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"EL CUERPO EQUIVOCADO" - CAPÍTULO 4


 

— Comisario, llegó el informe de la autopsia de Grünebaum.

— Gracias, Cáceres.

El informe no dejaba dudas sobre la causa de muerte. Una de las dentelladas afectaba fatalmente la región del cuello; otra, había perforado la arteria poplítea de la pierna izquierda, provocando una hemorragia que lo hubiera matado de todos modos. Había marcas y desgarros en los antebrazos y muslos, señal de que Grünebaum había intentado defenderse. La sangre encontrada en el lugar pertenecía tanto al muerto como a los animales. Fin del reporte.

¿Y los perros?  

Llamó al forense, que casi lo mandó al carajo al preguntarle por los animales.

— ¿Qué se cree, Martello, que no conozco mi trabajo?

— Pero podría haber algo que...

— Mire — el otro lo paró en seco—, las autopsias las ordena el juez, ¿cierto? Hice lo que debía hacer y más. Los bichos no son asunto mío y si correspondiera hacer algo, cosa que dudo, eso tiene que dictaminarlo el juez. Y yo no soy veterinario — Lynch casi no le dio tiempo a disculparse y colgó con un "Hasta luego" molesto.

El juez de instrucción de la causa era Rubén Litvik, con el que Martello no había empezado con el pie derecho. Yahvé era celoso de Litvik y Litvik era celoso de su trabajo, que hacía ejemplarmente bien, pero no había nada peor que pedir detalles no solicitados por Su Señoría en las pericias. Cada vez que algún idiota — por ejemplo, yo—, osaba hacerlo, Litvik se sentía ofendido en su buen nombre y honor y atacado en su responsabilidad por sus actos ante Yahvé, y nadie en su sano juicio se atrevería a interponerse entre el juez Rubén Litvik y su Dios.

Por el momento, Martello no quería discutir con el juez, y eligió seguir una vía lateral.

Vamos a ver qué nos dice la viuda.

  Azucena, tengo que hablar con la señora.

— Mi patrona no 'ta bien — se plantó la paraguaya.

Bueno, parece que habrá que hacer intervenir a la fuerza pública.

— ¿Prefiere que la cite en la comisaría? ¿Que pase la vergüenza de tener que ir a la regional a declarar?

La mujer abrió enormes los ojitos de orozuz.

— Le voy a llama'— y lo guió desde la recepción al salón.

Ulrica Grünebaum apareció en el vano de la puerta y la habitación se llenó con su presencia. Altísima, el cabello blanco y corto peinado hacia atrás le despejaba la frente orgullosa y hacía más penetrante su mirada de azul cobalto. Caminaba con parsimonia pero sin impedimentos, una reina viuda de ochenta y tantos años llevados con majestad.

— ¿Comisario Martello?

Martello percibió un dejo gutural en la voz de la mujer, que el tiempo transcurrido lejos de su patria no había podido suavizar.

— Señora Grünebaum. Lamento tener que molestarla en esta situación pero es muy importante...

— Comprendo perfectamente, comisario— lo interrumpió mientras se sentaba y le hacía señas para que él hiciera lo mismo. 

— Trataré de ser lo más breve posible.

— Haga lo que tenga que hacer — se acomodó en el sillón.

— ¿Alguna vez habían tenido problemas con los perros?

— Jamás. Gerhard tenía una mano especial para los animales. Tuvo a su cargo las brigadas caninas así que conocía a la perfección su trabajo.

— ¿En dónde? — preguntó el comisario antes de tener tiempo de pensarlo.

— En la Wehrmacht — respondió la mujer con naturalidad.

Martello se rompió la cabeza durante cinco segundos hasta aterrizar.

Wehrmacht. El ejército alemán. Menos mal que me gustan las novelas de Sven Hassel.

Se le encendió una lucecita en el fondo de la cabeza.

¿Ejército alemán? ¿Cuál rama del ejército?

Se prometió mentalmente averiguar un poquito más acerca de el finado Grünebaum, la Wehrmacht y las brigadas de perros. Puso cara de idem y continuó preguntando.

 — Y con éstos en particular, ¿hubo algún inconveniente...?

— Mi marido los crió de cachorros. Les quitaba la comida de la boca, los bañaba, los mimaba. Eran sus bebés obedientes y cariñosos. No termino de entender qué pasó— la voz se le ahogó por la emoción —. Nunca, nunca... Esta semana los habíamos vacunado. El veterinario viene a casa, es muy difícil trasladar tantos perros grandes... Estaban sanos, felices... Mi marido estaba orgulloso de ellos...

— ¿Su marido estaba en casa cuando vino el veterinario?

— ¡Por supuesto! No iba a dejar a los perros solos. Se angustiaban con la presencia del doctor y Gerhard los calmaba.

— Señora Grünebaum, sé que es desagradable pero ¿qué hizo con los cadáveres de los perros?

— Llamé al doctor Wassermann y él se los llevó. Fue muy gentil de su parte. Nunca hicimos algo así: siempre enterramos a nuestros perros en nuestro jardín, pero esta vez...— meneó la cabeza con pesar.

La clase de gente que quiere más a los perros que a su prójimo humano.

— Me imagino... — cambió el rumbo de las preguntas—. ¿Su marido había salido la noche en que murió?

— Sí. Los martes era el día de encuentro con sus amigos.

— ¿Siempre en el mismo lugar?

— No. Iban a distintos sitios. A recordar viejos tiempos— esbozó un gesto melancólico.

— ¿Le molestaría darme una lista de los amigos de su marido?

— En absoluto— se levantó a buscar papel y una lapicera en un mueblecito y comenzó a anotar mientras él continuaba preguntando.

— ¿Alguna vez le hablaba de esos encuentros?

— Por supuesto, siempre los comentábamos cuando volvía a casa.

— ¿Aunque llegara tarde?

— Los viejos dormimos poco. Acá tiene. No son muchos — en la lista había cinco nombres—. Ya estamos todos grandes y, bueno... algunos ya no están.

Martello pasó la vista rápidamente por los nombres antes de doblar y guardar el papel: ninguno que él tuviera ya registrado.

— Y además de las salidas de los martes, ¿tenía algún otro tipo de encuentros de los que usted no participara o ...?

Luchaba por encontrar un término suave cuando lo sorprendió la sonrisa fría de Ulrica.

— Usted e stuvo hablando con Azucena.

— Estuve hablando con todo el personal de la casa.

— Azucena tiene una idea muy particular acerca de las actividades de mi marido y cuando se le mete algo en la cabeza, es muy difícil sacárselo.

— Bueno, a veces...

— Comisario— Ulrica elevó apenas el tono de voz —, puedo asegurarle que yo conocía todo acerca de mi marido. Gerhard siempre me mantuvo al tanto de lo que hacía.

Martello sintió que se le erizaban los pelos de la nuca. ¿Qué mierda quería decir esa mujer? Era imposible que desconociera el escándalo que vinculaba a Grünebaum con Gaudet y los demás implicados en la causa por corrupción de menores. ¿No le importaba? ¿Qué clase de persona era? Siguió, sin poder ocultar del todo el desagrado en su voz.

— Señora, imagino que está enterada del caso de corrupción de menores en el que se vio involucrado su esposo hace unos años. 

— Por supuesto que estoy enterada. Basura, pura basura. El pasatiempo favorito en este lugar es hablar mal del prójimo. A Gerhard no le probaron nada— levantó el mentón, desafiante.

— Y usted le creyó a su marido.

— ¡Claro que sí! Nunca tuvimos una disputa conyugal. Gerhard y yo siempre estuvimos de acuerdo con lo que el otro decía o hacía.

Alguna vez había escuchado algo parecido en la boca de la esposa de alguien y la memoria le hizo el favor de traerle el recuerdo: la mujer de un militar de alto rango, acusado de represión en los años de plomo. No era nada más que confianza: era impunidad. Lo que Grünebaum hubiera hecho le importaba un comino a su mujer mientras ella viviera en paz, en el medio social que prefería y con las prebendas a las que estaba acostumbrada. En ese sentido, Ulrica era tan culpable como su finado.

— ¿Alguna vez le fue infiel su marido?

Ella lo miró con lástima.

— No.

— ¿Y usted?

Más lástima.

— Tampoco.

— Una última pregunta: ¿puede pensar en alguien que tuviera algún motivo para... odiar al señor Grünebaum? No sé, quizás algo relacionado con su... pasado en... Europa.

Ella enarcó las cejas en un gesto de sorpresa ofendida y escupió la respuesta.

— Gerhard era un caballero, un Hauptsturmführer que honró su uniforme. Venga, mire.

Ulrica fue hasta una vitrina atestada de chucherías de porcelana y cristal, recuerdos de viajes en épocas de esplendor. Sacó un estuche de terciopelo ajado y de color indescifrable, incongruente con el resto de los objetos, que contenía medallas y cruces ennegrecidas, colgadas de cintas descoloridas.






— Sus condecoraciones— dijo, henchida de orgullo patriótico—. Gerhard era muy respetado por esto. Todos sus amigos lo reconocían. Pregúnteles a ellos. Si quiere escuchar las habladurías de la servidumbre o de los chismosos de este lugar, allá usted.

Martello hubiera querido cortarse la lengua: Ulrica se había convertido en una pared de hormigón armado germánico contra la que rebotarían todos sus intentos por dilucidar algo. No debería haber insistido en el tema del ejército.

Soy un pelotudo.

— Gracias por su tiempo, señora. Buenos días.

— Adios, comisario— y salió antes que él por una puerta en el otro extremo de la habitación, que dejó abierta detrás de ella, tanta era su irritación.

El comisario no pudo dejar de apreciar los signos de deterioro en el corredor interno: rajaduras que viboreaban en los cielorrasos, rincones con pintura descascarada; una mancha de humedad que se extendía desde una esquina del techo como un cáncer incipiente pero pertinaz; puertas cerradas que, sospechó, hacía tiempo habían dejado de abrirse. Pensó que si se adentraba por allí, lo alcanzaría el hedor a podredumbre típico de las casas en decadencia y el pensamiento lo sorprendió. ¿Por qué, si la casa lo había asombrado con su aspecto magnífico? Eso: era nada más que el aspecto. Por debajo de la cáscara aparentemente intacta comenzaban a asomar los gusanos. Dio media vuelta y se alejó hacia la salida.

Al pasar por delante de la vitrina no pudo contenerse: la abrió y tomó el estuche. Miró el reverso de algunas de las condecoraciones pero estaban demasiado gastadas para entender algo.

Y además yo no pesco ni jota de alemán. ¿Qué dijo la vieja del Hapstrumstrudel?  Tomó una y la dio vuelta entre los dedos. No entendía alemán pero los símbolos gemelos de los rayos de plata habían quedado grabados en la memoria colectiva de la humanidad. "Grünwald", leyó y se encogió de hombros mientras dejaba todo en su sitio otra vez.

Vámonos, Martello, que hay mucho que hacer. Próxima parada, visita al doctor Wassermann.

Eran las seis de la tarde y ya empezaba a oscurecer. Miró la casa y las sombras se alargaban sobre la explanada del frente. El águila de cemento ahora parecía un ave de carroña encaramada a la cornisa y las torres le parecieron los colmillos de una boca enorme y desdentada. El hechizo estaba roto.

 

****

Cuando se subía al auto, encontró una llamada perdida desde la regional en el celular.

— Habla Martello.

— Cáceres, comisario. Llamaron del juzgado: cerraron el caso Grünebaum como muerte accidental.

Lo estaban pasando como a alambre caído. ¿Por qué? Furioso, violó varias normas de tránsito camino a lo de Wassermann, que lo miró de reojo al verlo entrar y le lanzó una sonrisa medio forzada.

— Puedo esperar — dijo Martello y se retiró a un rincón del local.

Pero Wassermann no tenía ganas de que él esperara y despachó a la vieja con el pequinés dientudo y desflecado mediante el expediente de regalarle muestras gratis del medicamento que la mujer había venido a comprar. Cerró la puerta,  puso el cartelito de "Enseguida vuelvo" y lo invitó a pasar al consultorio.

— ¿Doctor, usted se llevó los cuerpos de los perros de Grünebaum?

Eso, ataquemos sin avisar.

— Me lo pidio la viuda— Wassermann respondió sereno.

— ¿Y qué hizo con ellos?

El veterinario se encogió de hombros con displicencia.

— Los hice incinerar. Lo usual. Aquí nadie manda sus mascotas al cementerio de animales: les sale muy caro.

La puta que te parió, me dejaste sin evidencia.

— ¿No pensó que podía estar manipulando evidencia policial?

El tipo ni se inmutó.

— Lo consulté con el juez de instrucción.

Ante su expresión de sorpresa, el veterinario aclaró:

— Lo llamé y le pregunté qué hacía con los perros. El juez ya tenía el reporte del forense y me dijo que cerraba el caso así que podía disponer de los cadáveres.

— ¿No le parece un procedimiento algo irregular?

— Soy veterinario, no juez — el otro lo enfrentó.

— ¿No se le ocurrió que los animales podrían haber estado enfermos y que quizás habría que haberles hecho un peritaje?

 — Los animales estaban sanos, tengo su historia clínica y así se lo informé al juez.

Martello sintió una rabia fría recorrerle las entrañas y subirle hasta la garganta: lo estaban tomando por boludo por enésima vez.

Y con ene mayor o igual a dos.

Le quedaba el recurso de la salida honorable. Por la puerta principal. Se despidió con corrección rayana en el insulto y volvió a la comisaría.

Ya en su escritorio y con un café delante, sacó la lista la viuda Grünebaum le había dado pero no podía concentrarse en ella. Wassermann le daba vueltas en la cabeza y empezó a escribir marginalia en la lista.

¿Qué razones podría tener Wassermann para odiar a Grünebaum tanto como para causarle la muerte? ¿No le gusta esa raza de perros? ¿Odia a esos propietarios babosos que quieren más a los animales que a los humanos? ¿Entonces, por qué no limitarse a liquidarle los bichos y chau? El Vengador Anónimo de los Gatos. ¿O el que no le gustaba era Grünebaum?

No se le ocurría cuál sería el oscuro motivo de Wassermann para ello.

Un griterío descomunal interrumpió sus anotaciones. Salió al pasillo pero el oficial de turno lo tranquilizó: uno de los detenidos en el calabozo, pasado de merca, necesitaba una dosis urgente y estaba aullando por una.

— Es que tenemos demasiada gente, comisario.

— ¿Cuántos hay hoy?

— Y ..., recién le dimos salida a dos. Quedan diez.

— ¿Llamaron a los padres de los menores?

— Ahí está la madre de uno.

Frente al mostrador, un agente de uniforme perdía la batalla con los teléfonos, mientras se acumulaba público con diversas denuncias por efectuar: una mujer con los pelos desgreñados que gritaba que el desgraciado era la última vez que entraba a la casa, vago borracho de mierda, mientras el oficial corría a separarlos, ya que el ebrio contumaz estaba siendo apaleado por su conviviente.  Cerca de la puerta se juntaban los mirones a codazo limpio, para no perderse ningún round. Un tipo atildado, con campera de cuero de carpincho y que venía a hacer una denuncia de siniestro para el seguro de su 4x4, ponía cara de estar de visita en un leprosario. En el banco de la entrada ya estaban acurrucados los dos mendigos más pobres, para pasar la noche lo más desapercibidos posible.

— A ver si paran un poco este quilombo — murmuró Martello.

— Siseñor.

Se encerró en la oficina sin poder dejar de escuchar los chillidos de la madre de uno de los mentados menores, que estaba aplicándole un correctivo físico a su prole descarriada, a la vez que firmaba la salida.

— Señora, va a tener que ir a juez de menores. El menor es reincidente.

— ¡Por mí que lo manden al reformatorio a este desgraciado!— aulló la autora de los días del reincidente—. ¡Trabajo todo el día y el guacho no para de joder!

Martello conocía al mocoso, otro caso más de familia numerosa y abandónica. El pibito no había cometido ningún delito grave. Todavía. Era cuestión de tiempo que pasara de aspirar adhesivos con tolueno a la frula más dura y entonces...  Necesitaban personal con formación adecuada para tratar con menores, asistentes sociales, psicólogos, y por sobre todas las cosas, trabajo. Por supuesto, de todo lo anterior, cero. No había personal ni se podían pagar psicólogos y la falta de trabajo no era un asunto que pudiera solucionar la Policía. Se apoyó con ambas manos sobre el escritorio y sacudió la cabeza.

—Comisario…

Álvarez asomó la cabeza. Martello cabeceó una pregunta y Álvarez aclaró:

—Alguien quiere hacer una denuncia.

— Tómesela.

— Quiere hablar con usted.

—¿Conmigo? ¿Quién es? ¿Por qué?

Fue demasiado para Álvarez, que se puso colorado y empezó a balbucear cosas ininteligibles. Lo único que pudo deducir Martello era que el denunciante tenía algunos problemas con su identidad. Siguió a Álvarez al mostrador y el agente le señaló a una mujer con anteojos negros enormes en un rincón de la sala. Cuando los vio, la mujer se acercó al mostrador, seguida por las miradas burlonas de todos los presentes.

—¿Usted es el comisario?

— Hugo Martello, a sus órdenes. ¿En qué puedo ayudarla?

La mujer lanzó unas miradas de costado a su alrededor. Le temblaban las manos agarradas a las manijas de una cartera que había conocido mejores tiempos.

—¿Podríamos hablar en privado? — suplicó.

Martello le indicó a Álvarez que la hiciera pasar a su oficina. Le hizo una seña imperiosa a Bustos, que se acercó presuroso a susurrar en su oído el motivo de las risitas.

— Es la Marcela, comisario. El “trava” del pueblo.

— Ya me di cuenta. ¿Qué pasó?

— El ocho-cuarenta lo caga a palos cuando no le junta pa’l casino. La Marcela viene, hace la denuncia y después la retira. Lo de siempre.

— ¿Y por qué no le toman la denuncia ustedes?

Y me dejan de joder.

— Quiere hablar con usted. Debe ser porque es nuevo.

Martello asintió, dio media vuelta y se fue a su oficina. La vieja sensación de encogimiento del escroto le recordó que su primera y única experiencia en el rubro lo había dejado mal parado. A los 16 la ponés en cualquier lado, pero ese “cualquier lado” no era un travesti, no al menos para él, que saltó entre asustado y asqueado frente al ¿tipo? ¿Tipa? No sabía en qué categoría encuadrar a la persona que tenía delante, con pelo rubio teñido, tetas de siliconas y un pene muy real entre las piernas. La cosa había terminado a los golpes, más para él que para su contendiente, que había demostrado buenos conocimientos de pugilato. Desde entonces se había mantenido cuidadosamente alejado de los transgénero, básicamente porque no sabía cómo tratarlos ni cómo reaccionaría él, aunque sospechaba que su instinto básico sería el de salir corriendo. Intelectualmente comprendía que lo suyo era simple discriminación, sumada a una experiencia de la que jamás había hablado con nadie. Pero en el momento de entrar a su despacho, sintió las manos húmedas de transpiración fría.

No seas pelotudo. No te va a violar. Sos el comisario.

Se acomodó en su sillón antes de empezar a hablar.

— Dígame.

Marcela se sacó los lentes y el color violáceo que le decoraba el ojo derecho, la mitad de la frente y el puente de la nariz no era maquillaje.

— Quiero denunciar a una persona.

— Podría haberlo hecho con cualquiera de los oficiales…

— Ninguno me toma en serio. ¿No vio cómo se reían todos? ¿Cómo me miraban? ¿Se creen que no me doy cuenta? ¡Si yo hablo, les prendo fuego a todos!¡Empiezo a nombrar los clientes y no queda nadie vivo acá! ¡Cucarachas! ¡Y ese hijo de puta, qué se cree! ¡Me harté! ¡No me toca más un pelo, la puta que lo parió!

Marcela se detuvo para tomar aliento y Martello aprovechó para meter baza.

— Tranquilícese. Le voy a tomar la denuncia y voy a actuar en consecuencia.

Levantó el teléfono, pidió dos cafés y dos vasos de agua. En menos de un minuto, Álvarez entraba obsequioso con el pedido y salía sin mirar a ninguna parte.

— Ahora, por favor, cuénteme los hechos.

La historia era tan repetida que Martello podría haberla escrito de memoria. Anotó el nombre y apellido del rufián mientras Marcela, que exhibió un documento en el que todavía figuraba el nombre de varón, lloraba mientras hablaba.

— Mire, mire, — decía y se abría la camisa para mostrarle más moretones en distinto grado de coloración. La paliza había sido fenomenal.

— Le doy asco, ¿no?

La pregunta lo sacó de sus cavilaciones.

— No. ¿Por qué cree que me da asco?

— Todos me tienen asco. Hasta los clientes. Vienen como si yo fuera un bicho raro, pero bien que les gusta cuando…

— No hace falta aclarar.

Marcela sollozó.

— El comisario anterior me encanaba a cada rato. ¿Sabe las cosas que me hicieron en los calabozos? Empezando por él.

Martello apretó los dientes al confirmar sus sospechas respecto de su predecesor. Entendía por qué Marcela había retirado las denuncias anteriores.

 ¿Sabe una cosa? Nací en el cuerpo equivocado. ¿Es mi culpa no conseguir un trabajo decente? ¿Se creen que me gusta hacer la calle? ¡No tengo otra!

— ¿Me va a tomar la denuncia?

— Por supuesto. Pero usted tiene que prometerme algo.

Marcela lo miró, asustada.

— Que se va a ir de este pueblo de mierda y va a buscar trabajo decente. ¿Qué sabe hacer, además de…?

— Soy peluquera. A mis amigas las peino, les corto, les hago la tintura…— Marcela se entusiasmó.

— Bueno, ahí tiene. Yo me ocupo de sacarle de encima al fiolo. Puedo tenerlo encerrado unas 48 horas por averiguación de antecedentes. Después tengo que pasarlo a la fiscalía y con suerte, lo dejan adentro un poco más por proxenetismo y violencia de género.

Marcela se secó los ojos.

— Es lo que quise hacer toda la vida…

— Hágalo. No es mucho tiempo el que puedo darle de ventaja. Porque el tipo la va a buscar. 

— No creo. Ya no le intereso. Quiere la guita y nada más.

O sea que, encima, te hizo el cuento del enamorado. Pobrecita.

El sentimiento de pena lo tomó desprevenido y reemplazó al miedo en sus entrañas. Castigada por la sociedad, la pobre tipa no tenía otra opción más que la prostitución: no había trabajos “limpios” para un transexual. Las manos se le secaron.

Y dije “tipa”. Estoy progresando.

Dejó la catarsis para más tarde. Acompañó a Marcela hasta la salida y pidió la orden de arresto para Arenas Ricardo, bajo los cargos de proxenetismo y violencia de género. Mientras hablaba por teléfono con el juez de instrucción, la tropa lo miraba con la boca abierta — prefirió suponer que de admiración—.

Miró la hora en su reloj. Tiempo de irse a casa y dedicarse a cosas más graves. Homicidios, por ejemplo. Recogió los papeles, releyó los marginalia y encontró una remotamente posible motivación para Wassermann.

Y lo descubrí yo solito, gracias a las enes.

Necesitaba hacer un poquito más de investigación operativa acerca de ciertos nexos, parentescos y ascendencias para cerrar el asunto, al menos para su satisfacción personal, ya que para la Justicia el caso estaba resuelto y archivado.

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