— Comisario, llegó el informe de la autopsia de Grünebaum.
— Gracias, Cáceres.
El informe no
dejaba dudas sobre la causa de muerte. Una de las dentelladas afectaba
fatalmente la región del cuello; otra, había perforado la arteria poplítea de
la pierna izquierda, provocando una hemorragia que lo hubiera matado de todos
modos. Había marcas y desgarros en los antebrazos y muslos, señal de que
Grünebaum había intentado defenderse. La sangre encontrada en el lugar
pertenecía tanto al muerto como a los animales. Fin del reporte.
¿Y los perros?
Llamó al forense,
que casi lo mandó al carajo al preguntarle por los animales.
— ¿Qué se cree,
Martello, que no conozco mi trabajo?
— Pero podría haber
algo que...
— Mire — el otro lo
paró en seco—, las autopsias las ordena el juez, ¿cierto? Hice lo que debía
hacer y más. Los bichos no son asunto mío y si correspondiera hacer algo, cosa
que dudo, eso tiene que dictaminarlo el juez. Y yo no soy veterinario — Lynch
casi no le dio tiempo a disculparse y colgó con un "Hasta luego"
molesto.
El juez de
instrucción de la causa era Rubén Litvik, con el que Martello no había empezado
con el pie derecho. Yahvé era celoso de Litvik y Litvik era celoso de su
trabajo, que hacía ejemplarmente bien, pero no había nada peor que pedir
detalles no solicitados por Su Señoría en las pericias. Cada vez que algún
idiota — por ejemplo, yo—, osaba hacerlo, Litvik se sentía
ofendido en su buen nombre y honor y atacado en su responsabilidad por sus
actos ante Yahvé, y nadie en su sano juicio se atrevería a interponerse entre
el juez Rubén Litvik y su Dios.
Por el momento,
Martello no quería discutir con el juez, y eligió seguir una vía lateral.
— Azucena, tengo que hablar con la señora.
— Mi patrona no 'ta
bien — se plantó la paraguaya.
Bueno, parece que habrá que hacer intervenir a la fuerza pública.
— ¿Prefiere que la
cite en la comisaría? ¿Que pase la vergüenza de tener que ir a la regional a
declarar?
La mujer abrió
enormes los ojitos de orozuz.
— Le voy a llama'—
y lo guió desde la recepción al salón.
Ulrica Grünebaum
apareció en el vano de la puerta y la habitación se llenó con su presencia.
Altísima, el cabello blanco y corto peinado hacia atrás le despejaba la frente
orgullosa y hacía más penetrante su mirada de azul cobalto. Caminaba con
parsimonia pero sin impedimentos, una reina viuda de ochenta y tantos años llevados con
majestad.
— ¿Comisario
Martello?
Martello percibió
un dejo gutural en la voz de la mujer, que el tiempo transcurrido lejos de su
patria no había podido suavizar.
— Señora Grünebaum.
Lamento tener que molestarla en esta situación pero es muy importante...
— Comprendo
perfectamente, comisario— lo interrumpió mientras se sentaba y le hacía señas
para que él hiciera lo mismo.
— Trataré de ser lo
más breve posible.
— Haga lo que tenga
que hacer — se acomodó en el sillón.
— ¿Alguna vez
habían tenido problemas con los perros?
— Jamás. Gerhard
tenía una mano especial para los animales. Tuvo a su cargo las brigadas caninas
así que conocía a la perfección su trabajo.
— ¿En dónde? —
preguntó el comisario antes de tener tiempo de pensarlo.
— En la Wehrmacht —
respondió la mujer con naturalidad.
Martello se rompió
la cabeza durante cinco segundos hasta aterrizar.
Wehrmacht. El ejército alemán. Menos mal que me gustan
las novelas de Sven Hassel.
Se le encendió una
lucecita en el fondo de la cabeza.
¿Ejército alemán? ¿Cuál rama del ejército?
Se prometió
mentalmente averiguar un poquito más acerca de el finado Grünebaum, la
Wehrmacht y las brigadas de perros. Puso cara de idem y continuó preguntando.
— Y con éstos en particular, ¿hubo algún
inconveniente...?
— Mi marido los
crió de cachorros. Les quitaba la comida de la boca, los bañaba, los mimaba.
Eran sus bebés obedientes y cariñosos. No termino de entender qué pasó— la voz
se le ahogó por la emoción —. Nunca, nunca... Esta semana los habíamos
vacunado. El veterinario viene a casa, es muy difícil trasladar tantos perros
grandes... Estaban sanos, felices... Mi marido estaba orgulloso de ellos...
— ¿Su marido estaba
en casa cuando vino el veterinario?
— ¡Por supuesto! No
iba a dejar a los perros solos. Se angustiaban con la presencia del doctor y
Gerhard los calmaba.
— Señora Grünebaum,
sé que es desagradable pero ¿qué hizo con los cadáveres de los perros?
— Llamé al doctor
Wassermann y él se los llevó. Fue muy gentil de su parte. Nunca hicimos algo
así: siempre enterramos a nuestros perros en nuestro jardín, pero esta vez...—
meneó la cabeza con pesar.
La clase de gente que quiere más a los perros que a su
prójimo humano.
— Me imagino... —
cambió el rumbo de las preguntas—. ¿Su marido había salido la noche en que
murió?
— Sí. Los martes
era el día de encuentro con sus amigos.
— ¿Siempre en el
mismo lugar?
— No. Iban a
distintos sitios. A recordar viejos tiempos— esbozó un gesto melancólico.
— ¿Le molestaría
darme una lista de los amigos de su marido?
— En absoluto— se
levantó a buscar papel y una lapicera en un mueblecito y comenzó a anotar
mientras él continuaba preguntando.
— ¿Alguna vez le
hablaba de esos encuentros?
— Por supuesto,
siempre los comentábamos cuando volvía a casa.
— ¿Aunque llegara
tarde?
— Los viejos
dormimos poco. Acá tiene. No son muchos — en la lista había cinco nombres—. Ya
estamos todos grandes y, bueno... algunos ya no están.
Martello pasó la
vista rápidamente por los nombres antes de doblar y guardar el papel: ninguno
que él tuviera ya registrado.
— Y además de las
salidas de los martes, ¿tenía algún otro tipo de encuentros de los que usted no
participara o ...?
Luchaba por
encontrar un término suave cuando lo sorprendió la sonrisa fría de Ulrica.
— Usted e stuvo hablando
con Azucena.
— Estuve hablando
con todo el personal de la casa.
— Azucena tiene una
idea muy particular acerca de las actividades de mi marido y cuando se le mete
algo en la cabeza, es muy difícil sacárselo.
— Bueno, a veces...
— Comisario— Ulrica
elevó apenas el tono de voz —, puedo asegurarle que yo conocía todo acerca de
mi marido. Gerhard siempre me mantuvo al tanto de lo que hacía.
Martello sintió que
se le erizaban los pelos de la nuca. ¿Qué mierda quería decir esa mujer? Era
imposible que desconociera el escándalo que vinculaba a Grünebaum con Gaudet y
los demás implicados en la causa por corrupción de menores. ¿No le importaba?
¿Qué clase de persona era? Siguió, sin poder ocultar del todo el desagrado en su
voz.
— Señora, imagino
que está enterada del caso de corrupción de menores en el que se vio
involucrado su esposo hace unos años.
— Por supuesto que
estoy enterada. Basura, pura basura. El pasatiempo favorito en este lugar es
hablar mal del prójimo. A Gerhard no le probaron nada— levantó el mentón,
desafiante.
— Y usted le creyó
a su marido.
— ¡Claro que sí!
Nunca tuvimos una disputa conyugal. Gerhard y yo siempre estuvimos de acuerdo
con lo que el otro decía o hacía.
Alguna vez había
escuchado algo parecido en la boca de la esposa de alguien y la memoria le hizo
el favor de traerle el recuerdo: la mujer de un militar de alto rango, acusado
de represión en los años de plomo. No era nada más que confianza: era
impunidad. Lo que Grünebaum hubiera hecho le importaba un comino a su mujer
mientras ella viviera en paz, en el medio social que prefería y con las
prebendas a las que estaba acostumbrada. En ese sentido, Ulrica era tan
culpable como su finado.
— ¿Alguna vez le
fue infiel su marido?
Ella lo miró con
lástima.
— No.
— ¿Y usted?
Más lástima.
— Tampoco.
— Una última
pregunta: ¿puede pensar en alguien que tuviera algún motivo para... odiar al
señor Grünebaum? No sé, quizás algo relacionado con su... pasado en... Europa.
Ella enarcó las
cejas en un gesto de sorpresa ofendida y escupió la respuesta.
— Gerhard era un
caballero, un Hauptsturmführer que
honró su uniforme. Venga, mire.
Ulrica fue hasta
una vitrina atestada de chucherías de porcelana y cristal, recuerdos de viajes
en épocas de esplendor. Sacó un estuche de terciopelo ajado y de color
indescifrable, incongruente con el resto de los objetos, que contenía medallas
y cruces ennegrecidas, colgadas de cintas descoloridas.
— Sus
condecoraciones— dijo, henchida de orgullo patriótico—. Gerhard era muy
respetado por esto. Todos sus amigos lo reconocían. Pregúnteles a ellos. Si
quiere escuchar las habladurías de la servidumbre o de los chismosos de este
lugar, allá usted.
Martello hubiera
querido cortarse la lengua: Ulrica se había convertido en una pared de hormigón
armado germánico contra la que rebotarían todos sus intentos por dilucidar
algo. No debería haber insistido en el tema del ejército.
Soy un pelotudo.
— Gracias por su
tiempo, señora. Buenos días.
— Adios, comisario—
y salió antes que él por una puerta en el otro extremo de la habitación, que
dejó abierta detrás de ella, tanta era su irritación.
El comisario no
pudo dejar de apreciar los signos de deterioro en el corredor interno:
rajaduras que viboreaban en los cielorrasos, rincones con pintura descascarada;
una mancha de humedad que se extendía desde una esquina del techo como un
cáncer incipiente pero pertinaz; puertas cerradas que, sospechó, hacía tiempo
habían dejado de abrirse. Pensó que si se adentraba por allí, lo alcanzaría el
hedor a podredumbre típico de las casas en decadencia y el pensamiento lo
sorprendió. ¿Por qué, si la casa lo había asombrado con su aspecto magnífico?
Eso: era nada más que el aspecto. Por debajo de la cáscara aparentemente
intacta comenzaban a asomar los gusanos. Dio media vuelta y se alejó hacia la
salida.
Al pasar por
delante de la vitrina no pudo contenerse: la abrió y tomó el estuche. Miró el
reverso de algunas de las condecoraciones pero estaban demasiado gastadas para
entender algo.
Y además yo no pesco ni jota de alemán. ¿Qué dijo la
vieja del Hapstrumstrudel? Tomó
una y la dio vuelta entre los dedos. No entendía alemán pero los símbolos
gemelos de los rayos de plata habían quedado grabados en la memoria colectiva
de la humanidad. "Grünwald", leyó y se encogió de hombros mientras
dejaba todo en su sitio otra vez.
Vámonos, Martello, que hay mucho que hacer. Próxima
parada, visita al doctor Wassermann.
Eran las seis de la
tarde y ya empezaba a oscurecer. Miró la casa y las sombras se alargaban sobre
la explanada del frente. El águila de cemento ahora parecía un ave de carroña
encaramada a la cornisa y las torres le parecieron los colmillos de una boca
enorme y desdentada. El hechizo estaba roto.
****
Cuando se subía al
auto, encontró una llamada perdida desde la regional en el celular.
— Habla Martello.
— Cáceres,
comisario. Llamaron del juzgado: cerraron el caso Grünebaum como muerte
accidental.
Lo estaban pasando
como a alambre caído. ¿Por qué? Furioso, violó varias normas de tránsito camino
a lo de Wassermann, que lo miró de reojo al verlo entrar y le lanzó una sonrisa
medio forzada.
— Puedo esperar —
dijo Martello y se retiró a un rincón del local.
Pero Wassermann no
tenía ganas de que él esperara y despachó a la vieja con el pequinés dientudo y
desflecado mediante el expediente de regalarle muestras gratis del medicamento
que la mujer había venido a comprar. Cerró la puerta, puso el cartelito de "Enseguida
vuelvo" y lo invitó a pasar al consultorio.
— ¿Doctor, usted se
llevó los cuerpos de los perros de Grünebaum?
Eso, ataquemos sin avisar.
— Me lo pidio la
viuda— Wassermann respondió sereno.
— ¿Y qué hizo con
ellos?
El veterinario se
encogió de hombros con displicencia.
— Los hice
incinerar. Lo usual. Aquí nadie manda sus mascotas al cementerio de animales:
les sale muy caro.
La puta que te parió, me dejaste sin evidencia.
— ¿No pensó que
podía estar manipulando evidencia policial?
El tipo ni se
inmutó.
— Lo consulté con
el juez de instrucción.
Ante su expresión
de sorpresa, el veterinario aclaró:
— Lo llamé y le
pregunté qué hacía con los perros. El juez ya tenía el reporte del forense y me
dijo que cerraba el caso así que podía disponer de los cadáveres.
— ¿No le parece un
procedimiento algo irregular?
— Soy veterinario,
no juez — el otro lo enfrentó.
— ¿No se le ocurrió
que los animales podrían haber estado enfermos y que quizás habría que haberles
hecho un peritaje?
— Los animales estaban sanos, tengo su
historia clínica y así se lo informé al juez.
Martello sintió una
rabia fría recorrerle las entrañas y subirle hasta la garganta: lo estaban
tomando por boludo por enésima vez.
Y con ene mayor o igual a dos.
Le quedaba el
recurso de la salida honorable. Por la puerta principal. Se despidió con
corrección rayana en el insulto y volvió a la comisaría.
Ya en su escritorio
y con un café delante, sacó la lista la viuda Grünebaum le había dado pero no
podía concentrarse en ella. Wassermann le daba vueltas en la cabeza y empezó a
escribir marginalia en la lista.
¿Qué razones podría tener Wassermann para odiar a
Grünebaum tanto como para causarle la muerte? ¿No le gusta esa raza de perros?
¿Odia a esos propietarios babosos que quieren más a los animales que a los
humanos? ¿Entonces, por qué no limitarse a liquidarle los bichos y chau? El
Vengador Anónimo de los Gatos. ¿O el que no le gustaba era Grünebaum?
No se le ocurría
cuál sería el oscuro motivo de Wassermann para ello.
Un griterío
descomunal interrumpió sus anotaciones. Salió al pasillo pero el oficial de
turno lo tranquilizó: uno de los detenidos en el calabozo, pasado de merca,
necesitaba una dosis urgente y estaba aullando por una.
— Es que tenemos
demasiada gente, comisario.
— ¿Cuántos hay hoy?
— Y ..., recién le
dimos salida a dos. Quedan diez.
— ¿Llamaron a los
padres de los menores?
— Ahí está la madre
de uno.
Frente al
mostrador, un agente de uniforme perdía la batalla con los teléfonos, mientras
se acumulaba público con diversas denuncias por efectuar: una mujer con los
pelos desgreñados que gritaba que el desgraciado era la última vez que entraba
a la casa, vago borracho de mierda, mientras el oficial corría a separarlos, ya
que el ebrio contumaz estaba siendo apaleado por su conviviente. Cerca de la puerta se juntaban los mirones a
codazo limpio, para no perderse ningún round. Un tipo atildado, con campera de
cuero de carpincho y que venía a hacer una denuncia de siniestro para el seguro
de su 4x4, ponía cara de estar de visita en un leprosario. En el banco de la
entrada ya estaban acurrucados los dos mendigos más pobres, para pasar la noche
lo más desapercibidos posible.
— A ver si paran un
poco este quilombo — murmuró Martello.
— Siseñor.
Se encerró en la
oficina sin poder dejar de escuchar los chillidos de la madre de uno de los
mentados menores, que estaba aplicándole un correctivo físico a su prole
descarriada, a la vez que firmaba la salida.
— Señora, va a
tener que ir a juez de menores. El menor es reincidente.
— ¡Por mí que lo
manden al reformatorio a este desgraciado!— aulló la autora de los días del
reincidente—. ¡Trabajo todo el día y el guacho no para de joder!
Martello conocía al
mocoso, otro caso más de familia numerosa y abandónica. El pibito no había
cometido ningún delito grave. Todavía. Era cuestión de tiempo que pasara de
aspirar adhesivos con tolueno a la frula más dura y entonces... Necesitaban personal con formación adecuada
para tratar con menores, asistentes sociales, psicólogos, y por sobre todas las
cosas, trabajo. Por supuesto, de todo lo anterior, cero. No había personal ni
se podían pagar psicólogos y la falta de trabajo no era un asunto que pudiera
solucionar la Policía. Se apoyó con ambas manos sobre el escritorio y sacudió
la cabeza.
—Comisario…
Álvarez asomó la
cabeza. Martello cabeceó una pregunta y Álvarez aclaró:
—Alguien quiere
hacer una denuncia.
— Tómesela.
— Quiere hablar con
usted.
—¿Conmigo? ¿Quién
es? ¿Por qué?
Fue demasiado para
Álvarez, que se puso colorado y empezó a balbucear cosas ininteligibles. Lo
único que pudo deducir Martello era que el denunciante tenía algunos problemas
con su identidad. Siguió a Álvarez al mostrador y el agente le señaló a una
mujer con anteojos negros enormes en un rincón de la sala. Cuando los vio, la
mujer se acercó al mostrador, seguida por las miradas burlonas de todos los
presentes.
—¿Usted es el
comisario?
— Hugo Martello, a
sus órdenes. ¿En qué puedo ayudarla?
La mujer lanzó unas
miradas de costado a su alrededor. Le temblaban las manos agarradas a las
manijas de una cartera que había conocido mejores tiempos.
—¿Podríamos hablar
en privado? — suplicó.
Martello le indicó
a Álvarez que la hiciera pasar a su oficina. Le hizo una seña imperiosa a
Bustos, que se acercó presuroso a susurrar en su oído el motivo de las risitas.
— Es la Marcela,
comisario. El “trava” del pueblo.
— Ya me di cuenta.
¿Qué pasó?
— El ocho-cuarenta lo
caga a palos cuando no le junta pa’l casino. La Marcela viene, hace la denuncia
y después la retira. Lo de siempre.
— ¿Y por qué no le
toman la denuncia ustedes?
Y me dejan de joder.
— Quiere hablar con
usted. Debe ser porque es nuevo.
Martello asintió,
dio media vuelta y se fue a su oficina. La vieja sensación de encogimiento del
escroto le recordó que su primera y única experiencia en el rubro lo había
dejado mal parado. A los 16 la ponés en cualquier lado, pero ese “cualquier
lado” no era un travesti, no al menos para él, que saltó entre asustado y
asqueado frente al ¿tipo? ¿Tipa? No sabía en qué categoría encuadrar a la
persona que tenía delante, con pelo rubio teñido, tetas de siliconas y un pene
muy real entre las piernas. La cosa había terminado a los golpes, más para él
que para su contendiente, que había demostrado buenos conocimientos de
pugilato. Desde entonces se había mantenido cuidadosamente alejado de los
transgénero, básicamente porque no sabía cómo tratarlos ni cómo reaccionaría
él, aunque sospechaba que su instinto básico sería el de salir corriendo.
Intelectualmente comprendía que lo suyo era simple discriminación, sumada a una
experiencia de la que jamás había hablado con nadie. Pero en el momento de
entrar a su despacho, sintió las manos húmedas de transpiración fría.
No seas pelotudo. No te va a violar. Sos el comisario.
Se acomodó en su
sillón antes de empezar a hablar.
— Dígame.
Marcela se sacó los
lentes y el color violáceo que le decoraba el ojo derecho, la mitad de la
frente y el puente de la nariz no era maquillaje.
— Quiero denunciar
a una persona.
— Podría haberlo
hecho con cualquiera de los oficiales…
— Ninguno me toma
en serio. ¿No vio cómo se reían todos? ¿Cómo me miraban? ¿Se creen que no me
doy cuenta? ¡Si yo hablo, les prendo fuego a todos!¡Empiezo a nombrar los
clientes y no queda nadie vivo acá! ¡Cucarachas! ¡Y ese hijo de puta, qué se
cree! ¡Me harté! ¡No me toca más un pelo, la puta que lo parió!
Marcela se detuvo
para tomar aliento y Martello aprovechó para meter baza.
— Tranquilícese. Le
voy a tomar la denuncia y voy a actuar en consecuencia.
Levantó el
teléfono, pidió dos cafés y dos vasos de agua. En menos de un minuto, Álvarez
entraba obsequioso con el pedido y salía sin mirar a ninguna parte.
— Ahora, por favor,
cuénteme los hechos.
La historia era tan
repetida que Martello podría haberla escrito de memoria. Anotó el nombre y
apellido del rufián mientras Marcela, que exhibió un documento en el que
todavía figuraba el nombre de varón, lloraba mientras hablaba.
— Mire, mire, —
decía y se abría la camisa para mostrarle más moretones en distinto grado de
coloración. La paliza había sido fenomenal.
— Le doy asco, ¿no?
La pregunta lo sacó
de sus cavilaciones.
— No. ¿Por qué cree
que me da asco?
— Todos me tienen
asco. Hasta los clientes. Vienen como si yo fuera un bicho raro, pero bien que
les gusta cuando…
— No hace falta
aclarar.
Marcela sollozó.
— El comisario
anterior me encanaba a cada rato. ¿Sabe las cosas que me hicieron en los
calabozos? Empezando por él.
Martello apretó los
dientes al confirmar sus sospechas respecto de su predecesor. Entendía por qué
Marcela había retirado las denuncias anteriores.
— ¿Sabe una cosa? Nací en el cuerpo equivocado.
¿Es mi culpa no conseguir un trabajo decente? ¿Se creen que me gusta hacer la
calle? ¡No tengo otra!
— ¿Me va a tomar la
denuncia?
— Por supuesto.
Pero usted tiene que prometerme algo.
Marcela lo miró,
asustada.
— Que se va a ir de
este pueblo de mierda y va a buscar trabajo decente. ¿Qué sabe hacer, además
de…?
— Soy peluquera. A
mis amigas las peino, les corto, les hago la tintura…— Marcela se entusiasmó.
— Bueno, ahí tiene.
Yo me ocupo de sacarle de encima al fiolo. Puedo tenerlo encerrado unas 48
horas por averiguación de antecedentes. Después tengo que pasarlo a la fiscalía
y con suerte, lo dejan adentro un poco más por proxenetismo y violencia de
género.
Marcela se secó los
ojos.
— Es lo que quise
hacer toda la vida…
— Hágalo. No es
mucho tiempo el que puedo darle de ventaja. Porque el tipo la va a buscar.
— No creo. Ya no le
intereso. Quiere la guita y nada más.
O sea que, encima, te hizo el cuento del enamorado. Pobrecita.
El sentimiento de
pena lo tomó desprevenido y reemplazó al miedo en sus entrañas. Castigada por
la sociedad, la pobre tipa no tenía otra opción más que la prostitución: no
había trabajos “limpios” para un transexual. Las manos se le secaron.
Y dije “tipa”. Estoy progresando.
Dejó la catarsis
para más tarde. Acompañó a Marcela hasta la salida y pidió la orden de arresto
para Arenas Ricardo, bajo los cargos de proxenetismo y violencia de género.
Mientras hablaba por teléfono con el juez de instrucción, la tropa lo miraba
con la boca abierta — prefirió suponer que de admiración—.
Miró la hora en su
reloj. Tiempo de irse a casa y dedicarse a cosas más graves. Homicidios, por
ejemplo. Recogió los papeles, releyó los marginalia y encontró una remotamente posible
motivación para Wassermann.
Y lo descubrí yo solito, gracias a las enes.
Necesitaba hacer un poquito más de investigación operativa acerca de ciertos nexos, parentescos y ascendencias para cerrar el asunto, al menos para su satisfacción personal, ya que para la Justicia el caso estaba resuelto y archivado.
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