaba la casa, ladraban diferente. ¿Cuántas veces en los últimos tiempos "habían rondado la casa"? Nunca, que el casero supiera. ¿Y entonces...?, Martello se impacientó. Le ladraban a la gente que venía de visita, lo atajó. Cuando venía alguien nuevo, ahí se armaba la gorda. ¿Nunca los habían robado? ¡Noooo! ¿Con esos perros?

Regresó a la casa para toparse con la mucama, que ya se había compuesto el uniforme y llevaba un delantal blanco inmaculado.

—La señora no le 'tá bien — la mujer se plantó para cortarle el paso—. Le dieron remedio pa' la presión.

— No hay problema, puedo verla en otro momento. Pero me gustaría hablar con usted.

— 'Ta bien. Venga pa' la cocina.

El mobiliario de la cocina había quedado pasado de moda hacía ya mucho y tenía ese encanto desvahído de artefacto antiguo que Martello no apreciaba. El ambiente le desagradó, no por lo vetusto — al fin y al cabo, hay gente a la que le gustan las antigüedades, pensó —, sino debido al olor leve pero reconocible de la grasa rancia.

— ¿Usted es...?

— La mucama 'e la señora.

— Sí, está bien. Su nombre, por favor.

— Azucena.

— ¿Apellido?

¿Tendré que sacarle todo así? se desesperó un poquito.

— Amarilla.

— Azucena Amarilla — repitió, aguantando el sarcasmo de aclarar que las azucenas son blancas, pero ella asintió resaltando con orgullo las áes que denunciaban su nacionalidad.

— Azucena Amarilla, de Encarnación, república del Paraguay — y sin que él preguntara, continuó—. Hace mucho que le 'toy con la señora. Me vine de allí con eio'.

— Bueno, Azucena, le voy a hacer unas preguntas. No necesita responderlas si no quiere. ¿Sus patrones salían mucho de noche?

La mujer torció la boca hacia abajo.

— Y... A vece'. Él salía mucho solo; la señora le acompañaba a vece'.

— ¿Y anoche?

— La señora, no. El salió solo.

Por dos veces lo había llamado "él" en lugar de "el señor" o "el patrón".

A la paraguaya no le gustaba Grünebaum. Bien, demos por sentado que don Grünebaum era un calavera.

— Y cuando salía solo, ¿volvía tarde?

La mujer encogió un hombro.

— Volvía cuando quería — escupió con desprecio y Martello imaginó el motivo de las salidas del patrón.

— ¿Y la señora?

— Nada, pobre. Se la aguantaba, nomás. ¡Qué iba'ce'!

¿Qué iba a hacer? Joderse, aguantarlo, despreciarlo. Ponerle los cuernos tal como él se los pondría. Odiarlo hasta el punto de desear asesinarlo. Tenía que interrogar a la viuda tan pronto como pudiese.

— Quería má' a lo' perro' que a la señora. Y ahí tiene cómo le pagaron. Ahí tiene — Azucena sentenció con fiereza.

Con disimulo, la recorrió con la mirada. Flaca a fuerza de haber pasado hambre durante una infancia dura y escasamente feliz, saludable por el mero hecho de haber sobrevivido a esa misma infancia, esa mujer le debía vida y sustento a su patrona. Más fiel que un perro, como un perro la defendería de cualquier ataque, con esa fidelidad implacable que la haría mentir, perjurar y odiar a todos los que osaran lastimar a la señora. El motivo de semejante odio, sin embargo, no podía ser el simple donjuanismo incurable del finado. Cualquiera de sus coterráneas se las aguantaría sin abrir la boca, que para eso él era hombre y patrón, y si el patrón quería, también ella estaría disponible y gustosa cuando él mandara. Había algo más y Martello barruntaba que sería demasiado oscuro como para que Azucena lo perdonara. ¿Su afición por las pendejas? Más de lo mismo. Azucena habría sido desvirgada a los doce o trece años por algún noviecito ardiente o algún patroncito aburrido, ¿qué más daba? No podía ser eso, aunque sí justificaría el aborrecimiento de su mujer. Hipótesis, una detrás de la otra. Necesitaba hechos concretos.

— ¿Los señores reciben muchas visitas?

— Ma' o meno'. Lo' amigo' de él venían mucho. Alguna vece' la' amiga' de la señora.

— ¿Y se acercaban a los perros?

— ¡Nadie! A eso' perro' le quería él y nadie ma'.

— ¿La señora no los quería?

Azucena meneó la cabeza.

— Sí, le quería. Pero él era loco por lo' perro' eso'. Loco.

— Y nadie más podía acercarse a los perros?

— ¡El veterinario! — le contestó Azucena con un encogimiento de hombros—. Él venía a darle vacuna y esa' cosa. Con el veterinario andaban bien.

Entonces, había alguien más que podía estar en contacto con los guardianes de "El Águila".

— Y el veterinario se quedaba solo con los animales...

— Nooo, siempre le acompañaba él... El patrón. Nunca le iba solo el hombre a ve' lo' perro'.

Martello se mordió el interior de las mejillas. Le preguntó a la mucama si conocía al profesional y ella le dio un nombre que se le hizo difícil de entender gracias a la pronunciación atravesada pero que pudo desentrañar como Wassermann. Daniel Wassermann.

Salió de la casa y a mitad de camino hacia las cocheras, se volvió a admirarla en el esplendor de la mañana. Tuvo una desagradable sensación de dejá vù pero sacudió la cabeza para espantar pensamientos sombríos. ¿Qué podía haber de malo en tanta belleza?

Le pidió a Álvarez que lo llevara a su casa.

— ¿Se va a dormir, comisario?

Lo miró como para putearlo pero se contuvo. No tenía por norma abusar de su rango.

— No, agente— casi susurró—. Voy a buscar mi auto.

***

La “Veterinaria Wassermann" promocionaba alimento balanceado caro. Las vitrinas estaban llenas de fotos de crías de buen pedigré, invitando a comprarlas. El interior estaba limpio y perfumado y las estanterías, llenas.

El comisario se presentó y Wassermann lo hizo pasar al consultorio. Mientras el veterinario cerraba la puerta, Martello leyó a toda velocidad los diplomas colgados en las paredes. Congresos, jornadas, talleres. El título universitario en medio de varios certificados de asistencia, membresías honoríficas y presidencias de encuentros de medicina veterinaria.

¿Y viene a trabajar a este lugar? Con todos esos títulos podría estar ejerciendo en alguna ciudad importante y dar clases en la facultad.

— Doctor, usted atendía los perros de los Grünebaum.

El veterinario asintió.

— ¿Desde hace cuánto tiempo?

— Bueno, yo ya le trataba los animales más viejos y después empecé a atenderle esta camada nueva. Todos hermanos, hijos de un gran campeón nacional. Grünebaum era un fanático de los rottweilers.

— O sea que conocía a Grünebaum desde hace tiempo.

— Unos cuatro años. Estos tenían dos años recién cumplidos.

— ¿Cuándo atendió a los perros por última vez?

— El sábado fui a darles las últimas dosis de vacunas. Vea, aquí están las fichas— rebuscó en un cajón y sacó cuatro cartoncitos llenos de anotaciones que Martello ojeó sin entender demasiado.

— ¿Alguna vez hubo problemas con estos animales?

— ¿Usted se refiere a la raza o a los perros de Grünebaum?

Martello casi saltó sobre la pregunta.

— ¿La raza es problemática?

— Vea, son mastines. Razas originalmente criadas para uso militar. Son animales de mucho carácter y hace falta tener más carácter que ellos para dominarlos. No cualquiera puede tener uno así como así. Si se desmandan no hay quien los pare.

— ¿Y en qué circunstancias puede ocurrir eso?

— Insisto, comisario: son animales. Uno puede prever muchas reacciones, pero no todas. Además, cuando conviven varios del mismo sexo, machos como era este caso, todos jóvenes, se dan luchas por la jerarquía interna del grupo. La jauría tiene un orden social. Es habitual que peleen entre ellos por la posición dominante, el macho alfa y todo eso. Por lo general la sangre no llega al río: mucho gruñir, mostrar los dientes y tirar tarascones, pero a veces se lastiman.

— Y si alguien se mete en medio de la pelea...

— Y... Le va a ir de regular para abajo.

— Entiendo... O sea que, suponiendo que Grünebaum llegó a su casa y los perros estaban trenzados en una pelea, y él hubiera intentado separarlos, ¿podría haber pasado lo que pasó?

— Yo no podría decirle que no— el veterinario alzó las cejas y curvó la boca hacia abajo—. Ha pasado en otras oportunidades, no algo tan grave, claro, pero sí han ocurrido mordeduras serias.

— Y en ese caso, ¿qué se hace con el animal?

— Se lo mantiene en observación para verificar si se ha vuelto agresivo con el amo o fue nada más que mala suerte.

—Y si no es mala suerte...

— Se lo sacrifica.

No le quedaba mucho más por preguntar cuando una idea le cruzó la cabeza.

— Doctor, ¿no podría ocurrir que alguna de las vacunas les provocara una reacción adversa? Volverlos agresivos o algo así.

— En absoluto, salvo que estuvieran mal aplicadas, en cuyo caso provocarían molestias físicas: dolor, hinchazón, algún absceso.

— Un animal dolorido también puede volverse agresivo...

— Pero yo me hubiera enterado porque me habrían llamado ante el menor síntoma. Grünebaum era muy cuidadoso con sus perros. Obsesivo.

Había algo que no cuajaba en toda la situación. El tipo no parecía muy sorprendido por la reacción de los perros. Más bien diríase que tenía todas las respuestas para todas sus preguntas y las daba con la frialdad y el desapego del que sabe que ha podido deslindar responsabilidades limpiamente.

Por qué será que me siento un pelotudo de primera especie.

Wassermann lo había sacado de su línea de razonamiento y lo había llevado al terreno que conocía mejor. Irritado pero sin demostrarlo, Martello le dio las gracias al veterinario por su tiempo y se fue.

Se detuvo a diez cuadras, en la "Veterinaria Naccaratto". Saludó a don Aldo Naccaratto, retirado de la profesión pero que todavía moscardoneaba en el negocio de sus hijos y nietos. Charlaron de intrascendencias hasta que don Aldo lo invitó con mate, sacó el tema de Grünebaum y se lo quedó mirando. Martello torció la boca en una semisonrisa y largó el rollo de lo que había venido a preguntar.

Don Aldo fue muy específico y profesional en sus respuestas. El comisario volvió a la regional con una curiosa hipótesis acerca de la muerte accidental de Grünebaum. Sin embargo, tenía que analizar las motivaciones de los posibles implicados antes de seguir avanzando en el caso.

Por lo menos tengo un caso que marcha, no como lo de Gaudet.

Se reprochaba todos los días por no tener una miserable pista, una señal, algo que apuntara en alguna dirección cierta y comprobable. Cuanto más tiempo pasara sin resolverse un crimen, menores serían las posibilidades de hacerlo. Eso lo sabían hasta los principiantes. Las pericias en el lugar del crimen no habían dado resultados positivos. La mitad de la ciudad podría haber estado en el sitio, incluída la policía. Por otra parte, la mitad de la ciudad tenía motivos para aborrecer, envidiar, detestar o encontrar francamente antipático a Gaudet.

Lo cual no justifica el homicidio en ningún caso.

Martello había conseguido un editor de video y se había entretenido en revisar las películas del caso de corrupción de menores. Tener razón no le provocó ninguna satisfacción. Las películas estaban editadas: había cortes y empalmes hechos por un aficionado, talentoso pero aficionado al fin. La pregunta del millón era: ¿Gaudet se protegía a sí mismo o estaba cubriendo a alguien más? La pregunta siguiente era: ¿los videos se habían tomado nada más que por impune entretenimiento o para usarlos contra alguien?

Un poco de ambas cosas debe ser lo más probable. Gaudet no parecía ser del tipo imprevisor.

La probabilidad de saber si Gaudet había hecho el trabajo de edición él mismo o había recurrido a un tercero, era remota pero no cero. Para la época en que se habían hecho las filmaciones, había una sola empresa con la capacidad de editar videos: el canal de cable local. Sería cuestión de conversar un ratito con el propietario de la señal, que también cumplía funciones de editorialista, periodista estrella y camarógrafo en caso de extrema necesidad. Cierto que se podría haber recurrido a editores en otra localidad, pero eso significaba dar a las parrandas una trascendencia peligrosa. Tendría que ir a ver a Lauro González del Río, amo y señor de CableStar, FM 102.7 Romántica, FM 98.4 Testimonios y "Estilo", el mensuario de espectáculos. Todo un zar de los multimedia.

Conocía a González del Río de vista, por habérselo cruzado en la comisaría y en alguna ocasión social, y no le caía bien su sonrisita de magnate del espectáculo y su pretendida seriedad periodística. Martello sospechaba que el doble apellido era una muestra de arribismo social y suprimió el “del Río” de su vocabulario.

A Magda tampoco le gustaba el sujeto.

— Un shofica. Un farabute que vive del garroneo. No recuerdo que haya pagado alguna vez una comida o un café. Vino a ofrecer canje publicitario y comió y tomó gratis con sus acólitos durante más de un año. Cuando le mandé la cuenta porque se habían sobrepasado respecto del canje original, me vino no sé con qué historia de publicidades adicionales en las FM y en la revista que yo no había pedido ni visto ni oído, y resultó que yo le debía plata a él. Y ni saluda cuando te lo cruzás por la calle. Otro de los tantos parvenus de esta ciudad que se creen con derecho de pernada—, Magda terminó de lapidar al periodista y Martello tomó nota mental de que el tipo era un bicho de cuidado.

Volvió su atención a cosas menos divertidas. Tampoco Grünebaum aparecía en las películas. Pero los testigos lo habían señalado como uno de los participantes más entusiastas. En la lista que había armado, subrayó los nombres de los que no aparecían en las filmaciones.

¿Qué hago: les asigno protección? ¿Con qué motivo? ¿Los hago vigilar? Ni soñarlo, ni siquiera tengo gente para que hagan la guardia en la puerta del banco. Me las aguanto mientras investigo y rezo para que no liquiden a nadie más.

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